Comentario
Desde la constitución de Caracalla del año 212 los judíos eran considerados ciudadanos romanos y este mismo criterio siguió siendo válido para épocas posteriores. Se encontraban perfectamente integrados dentro de la sociedad, pues nada de lo externo los diferenciaba de los otros habitantes del reino, hispanorromanos o visigodos, salvo el hecho de que pertenecían a una religión distinta y que sus mismos usos religiosos los hacían aparecer distintos. Del mismo modo tampoco constituían ni una raza ni una clase social específica. Como los cristianos, los judíos desempeñaban una variada gama de profesiones y actividades. Por supuesto existían judíos ricos, propietarios de tierras en las que trabajaban otros judíos o cristianos, como se deduce de las disposiciones de Egica del año 693 sobre expropiaciones a los que no se convirtieran. Pero también eran numerosos los pobres, así como los que ocupaban las escalas medias en el conjunto social. No aceptar este hecho supone negar una realidad y al mismo tiempo distorsionarla.
No parece tampoco que pueda hablarse de una hostilidad generalizada y en bloque de las clases populares hacia los judíos, incluso en las épocas de mayor presión legal; ni, por otra parte, de la existencia de un judaísmo profundamente cerrado o aislado, susceptible de crear en la sociedad de su tiempo un sentimiento de rechazo o repulsa. Serían las leyes que intentaban frenar los contactos entre los diversos grupos, judíos y conversos o judíos y cristianos, las que con el tiempo crearían un abismo cada vez mayor en las relaciones entre ambos.
Los judíos de este período que nos ocupa, a diferencia de otros momentos, se mostraron muy activos en su proselitismo, lo que se manifestaba claramente en el temor que su actividad provocaba en los altos representantes de la Iglesia visigoda. Dicho proselitismo encontraba una vía natural de expansión en los cónyuges, en caso de los matrimonios mixtos, y en los esclavos. Las sanciones que en un primer momento fueron dictadas contra los autores de circuncisión se hicieron extensivas con el tiempo a todos los circuncidados con el fin expreso de disuadir a todos los que pudieran sentirse atraídos por el judaísmo, pese a las mejoras que su nuevo estado les pudiera reportar. Sólo en aquellos momentos en los que la represión fue más dura llegó a prohibirse incluso la circuncisión de los hijos de los propios judíos.
Se les permitió, salvo en ciertos momentos, el ejercicio del culto en las sinagogas -cuya documentación arqueológica es muy vaga-, aunque ya en el Breviario de Alarico se limitaba la construcción de nuevas edificaciones o incluso la reparación y restauración de las antiguas. En este sentido se expresaba el rey Egica en el preámbulo del XVI Concilio de Toledo al señalar que de nada había servido que a los judíos se les hubieran prohibido e incluso destruido sus sinagogas, cuando las iglesias cristianas se hallaban en peor estado. Las oscilaciones políticas del momento regulaban una mayor o menor libertad de culto, tanto en lo referente a actos en las sinagogas como a manifestaciones externas de sus fiestas religiosas. Un ejemplo de ello lo encontramos en el canon 9 del Concilio de Narbona del año 589, donde se prohibió explícitamente a los judíos que enterraran a sus difuntos entonando salmos.
Es erróneo pensar que los judíos aparecían ligados sólo a cuestiones de dinero o al comercio, aunque sí es cierto que una buena parte de ellos se dedicaba a las actividades comerciales. Sin embargo, al no existir monopolio por su parte, ni siquiera del comercio de esclavos, debe considerárseles como un elemento más de entre los que se dedicaban a dicha actividad. Es decir, las medidas encaminadas a eliminar a los judíos del comercio no debe entenderse como un medio de suprimir un monopolio para pasarlo a otras manos y hacerse con el control efectivo, sino, en todo caso, para asestarles un golpe en el aspecto de la actividad que más les pudiera afectar y en el que se encontraran más implicados.
No hay datos en esta época que hagan referencia a usura ni siquiera a préstamos de interés razonable. García Iglesias comenta con acierto que, dado el espíritu antijudío que alimentaba los concilios visigodos -según ya ha quedado expuesto-, si se hubiera planteado el problema de la usura, los asistentes a los mismos no habrían dejado de hacerlo notar.