Comentario
En contraste con la postrada industria, el comercio internacional de la Corona de Castilla alcanzó en los últimos siglos de la Edad Media cimas considerables. La base del mismo era la caudalosa exportación de lanas de que hablaba así mismo R. Carande. Pero, en definitiva, los rasgos señalados nos indican que Castilla tenía en aquel tiempo una estructura económica propia de un país colonial, pues se basaba en la exportación de materias primas y en la importación, como contrapartida, de productos manufacturados. Claro que, simultáneamente, también creció el comercio interno de Castilla.
El comercio se apoyaba en unos fundamentos materiales y en unas instituciones apropiadas. Los caminos terrestres apenas experimentaron cambios en el siglo XV. Las principales novedades de la época se localizan en el ámbito de la navegación. Las victorias logradas por Alfonso XI en el área del estrecho de Gibraltar permitieron abrir, para los cristianos, la comunicación marítima entre el Mediterráneo y el Atlántico. Así las cosas, se explica el interés creciente por mejorar los puertos de mar. Limitándonos al territorio vizcaíno nos consta la realización de obras, en tiempos de Enrique IV, en el puerto de Bilbao y en el de Lequeitio. En este último puerto, un tal Ochoa Sánchez de Mendiola se había comprometido, en 1468, a construir, en un máximo de cinco años, un muelle de cal y canto.
La creciente importancia del comercio explica la proliferación de ferias en la Corona de Castilla. Entre las que surgieron a fines de la Edad Media algunas eran creación de los grandes señores territoriales, como las de Villalón, fundadas por los Pimentel, o las de Medina de Rioseco, instituidas por los Enríquez. Pero las que alcanzaron mayor apogeo fueron las que creara a comienzos del siglo XV Fernando de Antequera en Medina del Campo. El documento más antiguo que se ha conservado de las mismas son las ordenanzas del año 1421, en las cuales, entre otros aspectos, se establecían las zonas de aposentamiento de los diversos mercaderes que acudieran. Un texto del año 1450 afirmaba que a ellas concurrían "grandes tropeles de gentes de diversos naciones asi de Castilla como de otros regnos" por lo que se animaba al monarca, Juan II, a que fuera "a ver el tracto e las grandes compañas e gentio e asi mismo las diversidades de mercancias e otras universas cosas que ende habia".
En 1473 Enrique IV ordenó que "ferias francas y mercados francos no sean ni se hagan en nuestros reynos y señorios, salvo la nuestra feria de Medina y las otras ferias que de nos tienen mercedes y privilegios confirmados y en nuestros libros asentados". Lo significativo de esta disposición es que la única feria que se menciona expresamente es la de Medina del Campo, lo que resalta su importancia. Celebradas en dos etapas a lo largo del año, una en torno a mayo y otra en torno a octubre, a las ferias de Medina acudían mercaderes hispanos, pero también de países de más allá de los Pirineos, como italianos, franceses y flamencos. En ellas se contrataban lanas y otros muchos productos, pero también funcionaban como lugar de negociación de letras de cambio.
La liberalización de los cambios, medida tomada en las Cortes de Toledo de 1436, motivó la aparición de numerosos cambistas, pero también la fundación, a lo largo y a lo ancho de la Corona de Castilla, de abundantes bancos. Recordemos, por ceñirnos a la década de los setenta del siglo XV, el que dirigía Gonzalo Martínez en Jerez, el de Alonso López en Burgos o los diversos establecidos en la ciudad de Sevilla. Simultáneamente se desarrollaban las sociedades mercantiles o compañías. Estas se constituían mediante la aportación de unos fondos, los bienes, de los que eran titulares los compañeros. Por lo demás esas sociedades, que generalmente se creaban para funcionar durante un período limitado de tiempo, solían tener un marcado carácter familiar. La persona de mayor relieve, al que se le conocía como el principal era, habitualmente, el que daba nombre a la sociedad. Mencionaremos, a título de ejemplo, la compañía de Francisco de Orense, cuyo capital era de casi doce millones de maravedíes.
En otro orden de cosas cabe consignar el fomento del corporativismo entre los mercaderes. El ejemplo paradigmático nos lo ofrece Burgos. Allí se constituyó, en 1443, la Universidad de Mercaderes, surgida para defender y promocionar los intereses de los asociados. Regida por un prior, dos cónsules y nueve diputados, la Universidad era, en el fondo, una típica cofradía gremial. Años más tarde, previsiblemente en 1489, fecha de la que data el documento más antiguo que se conoce de la misma, se creó la Universidad de Mercaderes vizcaínos, de caracteres similares a la institución burgalesa.
El comercio se desarrollaba a diferentes escalas, desde la local hasta la internacional. El comercio interno de la Corona de Castilla, aunque mal conocido, se incrementó notablemente en el transcurso del siglo XV, como lo prueba, indirectamente, el aumento del valor de las alcabalas, tributo sobre el tráfico mercantil. Ciertamente había zonas de mayor vitalidad económica que otras. El gran eje articulador del comercio castellano era el que iba desde los puertos del Cantábrico oriental, pasando por Burgos, Valladolid, Medina del Campo, Toledo y Sevilla, hasta la costa atlántica de Andalucía.
En cuanto al comercio que Castilla practicaba con los otros reinos hispánicos era muy irregular, pues en buena medida dependía de las relaciones políticas del momento. En líneas generales, el comercio desarrollado en los siglos XIV y XV por la Corona de Castilla con los reinos de Portugal, Navarra y Aragón fue débil. También comerciaba Castilla con los nazaríes de Granada. Ahora bien, todo parece indicar que el comercio interhispano que alcanzó más auge, en el siglo XV, fue el que se realizaba con el reino de Valencia, quizá debido a la complementariedad económica de ambos territorios. Castilla exportaba alimentos (trigo, ante todo, pero también aceite y vino), lanas, cueros, animales vivos, etcétera. A cambio, importaba de tierras valencianas frutos secos, muebles, agujas, armas, tijeras, objetos cerámicos e incluso tejidos de algodón y de lino.
Pero cuando se habla del comercio castellano de fines de la Edad Media se piensa, indefectiblemente, en el que se realizaba con otros países europeos, particularmente del ámbito atlántico, o en el que se proyectaba hacia el continente africano y las islas adyacentes. Se trataba de dos grandes focos de actividad económica, el del Cantábrico oriental, por una parte, y el de la zona atlántica de Andalucía, por otra.
El núcleo del Norte se basaba en el entendimiento entre los mercaderes burgaleses y los marinos y transportistas de la costa cantábrica, y en primer lugar de Bilbao, que ocupaba en el siglo XV una posición claramente hegemónica. También jugaban un papel muy importante las colonias de mercaderes surgidas en diversas ciudades europeas, como Brujas, Ruán, Harfleur o Nantes. El comercio de este núcleo se dirigía preferentemente hacia Flandes y la costa atlántica de Francia, pero también, dependiendo del estado de las relaciones políticas, hacia la costa sur de Inglaterra e incluso hacia el mundo hanseático.
El primer renglón de las exportaciones castellanas lo ocupaba la lana, seguida del hierro vizcaíno, el aceite, los vinos, los frutos secos, el alumbre, las pieles, los cueros, el azúcar de Canarias y, en ocasiones, algunos objetos manufacturados, como clavos o áncoras. Sólo en el año 1458, por mencionar un dato archiconocido, entraron en el puerto francés de Ruán, procedentes de Burgos, 26.000 balas de lana, valoradas en más de 30.000 escudos de oro. Como contrapartida, los comerciantes castellanos importaban telas y paños de calidad, productos manufacturados (por ejemplo, espejos o agujas) y determinados alimentos (como el pescado salado, que procedía del ámbito de la Hansa, o la sal, originaria de la ciudad francesa de La Rochela). También figuraban entre los productos importados objetos de alto valor, como tapices y retablos, destinados, obviamente, a las altas capas de la sociedad castellana.
El foco meridional se localizaba en el triángulo formado por Sevilla y la costa atlántica de Andalucía. Los principales animadores del comercio en esa zona fueron los hombres de negocios italianos allí asentados, en especial los genoveses, que contaban con importantes colonias en Sevilla. Cádiz y otras ciudades. Andalucía ofrecía importantes productos, tanto agrarios como mineros, pero era a la vez plataforma imprescindible para el comercio con la región africana del Sudán, en donde se buscaban ansiosamente oro y esclavos, y con las islas Canarias, proveedoras de azúcar. Los genoveses exportaban productos alimenticios, como aceite, vinos y, en años buenos, trigo y arroz, pero también atún, pescado salado, cera, cueros, pieles, cochinilla (un colorante muy estimado) y mercurio de Almadén. En contrapartida, los genoveses traían a tierras hispanas manufacturas textiles (desde paños de Florencia hasta telas de seda damasquinada o telas ligeras de lino y algodón), especias (pimienta, jengibre, canela...), herramientas, papel, resina, etcétera.
Al margen de los dos focos señalados es preciso hacer referencia a la actividad marítima de la Corona de Castilla en el Mediterráneo. El principal puerto era el de Cartagena, en donde había una importante colonia de mercaderes genoveses. Por lo demás los marinos vascos se mostraron muy activos en el Mare Nostrum, hasta el punto de convertirse en los intermediarios del comercio realizado entre la Corona de Aragón e Italia. También encontramos mercaderes castellanos en el tráfico mercantil entre la isla de Mallorca, el Norte de Africa e Italia.