Época: Primeras taifas
Inicio: Año 1031
Fin: Año 1086

Antecedente:
Los reinos de Taifas



Comentario

El siglo XI se inició mal para los andalusíes: después de la guerra civil que duró más de veinte años, los reinos de taifas, que habían nacido como consecuencia de la misma, no sólo se desangraron luchando entre sí, con o sin ayuda de los reinos cristianos, sino que su política interior, excepto unos cuantos casos (Sevilla), se vio frecuentemente perturbada por luchas intestinas. Al fin y al cabo, si Sancho III el Mayor de Navarra o Fernando I de Castilla, al testar, repartían el reino entre sus hijos, lo mismo hacía Sulaymán b. Hud de Zaragoza. La diferencia radicaba en que los Estados musulmanes, mucho más numerosos que los cristianos, recurrían a éstos para que los ayudaran contra sus correligionarios. Para poder pagar a sus auxiliares -casi siempre los propios reyes cristianos, pero a veces también señores particulares (piénsese en el Cid, que estuvo al servicio de los Banu Hud de Zaragoza)- los impuestos sobre la población musulmana aumentaban constantemente. Y a esto se añadían los caprichos de los propios señores taifas: unos protegían a los poetas; otros, a los científicos, etcétera. Pero todo ello a costa de nuevas contribuciones que arrancaban a sus súbditos.Dentro del mismo círculo de los cortesanos existían numerosas rencillas que, en algún caso, tuvieron su importancia en el desarrollo científico-técnico. Maribel Fierro demuestra para Toledo, en un original artículo (1), cómo la sucesión de cadíes de esa ciudad bajo la égida de un mismo soberano, al-Mamún, pudo motivar cambios en la política científica. Said al-Andalusí, autor de la primera Historia de la Ciencia digna de ese nombre, ocupó el cargo, al menos dos veces (antes del 1058 y después del 1067 hasta su muerte). Este hombre estaba vinculado a la familia "liberal" de los Hadidí. Uno de sus amigos, al-Waqqasí (m. 1096), ha pasado a la posteridad con fama de librepensador a causa de su tendencia a colaborar con los cristianos, pero, especialmente, por un par de versos que se le atribuyeron y que decían: "Me aflige pensar que las ciencias de la humanidad son dos y que si las aprendo no tengo más que aprender / Una ciencia (la teología) cuya comprobación real es imposible y otra (la filosofía) cuya verdad de nada sirve" (2). Pero al-Waqqasí no era el único escéptico de la época. Fierro resume la situación con las siguientes palabras: "Es... cuando algunos médicos judíos abogaron por una persuasión universal... constituida a base de todo lo bueno y honorable ordenado por las diversas religiones, es decir, abogaron por una cultura ética. Es también la época en que se discutió en al-Andalus... la imposibilidad de demostrar la existencia de Dios o la veracidad de la profecía o cuál de las religiones existentes es la verdadera. No es de extrañar, por tanto, que cuando Toledo cae en manos de los cristianos, un musulmán... se convierte al cristianismo diciendo que, en último término, el Dios de los cristianos y el de los musulmanes es el mismo". A estos grupos les parecía correcto el estudio de la ciencia de los antiguos, es decir, las obras de Aristóteles y de Ptolomeo. Sin embargo, en un cierto momento el cadiazgo de Toledo pasó a manos de Abu Zayd al-Hassa, vinculado con la familia de los Banu Mugit, conservadores, y las ciencias de los antiguos empezaron a ser mal vistas. El asesinato de Ibn al-Hadidí (3) (1076) en presencia del sucesor de al-Mamún, al-Qádir, debió hacer pensar a los científicos más destacados que era hora de buscar refugio en los Estados del sevillano al-Mutamid: el astrónomo Azarquiel (h. 1078), los agrónomos Ibn Bassal y Ibn al-Luengo y otros emigraron hacia el sur. Además, vivir en Toledo, Zaragoza u otros reinos con frontera directa con los cristianos no permitía tener tranquilidad de espíritu para dedicarse a la investigación que, aunque entonces no se llamara así, se practicaba en casi todo al-Andalus. Y para muestra, basta ver la biografía y los textos de uno de los visires de al-Mamún, Abu-l-Mutarrif b. Mutanna (m. 1063) (4).Estas difíciles circunstancias políticas, en que cada taifa iba por su lado, llevaron a los alfaquíes a interrelacionarse entre sí, por encima de las fronteras políticas para mantener la unidad y ortodoxia de su islam. Esa fue la misión del censor de costumbres Muhammad b. Labid al-Murabit, para conseguir que la pena capital dictada en Toledo contra el hereje Ibn Hatim -quien huyó- se cumpliera bastantes anos más tarde legalmente (1072) en Córdoba, que entonces dependía de Sevilla. Ahora bien: el censor de costumbres o sus mensajeros recorrieron media España para evitar que el Tribunal religioso de cualquier ciudad absolviera a un pecador, ya condenado, acusado de ser maniqueo (zandaqí).Pero, a pesar de todos estos inconvenientes, los estudios científico-técnicos se desarrollaron por doquier. A mediados del siglo XI eran conocidas y discutidas casi todas las obras, auténticas o no, atribuidas a Aristóteles; las poco recomendables ciencias ocultas y la mitología astral de Harran (Asia Menor) se introducían a través de Abu Maslama de Madrid y al-Karmani hasta el pie de los Pirineos; el Almagesto de Ptolomeo era objeto de la atención de Azarquiel, quien, con sus colaboradores, calculó unas nuevas Tablas astronómicas que son el precedente inmediato de las de Alfonso X, además de un Almanaque que es el único conocido en su género hasta ahora. Gracias a sus trabajos astronómicos, Azarquiel llegó a utilizar, por primera vez en el campo de la astronomía, una curva no circular: el óvalo del deferente de Mercurio, y a descubrir el movimiento del apogeo del Sol. Además, Azarquiel construyó dos clepsidras, a orillas del Tajo, que no sólo señalaban la hora del día sino también las fases de la Luna. Funcionaron hasta el reinado de Alfonso VII, cerca de medio siglo después de la reconquista de Toledo. En esta misma ciudad y época, con los mismos hombres, se realizó una serie de modificaciones del astrolabio que transformaron este instrumento en un útil de observación y cálculo más sencillo. Así nacieron la azafea, la lámina universal, los ecuatorios, etcétera, que se utilizaron en el mundo europeo hasta fines del siglo XVI (5).Personaje al que no se puede olvidar es Ibrahim b. Said, el de (Castellón de) la Plana, pues no sólo nos habla de él el cadí Said en su Historia de la Ciencia como de un joven sabio constructor de astrolabios en Toledo, sino que después de la muerte de aquél siguió trabajando primero en la capital del Tajo, luego en Valencia, y construyó numerosos instrumentos hasta fines del siglo XI. En el año 1080 parece que ya se había trasladado al Levante español, pues hizo uno de los primeros globos celestes que conservamos y que dedicó al alcaide Isa b. Labbún (lo tenemos documentado por la Dajira), señor de Murviedro (Sagunto). El análisis de sus astrolabios muestra que al-Sahlí construía -al menos nos consta en un caso- más láminas para latitudes de las que cabían en la madre del instrumento.Al mismo tiempo, en la Huerta del Rey de Toledo, Ibn Bassal -que había recorrido medio mundo con motivo de su peregrinación a La Meca- realizaba experimentos sobre injertos, mejora de especies botánicas, etcétera, que continuó más tarde en el Jardín del Sultán en Sevilla (6). La introducción de los cítricos en la Península estaba ya muy adelantada, pues en el siglo XI era conocida la naranja amarga y, probablemente, la dulce. Al mismo tiempo, los agrónomos andalusíes que se refugiaron en Sevilla desarrollaron un original sistema de clasificación de las plantas que puede considerarse como precedente del de Linneo.En Zaragoza se desarrolló especialmente el cultivo de las matemáticas y el análisis de las obras de Aristóteles. En el primer campo se distinguió su rey, al-Mutaman (1081-1086) cuya obra, que se creía perdida, se va encontrando ahora, poco a poco, en los manuscritos. En ese mismo campo hay que incluir al valenciano Ibn al-Sayyid, cuyos logros -que superaron a los de los griegos- nos han sido transmitidos en resumen por su discípulo Avempace. Es curioso observar la gran cantidad de alfaquíes y de hombres de letras -menos de ciencias- que residieron durante algún tiempo en Zaragoza. Esta cuña del islam, que avanzaba hasta los pies de los Pirineos, parece haber tenido una gran influencia en la introducción en el mundo cristiano de muchos conocimientos propios del árabe, gracias a su nutrida y, en parte, selecta, comunidad judía. Uno de ellos, el oscense Mosé ha-Sefardí, convertido al cristianismo en 1106, llegó hasta Inglaterra, en donde introdujo sistemas de cálculo árabes y tradujo al latín cuentos, algunos de los cuales se encuentran aún hoy en Las mil y una noches. Y también, y por los motivos que fueran, Zaragoza fue objeto de la atención de las primeras misiones cristianas que inauguraban un nuevo estilo de polémica religiosa entre el cristianismo y el islam occidentales. Said de Toledo, en su Historia de la Ciencia, demuestra estar bien informado sobre lo que ocurría en al-Andalus, aunque no de todo. Autores de primer orden se le escapan. Si sabe que en Cuenca al-Istichí está escribiendo el Libro de las cruces -en realidad una nueva redacción de la antigua astrología bajorromana traducida al árabe por al-Dabbí (h. 800)-, no tiene en cambio noticia de otros científicos importantes. Por ejemplo, no habla ni de Abd al-Karim b. Muttanna ni de Ibn al-Muad de Jaén el Joven (m. 1093), autor del primer tratado andalusí dedicado exclusivamente al estudio de la Trigonometría esférica y cuyo texto innovador no puede explicarse por completo a base de los conocimientos que habría adquirido en un hipotético viaje a Oriente, del que por ahora no se ha encontrado mención en las fuentes. Además, calculó correctamente la altura de la atmósfera de la Tierra.Al lado de la ciencia va la técnica, y es en el siglo XI cuando un tal Ibn Jalaf al-Muradí escribe el único tratado árabe occidental sobre mecánica hasta hoy conocido. Ha llegado a nosotros gracias a una copia hecha en la corte de Alfonso X el Sabio y en la cual intervino el célebre judío Rabí Zag (Ishaq b. al-Sid), uno de los principales ayudantes científicos del rey. El opúsculo de al-Muradí encabeza un manuscrito (conservado en la Biblioteca Medicea Laurenciana de Florencia) que tiene tratados distintos y de varios autores. El análisis del de al-Muradí ha permitido reconstruir la primera máquina que fue presentada, funcionando, en la exposición sobre El legado científico andalusí que tuvo lugar en Madrid en la primavera de 1992. La misma puede programarse de modo que la acción teatral que se realiza sobre el tablado se repita cíclicamente en un intervalo de tiempo prefijado y, en estas circunstancias, puede emplearse como reloj. La segunda máquina (intervienen dos caballeros, dos muchachas y dos infantes) puede ajustarse para que dé o haga sonar la hora a voluntad. Las restantes -más de veinte- siguen mostrando que nos encontramos ante una concepción distinta de la de los autores orientales que trataron del mismo tema como son los Banu Musa, del siglo IX, o al-Chazarí, del siglo XII. Pero lo más importante de todos estos juguetes, y algunos datos sueltos que figuran desperdigados por los textos literarios (como, por ejemplo, el de un laúd automático que estuvo en Toledo), es que nos dan una idea bastante aproximada de cómo podían ser las máquinas de la época y de cómo se podía transformar un movimiento circular en lineal y viceversa. Conocían las poleas, los polipastos, las palancas, engranajes de cualquier número de dientes o bien con dientes en sólo un sector de su circunferencia, las ruedas locas, los piñones, las cintas transportadoras, que a veces se bifurcaban; sabían producir movimientos alternativos o de vaivén, etcétera. Parte de estos artificios -no todos- tiene sus precursores en el mundo helenístico, pero, evidentemente, los mecánicos andalusíes sacaron de éstos y de los de su propia invención el máximo partido posible. Parece evidente que el mayor deseo del hombre era poder vivir sin trabajar, pero para ello habría que inventar los móviles perpetuos. Eso es lo que pretendió el autor de uno de los opúsculos que figuran en el citado manuscrito alfonsí al describirnos una serie de aparatos que elevaban teóricamente el agua en grandes cantidades sin consumo de energía. Pero, en medio de sus fantasías, aparecen otros que se basan en principios científicos correctos, aunque irrealizables en su época. Posiblemente, fue en este siglo XI cuando se introdujeron en la Península los molinos de viento y los de marea y, tal vez, se fijaran, por parte de los emires de Valencia y Játiva, Mubarak y Muzaffar, las primeras normas jurídicas por las que hasta hoy se rige el Tribunal de Aguas de Valencia.