Comentario
Durante el Bajo Imperio la mayoría de los aristócratas y personajes importantes, anteriormente vinculados a las ciudades, se establecen en sus villas de campo, al frente de unos latifundios que progresivamente van constituyéndose en unidades políticas, sociales, económicas y, en cierto modo, incluso religiosas, con la aparición de las iglesias domaniales y la extensión del monaquismo. La deserción ciudadana de este estamento gobernante ha llevado a considerar a muchos estudiosos que, durante esta época, la ciudad es una entidad en cierto modo residual y sumida en una crisis económica y política sin solución. Actualmente se tiende a matizar el concepto de crisis de las ciudades, considerando que si bien la función de éstas cambió respecto a la que había sido durante el Alto Imperio fue más el resultado de un cambio de mentalidad -consecuencia de la nueva concepción del Estado y de la burocracia- que de declive económico. Gran parte de la antigua prosperidad de las ciudades se basaba en el evergetismo de los magistrados y en la mayor autonomía de las curias municipales. Esta práctica, vinculada a unos honores que cada vez tenían menos fuerza, se había ido debilitando ya a partir de finales del siglo II. Por lo mismo se explica que durante esta época disminuyera en gran medida el número de inscripciones y que la construcción o rehabilitación de obras públicas fuese muy escasa. Mientras en otras zonas occidentales se aprecia una vitalidad de las ciudades que corrobora la relatividad de la crisis, como sucede en el Africa romana, en Hispania la poca documentación con que topamos para casi todos los aspectos de la vida bajoimperial vuelve a repetirse respecto a las ciudades.
Una de las fuentes de información sobre las ciudades hispanas de esta época es la correspondencia entre Décimo Magno Ausonio, poeta residente en Burdigalia (Burdeos) y Paulino, futuro obispo de Nola y casado con una mujer hispana, Terasia. En una de estas cartas, Ausonio reprocha a su amigo la larga estancia de éste en Hispania y le incita a reunirse con él en Burdeos. En tono de queja se asombra de que, abandonando sus antiguas costumbres, se haya ido a vivir entre los vascones y enterrado su dignidad consular entre las ruinas de ciudades desiertas como Bilbilis, Calagurris e Ilerda. Que éstas no eran ciudades en ruinas se desprende de otro pasaje del propio Ausonio en el que habla de un tal Dinamio, rétor de Burdeos que, a consecuencia de un escándalo por adulterio, se había retirado a Ilerda (Lérida), a la que da el epíteto de pequeñísima. Allí, bajo el seudónimo de Flavinio, se casó con una española rica y permaneció toda su vida ejerciendo su profesión. Que en estos tiempos Ilerda fuera pequeñísima no es de extrañar, pues tampoco antes había sido mayor. La respuesta de Paulino es tal vez más creíble, puesto que mientras éste conocía bien Hispania, no se sabe que Ausonio la hubiese visitado nunca. Dice Paulino que él no vive entre los ladrones vascones: "Tú me echas en cara -dice- los dilatados bosques de Vasconia y los nevados albergues del Pirineo, como si me hubiera establecido en la entrada misma de Hispania y no tuviera otro lugar donde vivir ni en el campo ni en las ciudades, cuando la rica Hispania, vuelta hacia el sol poniente, se extiende hasta el confín del orbe. Pero aunque la fortuna me deparara vivir en bosques de bandoleros ¿me he endurecido en un país bárbaro, volviéndome como uno de sus habitantes por el contacto con su bestialidad al vivir entre ellos?..." Y añade: "Pero ¿por qué se me va a tachar a mí de un crimen de este tipo si vivo y he vivido en lugares distintos, donde abundan las ciudades ilustres y que son celebradas por sus costumbres civilizadas y agradables?" En concreto, entre estas ilustres ciudades menciona Caesaraugusta (Zaragoza), Barcino (Barcelona) y Tarraco (Tarragona), ciudades que -según él- se distinguen por sus extensos territorios y sus murallas. Y como estas ciudades, dice Paulino, hay muchas en Hispania, entre el Betis y el Hibero (Guadalquivir y Ebro, respectivamente).
De esta correspondencia no se obtiene, ciertamente, una imagen de decadencia de las ciudades hispanas. Entre las ciudades más florecientes de Hispania se encontraba Hispalis, a la que de nuevo Ausonio otorga la primacía sobre otras ciudades como Corduba, Braccara (Braga) y Tarraco, ciudad esta última que en su tiempo había sido arrasada por los francos. En la Betica estas dos, Hispalis y Corduba, parecen constituir el eje económico principal, mientras que Gades (Cádiz) debió de haber entrado en una fase de decadencia, como se desprende de las palabras de Avieno: "Ciudad grande y opulenta en tiempos antiguos; ahora es pobre, ahora es pequeña, ahora abandonada, ahora un montón de ruinas. Nosotros en estos lugares no vimos nada digno de admirar excepto, el culto de Hércules".
No obstante es exagerado hablar de Gades como de una ciudad en ruinas. Que continuaba la actividad económica de la ciudad, al menos en lo tocante a la fabricación del garum, se desprende de la afirmación de Libanio, rétor célebre de Antioquía, que hace mención de la salazón de caballa, pescado al que considera barato y bueno, especialmente el de Gades, el cual compraba con preferencia ¡en Antioquía!
También Emerita Augusta parece haber continuado siendo una próspera ciudad ya que era la sede habitual del vicarius hispaniarum, si bien no hay referencias literarias a la misma. Algunas ciudades, como Caesaraugusta o Tarraco, fueron en su momento sedes de una corte imperial; como sucedió en la primera, al asentarse en ella Constante, o el usurpador Máximo, que se entronizó como emperador en la segunda. A pesar de todo ello, apenas pueden rastrearse más noticias sobre la vida de las ciudades hispanas en las fuentes literarias. Tampoco la arqueología ha hecho estudios sistemáticos sobre muchas ciudades. No obstante, sí se sabe, a través de la epigrafía, que Tarraco contó con importantes obras de restauración: un pórtico (en época de Diocleciano), el anfiteatro y -por decisión del gobernador de la provincia, en el siglo IV- las termas. También en Barcino se han encontrado restos de unos importantes depósitos de salazón de pescado, y es de nuevo Ausonio quien agradece a su hijo que le haya enviado aceite de Hispania y muria o garum de Barcelona.
Sin pretender ser exhaustivos, también en Mérida se conservan inscripciones alusivas a la restauración del teatro y el circo. Del siglo IV son las basílicas de Santa Eulalia y San Fructuoso de las que habla Prudencio. Italica, que ya había experimentado una pérdida de importancia desde el siglo II al ser reemplazada por Sevilla como puerto fluvial, continuó no obstante existiendo como ciudad de cierta entidad, como lo demuestra la construcción en el siglo IV de algunos importantes edificios privados, entre ellos la llamada Casa de la Exedra, de 3000 m2 y el que el teatro siguiera utilizándose, pues al menos uno de los nombres de los magistrados que tenían asiento reservado en él es del siglo IV.
Por el contrario, otras ciudades fueron abandonadas. Por ejemplo, Numantia. También Emporiae, después de las invasiones del siglo III, fue prácticamente abandonada. Tampoco Boetulo (Badalona) fue reconstruida tras las invasiones y desapareció prácticamente la vida urbana de la misma. Al igual que Iluro, ambas fueron anuladas por la actividad de Barcelona. Otras ciudades, que anteriormente habían alcanzado un alto grado de prosperidad gracias a su dependencia de determinadas actividades económicas, languidecieron al entrar en crisis tales actividades, como sucedió con Asturica Augusta (Astorga) muy vinculada a la explotación de las minas del NO, ahora prácticamente abandonadas. En esta zona noroccidental fue Braccara (Braga) la ciudad más próspera.
Diocleciano y Constantino dedicaron una atención preferente a la reconstrucción de muchas ciudades del Imperio, en un programa político-económico que pretendía el mantenimiento de las ciudades como centros de producción. No obstante, las propias contradicciones de esta época implicaron un debilitamiento de las bases económicas de las ciudades y éste marcará a la larga una progresiva decadencia de las mismas.
Las ciudades eran administradas por las curias o senados municipales. Estos estaban formados, en Hispania, por un número variable de curiales según la importancia y las necesidades de las mismas. Se considera que durante el siglo IV el número aproximado era de cien curiales para las ciudades más florecientes. La clase social de la que se nutrían las curias municipales había sido y aún era en gran medida en esta época, la de los terratenientes de tipo medio. Estos habían invertido parte de su riqueza en la ciudad, en forma de construcciones públicas, fiestas, etc. Pero el proceso generalizado de la creación de grandes latifundios, que suponía la concentración de la tierra en un número cada vez más reducido de propietarios, dio lugar, por una parte al empobrecimiento gradual de esta clase media o curial y, por otra, a la depauperación misma de las ciudades, cuyas tierras comunales pasaron en muchos casos a ser absorbidas por los particulares o por el Estado. La disposición del Emperador Juliano ordenando la devolución de todas las tierras que habían pertenecido a las ciudades a las mismas hubiera sido una medida sumamente eficaz para la reactivación de su economía, pero ésta no mantuvo su vigencia mucho tiempo. El emperador Valente revocó tal decisión, reservando a las ciudades sólo un tercio de los ingresos de éstas para hacer frente a sus necesidades más acuciantes. Así, estos curiales empobrecidos, agobiados por la responsabilidad fiscal que recaía sobre ellos como perceptores de los impuestos ciudadanos y mermados en su capacidad por el creciente intervencionismo por parte de los gobernadores provinciales y vicarios en los asuntos y finanzas municipales, intentaron frecuentemente desertar de las curias en muchas de las ciudades del Imperio. Hispania no escapó a esta tendencia, como demuestra una constitución de Constantino del 317 dirigida al Comes Hispaniarum en la que se trata de la deserción de muchos curiales hispanos. En muchos casos la vía de escape que buscaban era el ingreso en las filas del clero, tanto más cuanto que la rígida legislación bajoimperial hizo que el cargo de curial fuera hereditario y no ya electivo por un año, como había sido anteriormente. El ingreso en el clero los liberaba de sus obligaciones como curiales por decreto de Constancio II, si bien establecía una serie de condiciones que no siempre se cumplían: que el patrimonio del curial-clérigo pasara a su hijo y éste lo relevara en el cargo. Si no tenía hijos, serían sus parientes más próximos los encargados de asumir sus funciones curiales, etc. La complejidad de las distintas situaciones del curial-clérigo que revela la disposición intenta evitar que la ciudad sufriese pérdidas a causa de tales fugas, pero revela también que éstas eran inevitables.
En una disposición del año 369 dirigida al vicario de Hispania Petronio, se ordena que la redacción de los archivos municipales se realice ante tres curiales y un magistrado, probablemente el curator civitatis. El reducido número de curiales hace pensar que las curias municipales eran cada vez más exiguas. El curator civitatis era un burócrata palatino, es decir, perteneciente a uno de los departamentos imperiales, y sus funciones principales eran controlar las finanzas de las ciudades. En Hispania sólo hay noticia de la existencia de un curator civitatis, atestiguado en una inscripción de Tarraco.
También los flamines y sacerdotes paganos pertenecían a la curia municipal durante el siglo IV. Aunque a medida que el cristianismo va progresando en las ciudades, es la figura del obispo la que cobra una mayor dimensión social, llegando en muchos casos a erigirse en una especie de patrono de la misma, cómo veremos en el capítulo correspondiente.
La crisis del 409 con la llegada de las invasiones bárbaras a la Península produjo la destrucción material de muchas ciudades, aunque en otras ciudades amuralladas los habitantes pudieron resistir e incluso atacar a los pueblos invasores, como señala Hidacio en Galicia bajo el dominio suevo. No obstante, el pánico en esta época parece desolador. Una ley del 409 ordena a los miembros de los collegia (asociaciones profesionales) que hubieran huido al campo regresar a la ciudad. También muchos curiales huyen de las mismas y aquellos que resisten en la ciudad se ven sometidos en algunos casos a la doble presión del elemento invasor y de los recaudadores de impuestos. La imagen que Hidacio da en su Crónica de algunos acontecimientos acaecidos en algunas ciudades de Galicia resulta apocalíptica y marca definitivamente el fin de una época: "Los bárbaros -dice- habían penetrado en Hispania saqueando y masacrando sin piedad. Por otra parte, la peste hacía estragos. Mientras los hispanos eran entregados a los excesos de los bárbaros y la peste los acosaba, las riquezas y víveres almacenados en las ciudades eran arrancados por el tiránico recaudador de impuestos y saqueados por los soldados. He aquí la espantosa hambre: los humanos se comen entre sí por la presión del hambre; las madres incluso se alimentan con los cuerpos de sus propios hijos a los que matan. Las bestias feroces, acostumbradas a los cadáveres de los muertos por las armas, el hambre o la peste matan también a los hombres más fuertes y, alimentadas con su carne, se expanden por doquier... Así los cuatro azotes de las armas, el hambre, la peste y las bestias feroces se reparten por todo el mundo, realizándose lo que había anunciado el Señor por sus profetas".