Época: Austrias Mayores
Inicio: Año 1516
Fin: Año 1598

Antecedente:
La Monarquía hispánica: reinos y estamentos

(C) Fernando Bouza



Comentario

La figura del señor de vasallos, ya fuera eclesiástico o civil, resulta imprescindible para entender tanto la vida económica como política de la Edad Moderna en España, quedando una parte sustancialísima de su territorio bajo la jurisdicción de señorío -en algunas zonas, sólo un cuarto de tierras era de realengo-, distribuyéndose el resto entre el señorío eclesiástico (abadengo), el civil (solariego o pleno, y jurisdiccional) y esa situación ambigua en la que, en el fondo, se movían los señoríos de las tierras de Ordenes Militares. Muchos de ellos hundían sus raíces en el período medieval, y se basaban en antiguas donaciones regias. Sin embargo, durante el siglo XVI se recurrió frecuentemente a la venta de tierras con jurisdicción; así, Carlos I vendió numerosas tierras de Ordenes Militares y Felipe II procedió a lo que se llamó venta de vasallos de jurisdicción eclesiástica. Hay que advertir que los compradores de estas jurisdicciones no tenían por qué ser eclesiásticos o nobles, puesto que no era imprescindible pertenecer a uno de los estados privilegiados para convertirse en su titular.
Lo que une a estas tierras con su señor es, ante todo, un vínculo jurisdiccional que se plasma en el pago de rentas y derechos de vasallaje -en especie o en dinero-, la designación de oficiales para su gobierno y la instancia judicial que puede llegar a ser civil y criminal (mero y mixto imperio). Con frecuencia, con la jurisdicción se concedía también el derecho a recaudar imposiciones reales, como, por ejemplo, alcabala, tercias o aduanas. Esta jurisdicción no implicaba necesariamente que el titular fuera el verdadero y efectivo propietario de la tierra, sino que detentaba un dominio eminente sobre ella. En el caso de que sí lo fuese (señorío solariego o pleno), a las rentas y derechos de que disfrutaba como señor jurisdiccional se añadían las rentas que se obtenían por aprovechamiento directo de las tierras o por arrendamientos.

Tradicionalmente, se ha insistido en que el peso del señorío eclesiástico habría sido menor que el del señorío civil, pues los colonos de abadengo se habrían beneficiado de una cierta relajación en la exigencia de rentas y derechos, así como de arrendamientos perpetuos o de muy largo plazo (enfitéuticos, foros). Sin duda, parece que el sometimiento en que vivían algunos vasallos de tierras de señorío civil en Valencia y Aragón podrían ratificar esa impresión, aunque, en la Corona de Castilla, por ejemplo, hay testimonios de un régimen señorial no tan severo y cuyas condiciones no eran necesariamente peores que las que se podían sufrir en las zonas de realengo, de las que emigraron en algunos casos para dirigirse hacia los señores.

Esa especie de satanización del señorío civil tiene que ver, evidentemente, con los malos usos que, sin duda, en algunos territorios practicaban los señores sobre vidas, haciendas y movimientos de sus vasallos. Pero también le debe una buena parte de su razón de ser a la abierta animadversión con la que la historiografía liberal contempló la existencia del señorío jurisdiccional, entendiéndolo como una odiosa muestra de la debilidad del poder ejecutivo ante una aristocracia rampante a la que había entregado nada menos que una parte de la administración de justicia.

Sin embargo, la imagen de vasallos oprimidos a los que sólo les queda el último recurso de la revuelta antiseñorial -que, sin duda, las hubo e importantes- ha ido cambiando hasta convertirse en la de unos sujetos mucho más activos que, por ejemplo, son capaces de arrastrar hasta los tribunales con pleitos casi eternos a los ricos monasterios gallegos o que, desde los concejos castellanos, pueden decidir su propia vida comunitaria con cierta autonomía respecto a los intereses señoriales, que, incluso, se ven mediatizados por la voluntad de sus vasallos.

La crisis que atraviesa la nobleza durante el siglo XVI -incremento continuo de sus gastos en un período de alza de precios- llevó a los señores en algunos casos a intentar imponer un régimen más severo a sus vasallos con el objetivo de hacer crecer sus rentas. Como ha mostrado Bartolomé Yun para Tierra de Campos, ésta demostró ser una vía muy difícil y condenada con frecuencia al fracaso ante la resistencia de las villas y lugares de su jurisdicción a modificar los términos de la relación que los ligaba al señor. Podría decirse que de la misma manera que la práctica de la Monarquía pasaba por la colaboración con el reino, los señores debían entrar en colaboración con sus propios vasallos.

El paralelismo entre la forma en la que un señor rige sus señoríos y el rey sus reinos ha despertado un enorme interés entre los historiadores en los últimos años, en especial dentro de los estudios dedicados a los estados de los grandes señores nobiliarios. La complejidad del gobierno y administración de una de estas casas puede quizá vislumbrarse a la vista del Catálogo de todos los criados mayores y menores que habían tenido, desde el XIV, los Duques de Medina Sidonia, cuya casa, a juicio de Antonio Domínguez Ortiz, era la más rica que había en España en 1600, con ingresos anuales de 160.000 ducados.

El Catálogo fue elaborado por Juan Pedro Velázquez en 1758 sobre la base de los libros de acostamiento -donde se recogían los sueldos o estipendios pagados- y los testamentos que se conservaban en el archivo ducal. Las entradas recogidas por Velázquez nos presentan una casa con una administración muy compleja y dan muestra tanto de la extensión de la jurisdicción señorial como de su riqueza. Si elegimos del inmenso conjunto tan sólo las entradas referentes al siglo XVI, nos encontramos con más de setenta y cinco tipos distintos de criados entre los llamados mayores y los menores, los cuales aparecen distribuidos por Sanlúcar de Barrameda, Medina Sidonia, Niebla, Vejer, Conil, Jimena, Chiclana, Huelva, Almonte, Doñana, Melilla, Trebujena, Madrid, Sevilla, Granada e, incluso, Roma.

Desde los presidentes de un Consejo Ducal, que parece haber sido una cámara áulica como las que existían en otros estados, a los administradores sirvientes del campo, que se ocupaban de las explotaciones agrarias, pasamos por corregidores de lugares, agentes, tesoreros, letrados, secretarios, escuderos, alcaides de fortalezas, caballeros y gentileshombres, capellanes, confesores, contadores mayores, escribanos de ración, mayordomos de atarazanas, músicos y cantores, ayos, proveedores de almadrabas, veedores de la casa o visitadores de rentas.

El incremento continuo de gastos que había que afrontar para el mantenimiento de este volumen de criados y servidores, tanto en las tierras solariegas como en la corte o junto a las chancillerías, pesó también sobre la situación económica de la nobleza, sumándose como un elemento más a la crisis que ésta atravesaba. Sin embargo, gracias a ese cuerpo de casa, los Medina Sidonia, por ejemplo, podían enfrentarse al reto de administrar mejor sus posesiones y derechos en una amplia zona territorial.

Uno de los tópicos más extendidos sobre los estamentos privilegiados de la España de los Austrias es que habrían carecido casi por completo de toda mentalidad productiva, limitándose a vivir ociosamente de sus numerosas posesiones que, en la práctica, abandonaban a sus administradores. Quiere ese tópico que intentaran incrementar sus rentas, a lo sumo, por medio de una mayor presión señorial, que apenas recurriesen a la vieja estrategia de enlaces matrimoniales para reforzar su situación y que, en suma, insistieran en su condición rentista por medio del recurso a juros, censos, etc.

Sin embargo, hay también numerosas pruebas de una actitud que, al menos, es consciente de la existencia de un mercado. Así lo muestra, por ejemplo, la práctica de arrendamiento de diezmos seguida por parte de los cabildos episcopales. Asimismo, en el caso de algunos nobles se conoce su interés por nuevas empresas comerciales y manufactureras o por la implantación de una agricultura de corte intensivo.

Por ejemplo, el Conde de Portalegre no duda en convertirse en importador a gran escala de pastel azoriano para teñir paños en los telares segovianos; el Príncipe de Eboli se interesa por las labores de la seda y el alumbre en algunas villas de su señorío; los Mendoza traen moriscos granadinos para trabajar en sus vegas de la cuenca del Manzanares; o Luis de Requeséns proyecta desecar y poblar algunas tierras en las riberas del Llobregat y, dudando entre traer para ello moriscos granadinos o montañeses de los Pirineos, se inclina por los de Granada teniendo en cuenta que podría imponerles un régimen más severo.

No obstante, sería un error pensar que aquellos nobles que diseñan estas nuevas iniciativas son verdaderos empresarios, porque sus planes los trazan siempre desde una posición de privilegio y al amparo de mercedes reales. Así, Portalegre busca exenciones de aduanas para su importación de pastel, y los moriscos que trabajan para los Mendoza o los que proyecta traer Requeséns serían de los concedidos por Felipe II de entre los expulsados de Granada tras la Guerra de las Alpujarras.

He aquí, de nuevo, a la Corona forjando lazos firmes con esa nobleza de nuevo cuño que busca salir de su crisis poniéndose cada vez más en manos de su gracia y mercedes. La condición de maestres a perpetuidad de las Ordenes Militares de Santiago, Calatrava y Alcántara (Corona de Castilla, ante todo al sur del Tajo) que, por concesión papal, recaerá en Carlos I y Felipe II -éste sumará también el maestrazgo de la aragonesa Orden de Montesa en 1587- vendrá a reforzar todavía más esa dependencia.

De esta manera, será el rey quien, asesorado por su Consejo de Ordenes y en atención a los servicios prestados por los pretendientes, conceda los hábitos de caballero y las encomiendas en que se hallaban divididas las tierras de señorío de órdenes (13 Montesa; 88 Santiago; 38 Alcántara; y 51 Calatrava).

Convertirse en caballero de hábito era la máxima aspiración de los hidalgos, pero, además, alcanzar el rango de comendador llevaba aparejado el disfrute de unas rentas señoriales que eran especialmente ricas en las órdenes castellanas. Pero, ante todo, las órdenes eran la consumación del arquetipo nobiliario, pues, en ellas, el viejo ideal defensivo de los hombres de frontera de la Reconquista se unía con la milicia cristiana de los soldados de la fe que llevaban la cruz en sus hábitos. La situación jurisdiccional de los caballeros se movía en la ambigüedad de mantener el estatuto religioso de los frailes (votos de pobreza y castidad) y la plena condición de señores civiles.

Si recordamos los términos del debate sobre la verdadera hidalguía que se vivió durante todo el siglo XVI, comprenderemos por qué los hábitos constituyeron el último reducto de los que insistían en las virtudes de la nobleza linajuda que cumplía una función defensiva y que se transmitía por herencia. Por ello, las pruebas que había que presentar para conseguir uno de estos ambicionados hábitos insistían tanto en la limpieza de sangre de moro y judío que tenían que demostrar los pretendientes.

La comprobación de la existencia de una mancha de limpieza suponía, de hecho, que no se concediese el hábito, aunque el pretendiente hubiese prestado los mayores servicios a la Corona. Juan Ignacio Gutiérrez Nieto ha dado a conocer cómo la pretensión del célebre militar Sancho Dávila de convertirse en caballero de Santiago fue desaprobada por el Consejo de Ordenes porque en la abuela paterna había alguna duda en su limpieza y en la materna no hay duda, sino que era confesa. Ha sido el mismo Gutiérrez Nieto quien mejor ha explicado cómo el ideal de limpieza de sangre acaba por encastizar la sociedad española del XVI hasta convertirse en uno de sus rasgos más distintivos.