Comentario
La historiografía viene etiquetando al reinado de Felipe III de pacifista, aunque lo cierto es que la actividad bélica nunca estuvo ausente por completo. Felipe II, poco antes de fallecer, había firmado con Francia, en 1598, el Tratado de Vervins, para que su heredero no tuviera que enfrentarse a un poderoso adversario, toda vez que desconfiaba de sus dotes para gobernar tan vasto imperio. Por igual motivo, decidió nombrar a su hija Isabel Clara Eugenia y al archiduque Alberto, su esposo, príncipes soberanos de las provincias meridionales de los Países Bajos que aún permanecían fieles a la Corona, aunque, en la práctica, esta cesión contuviese una serie de limitaciones que impedían a los archiduques gobernar de forma independiente el territorio recibido. Buena prueba de ello es que Felipe III, al poco tiempo de acceder al trono, continúa la política belicista de su padre dirigiendo sus acciones contra las Provincias Unidas e Inglaterra.
El cese de las hostilidades con Francia favorecía estas empresas militares, pero el éxito no acompañó al joven monarca: la expedición a Irlanda en 1601 fracasó de forma dramática, lo mismo que la reactivación de la guerra en Flandes, pues en 1600 el ejército español cayó derrotado en la batalla de Nieuwpoort. Además, Enrique IV de Francia, que venía prestando ayuda financiera a los holandeses, inicia una hábil maniobra en Italia, enfrentándose al duque de Saboya, aliado de España, por la posesión del marquesado de Saluzzo. Esta campaña benefició a la República de Holanda, que se vio libre temporalmente de la presión de los tercios españoles desplazados en apoyo de Saboya, pero también a Francia, ya que a cambio de Saluzzo, que pasa a incorporarse a las posesiones del duque de Saboya, obtiene el territorio de Bresse, poniendo en peligro, por su posición estratégica, la red de comunicaciones que enlazaba los reinos que España tenía en Italia con Alemania y, por tanto, con los Países Bajos.
La designación de Ambrosio Spinola al frente del ejército de Flandes contribuyó a mejorar la posición española en su lucha contra las Provincias Unidas, recobrando la iniciativa y el terreno perdido, a lo que coadyuvó el envío de elevadas cantidades de plata americana. Por otra parte, las negociaciones iniciadas por el archiduque Alberto y Jacobo I Estuardo progresaron rápidamente, y en 1604 España firmó con Inglaterra el Tratado de Londres, concluyendo así sus divergencias. Este triunfo diplomático permitió a Felipe III destinar mayores recursos a la guerra contra la República de Holanda al efecto de someterla y de poner fin a su expansión en Asia a costa del imperio portugués. La conquista de Ostende en 1604 por Ambrosio Spinola fue la consecuencia directa de esta nueva acometida militar.
Los holandeses, desprovistos de aliados -sólo contaban con el apoyo del príncipe elector del Palatinado y con subvenciones francesas-, comenzaron a estudiar la posibilidad de llegar a un acuerdo con España, pero las ventajas que Madrid pudo haber obtenido de tan brillante campaña se perdieron ante la dificultad de proporcionar el dinero que el ejército de Flandes necesitaba, lo que provocó en el invierno de 1606 un motín de las tropas. En tales circunstancias lo más sensato por ambas partes era concertar el alto el fuego y así se acordó en la primavera de 1607.
El colapso en este mismo año del sistema financiero español, con la suspensión de pagos a los banqueros genoveses, y el recelo que suscitaba en la Corte el despertar del poder francés, en particular tras el conflicto con Saboya, convenció a los consejeros de Felipe III de que debían replantearse las líneas maestras de la política exterior, prestando mayor atención a los asuntos de Italia, por lo que se imponía la firma de un tratado de paz -o, cuando menos, de una tregua a largo plazo- con los holandeses, idea acogida en Bruselas con satisfacción por los archiduques. De este modo, en 1609, a pesar de la resistencia que encontró el duque de Lerma en el Consejo de Estado, donde empezó a germinar un partido contrario a la paz, se formaliza la Tregua de Amberes, un acuerdo de cese de las hostilidades durante doce años, por el que España, además de reconocer de facto a las Provincias Unidas como estados libres -algo inconcebible una década antes-, dejaba a los holandeses la suficiente capacidad de maniobra para continuar su actividad mercantil en las Indias Orientales y Occidentales.