Comentario
La industria editorial en España, según Jaime Moll, fue pequeña, muy dispersa geográficamente y con un mercado reducido. Pocos autores pudieron pagarse los gastos de edición de un libro. En algunos casos un protector del escritor podía financiar la edición. Lo más frecuente fue la figura del librero-editor. La obra de Nebrija se vincula al editor Guillem Brocar y las ediciones erasmistas a Eguía. Todo libro necesita un permiso de impresión, una licencia. Un autor puede pedir al rey la concesión de una exclusiva de edición para cierto número de años, ordinariamente diez: es el privilegio. Sólo el poseedor del privilegio -antecedente del actual derecho de propiedad intelectual- o aquel a quien éste fuere cedido podía con exclusiva editar la obra, en el territorio para el que había sido concedido.
En otros territorios se podía editar libremente. Comprando el privilegio -a veces se hacían otros tratos-, el librero-editor pagaba la edición. Podía ser un éxito y agotarse el libro en pocas semanas, con sucesivas reediciones, o un fracaso.
La importancia del olvidado editor es grande. Hay muchas obras por las que el autor logró privilegio real y en cambio nunca fueron editadas. El autor no encontró editor. Habría que intentar estudiar las causas. En muchos casos se conservan los originales. A veces son géneros ya sin éxito y los editores, que conocen el mercado, no quieren obras que no respondan a las apetencias de los lectores, los compradores de libros.
En el Antiguo Régimen tipográfico, la actividad editorial está marcada por dos lógicas complementarias. En primer lugar, la actividad editorial es, ante todo, una actividad comercial, regida por el sometimiento a las leyes del mercado. Evidentemente, se trata de una línea editorial enfocada, en este sentido, con el mayor pragmatismo posible, hacia la obtención de ventas seguras. Esto es lo que define sobre todo esa dimensión reducida de las tiradas por dos motivos bien señalados por Roger Chartier: necesidad de no inmovilizar durante excesivo tiempo los tipos de fundición; y temor a no agotar rápidamente los ejemplares publicados y recuperar con suficientes beneficios la inversión realizada. Resulta lógico que se buscasen temas seguros.
¿Por qué la crisis editorial a finales del XVI? Jaime Moll, probablemente el mejor conocedor español de la edición hispana de los siglos modernos y obligada referencia en el análisis de este tema, señala tres causas de esta debilidad:
1. De tipo económico: la endémica escasez y la falta de auténticos empresarios capaces de emprender proyectos de edición de envergadura como los libros de Nuevo Rezado, las obras en varios volúmenes o los libros en latín y griego que exigían la costosa colaboración de correctores y componedores con cierta preparación intelectual. Los mercados nacionales no podían absorber estas ediciones salidas de las prensas autóctonas y tampoco era posible colocarlas en mercados exteriores, ya que la edición española no creó redes internacionales de distribución de su producción. Al contrario, nuestro país fue colonizado económicamente por representantes de las grandes firmas de Lyon o Amberes. Los costes de producción elevados, la mala calidad del papel nacional y el elevado precio del importado son también considerados determinantes.
2. De tipo político: Moll resalta también que la estructura política de la monarquía española, con las barreras que imponían las diferentes legislaciones de los reinos peninsulares y la exigencia de obtener privilegios para los libros en cada uno de los reinos donde se quisieran vender eran un obstáculo para la constitución de un mercado nacional.
3. De tipo intelectual: falta de público suficiente para determinadas obras, especialmente las escritas en lenguas clásicas. En general, los impresores del siglo XVI españoles tenderán a especializarse cada vez más en productos locales. Sólo algunos, ligados a centros de enseñanza superior (como Brocar o Eguía en el caso de Alcalá) mantendrán una producción aceptable de lo que podríamos llamar libro internacional. Pero en la mayor parte de los casos los productos de la imprenta nacional que los libreros comercializan son, sobre todo, libros en lengua romance. El famoso doctor López de Villalobos, al publicar sus obras en Zamora en 1543, se quejaba de las dificultades que hallaba para publicar en latín, pues los editores preferían publicar en lengua romance.
Clive Griffin señala que la incapacidad general de las imprentas españolas para producir libros en grandes tiradas o para embarcarse en proyectos ambiciosos pueden explicarse por la carencia de materiales (y, especialmente, de papel), la escasez de obreros cualificados, la legislación restrictiva y la falta de capitales. En general, resultaba más fácil y rentable importar libros desde fuera, de Venecia, Lyon (en ocasiones incluso editarlos, como ha demostrado M. Peña para el caso de Barcelona en referencia a las imprentas de Lyon) o Basilea.
Las tesis de Moll fueron cuestionadas ya en 1982 por François López, en el mismo debate abierto a raíz de su comunicación al Coloquio de la Casa de Velázquez, mostrando su desacuerdo en dos puntos:
1. El hispanista francés rechaza primero el calificativo de insuficiente para el mercado interior español, ya que resulta difícilmente compatible con la España del siglo XVI, que fue -en comparación con otras áreas geográficas europeas occidentales- una de las sociedades más cultas. Pero había un segundo elemento además: la masiva importación de textos en latín e incluso en castellano -tanto de autores españoles como traducciones de extranjeros- desmienten esa pretendida estrechez del mercado consumidor.
2. En segundo lugar, para López resulta fundamental, como ha puesto de relieve en todos sus trabajos publicados hasta la fecha, la importancia del factor político: la monarquía sostuvo una política hacia la manufactura librera de consecuencias nefastas, ausente de directrices mercantilistas que la fomentaran y defendieran de la competencia.
Bennassar también ha señalado la contradicción que supone decir que no hay público, mientras todas la ediciones de Lyon vendidas estaban en latín.
La segunda lógica que inspira la edición es la del patrocinio: la búsqueda de la benevolencia de las autoridades eclesiásticas y civiles, por cuanto que de éstas dependen no sólo la consecución de licencias de impresión sino también la posibilidad de obtener importantes pedidos.
No se puede desligar la producción de la imprenta de la actividad de la Iglesia. Es posiblemente el mejor cliente de estas imprentas: los encargos de libros litúrgicos por parte de las distintas diócesis del reino de Castilla y de la Corona de Aragón. Es ahí donde con seguridad hay que buscar los productos más acabados de la tipografía castellana de los siglos XV y XVI.
Las razones de su desaparición nos llevan a referirnos a una de las que se pueden considerar como causas fundamentales de la decadencia de la imprenta del siglo XVI: su homogeneización durante el reinado de Felipe II, después de que las reformas de Trento arrebataran a la imprenta buena parte de la producción de estas costosas y laboriosas ediciones, la mayoría de las cuales serán después importadas. El Concilio de Trento, al abordar en su última sesión del 5 de diciembre de 1563 el problema de la unificación de ritos y al nombrar una comisión para la revisión de los libros principales, breviarios y misales, va a provocar casi de inmediato una conmoción del panorama editorial europeo, en especial los Países Bajos, Italia y España. El Nuevo Rezado traerá consecuencias negativas, pues la mayoría serán producidos en prensas italianas y flamencas, aunque Plantino no llegó a tener el privilegio exclusivo que a veces se le ha pretendido dar, tal y como han demostrado los estudios de Moll. Se cercenaba, así, el principal medio de capitalización y desarrollo de muchos y grandes talleres. Las decisiones tridentinas sobre las condiciones de acceso de los laicos a la práctica religiosa y los instrumentos bibliográficos requeridos, también recortarían otro espacio de producción de la imprenta: los libros de horas en lengua romance. Como consecuencia de las primeras decisiones tridentinas, los Indices inquisitoriales prohibirán las escrituras en lengua vulgar y muchos libros de piedad y liturgia para laicos.
Con independencia de esa literatura gris a la que ya hemos hecho referencia, resulta evidente que las relaciones entre la imprenta y el poder político tendieron a estrecharse para bien y para mal a lo largo del siglo XVI. Podría afirmarse que el poder mantuvo una postura ambivalente ante la imprenta, por la que sintió tanto admiración como temor y desconfianza.
Por una parte posibilitaba la consolidación y extensión de la propia autoridad. No sólo porque permitía multiplicar la acción administrativa, sino porque permitía incrementar la propia recogida de información. Sin duda, una operación de la envergadura de las Relaciones Topográficas (encuestas de 1575 y 1578), que supuso la recogida de noticias de cientos de localidades del arzobispado toledano, sólo pudo encararse con la ayuda de la imprenta. Se inaugura con ello una nueva relación entre el monarca y el territorio (mejor información igual a mejor gobernación). Por otra parte, se convertía en un fabuloso instrumento de propaganda y legitimación de las acciones a emprender, de la que los monarcas españoles del Siglo de Oro dieron buena cuenta. Sobre todo sería Felipe II quien la utilizase (como también lo harían sus adversarios) como una fabulosa máquina de propaganda política de difusión masiva. Bouza ha demostrado el empleo que hizo en circunstancias como la sucesión de Portugal en 1580, con toda una serie de imprentas establecidas en la frontera inundando el país vecino con pasquines favorables a la legitimidad de su sucesión. Asimismo, en los Países Bajos, donde la política de apoyo a sus impresores (entre ellos el famoso Plantino) encuentra una lógica relacionable con el conflicto político-confesional abierto en aquellos territorios. Efectivamente, la reedición de la Biblia Poliglota Complutense, proyecto acariciado por Cristóbal Plantino, el mejor impresor de Amberes, que comunicó a su amigo Gabriel de Zayas, secretario del rey, obtuvo favorable acogida de Felipe II, quien se mostró dispuesto a subvencionar la edición y envió a Amberes al teólogo y escriturista Benito Arias Montano para dirigir su realización. Instalado en Amberes en mayo de 1568, Arias Montano coordinó el equipo de escrituristas que había reunido Plantino y marcó las directrices a seguir. La mera revisión de la edición complutense se transformó en una nueva obra, al nivel de las exigencias científicas de la época, al margen de las estrechas relaciones de amistad que se producirían entre Plantino y Arias Montano, entre editor y autor.
La admiración por la imprenta podía convertirse en temor, cuando la invención se ponía al servicio de los enemigos confesionales. El poder del impreso tendría, así, la contrapartida del necesario control. Esto ocurría especialmente en momentos en los que se acentuaba la inestabilidad religiosa. Por eso, es lógico que junto a esta imagen que acabamos de mostrar de Felipe II, también encontremos la cara opuesta, la del biblioclasta, la de la obsesión por el control sobre el oficio de la impresión por el temor a la difusión de la herejía o el panfleto subversivo. El propio Felipe II dicta para los Países Bajos en 1570 las famosas Ordenanzas sobre el hecho y gobierno de los imprimidores, libreros y maestros de escuela, sistema terrible levantado para regular e intervenir la producción y circulación de libros e ideas.
La transmisión de la cultura (impresa o manuscrita) plantea múltiples problemas que ha estudiado muy bien Alberto Blecua. Hay ediciones que prepararon los propios autores. Los poetas, en general, fueron reacios a la publicación de sus obras. De entre los más notables de la segunda mitad del siglo XVI sólo publican en vida pocos autores como Hurtado de Mendoza, Herrera o Espinel. En ediciones póstumas aparecen las obras de poetas como fray Luis de León (1631) o San Juan de la Cruz (1618 y 1627).
Las obras de Garcilaso fueron publicadas por Boscán pocos años después de su muerte. En los casos de Francisco Aldana y Carrillo y Sotomayor, fueron sus hermanos los editores. Fray Luis de León y Francisco de la Torre fueron editados por Quevedo. La obra de Góngora fue también editada póstumamente. La obra en verso de Quevedo fue publicada por González de Salas, amigo suyo. Parte de la poesía de Herrera fue editada por Pacheco. El teatro del siglo XVI no conoció, salvo notables excepciones -Encina, Fernández, Torres Naharro- la difusión impresa en vida de sus autores. Las obras de Gil Vicente fueron editadas por su hijo Luis. Muertos Lope de Rueda y Alonso de la Vega, algunas de sus obras las editó Timoneda.
En el siglo XVII se produjo lo que Blecua ha calificado de revolución en materia de difusión teatral. Al igual que en el siglo anterior, se siguen imprimiendo comedias sueltas, pero se tiende a las colecciones con doce comedias en general. En estas colecciones puede intervenir el autor o son los propios libreros quienes las compran a las compañías teatrales o las toman de manuscritos no siempre fidedignos. El autor compone una comedia que vende al director de la compañía, que a su vez distribuye copias entre los actores. Tras ser explotada económicamente por la compañía, el autor suele publicarla en las colecciones arriba mencionadas.
La novela, como la poesía épica, se difundió sobre todo de forma impresa. Habitualmente, en el siglo XVI fueron los propios autores quienes entregaron el original a la imprenta. Esto sucede con la mayoría de los libros de caballería, de novelas pastoriles o de la llamada novela de aventuras o bizantina. Desde la publicación de la colección cervantina, lo normal es que los autores impriman sus novelas en un tomo constituido por varias obras. Generalmente son los propios autores quienes las entregan a la imprenta y no suelen conservarse manuscritos de estas colecciones.
Ciertas obras satíricas, en contraste, circularon manuscritas o fueron publicadas sin permiso del autor. Problemas muy complejos son los que presentan aquellos libros de espiritualidad que se transmitieron en forma manuscrita y que sólo en ediciones póstumas vieron la luz pública, como sucede con las obras de San Juan de la Cruz o de Santa Teresa. Las del primero -a excepción de Cántico espiritual, que no fue editado hasta 1628- fueron publicadas de los originales por fray José de Jesús María, general de los carmelitas descalzos, por "aver visto andar en manuscritos esta doctrina, poco correcta y aun viciada con el tiempo, y con aver passado por muchas manos". Las de Santa Teresa fueron supervisadas por fray Luis de León (Salamanca, 1587), que actuó como filólogo. Otro ejemplo: el Audi filia de Juan de Avila fue impreso por Juan Brocar en Alcalá en 1556 a costa del librero Luis Gutiérrez. En el prólogo de la impresión póstuma (1574) que prepararon sus discípulos, Juan de Avila insiste en que Brocar la había publicado sin su consentimiento. Sin embargo, el librero Luis Gutiérrez se había servido de un manuscrito que o bien era el que Juan de Avila disponía para imprimir, o bien una copia bastante fiel del mismo, pues la carta dedicatoria a don Luis Porto Carrero, conde de Palma, es la propia de un libro impreso y no de una dedicatoria para transmisión manuscrita. El libro fue prohibido tres años más tarde por el indice de Valdés y fue refundido dos veces por el maestro Avila. Cinco años después de su muerte, sus discípulos publican el texto definitivo con el prólogo citado en que Avila niega haber autorizado la edición de 1556 ni tener noticias de ella.
La persistencia del manuscrito fue bien patente. El manuscrito siguió desempeñando utilísimas funciones como difusor de todo tipo de escritos. Así, hay géneros como el de la lírica que han llegado hasta nosotros gracias a las copias manuscritas. También numerosísimas obras de teatro han podido sobrevivir a través de este medio de difusión, al igual que bastantes obras comprometidas por su carácter satírico, político o religioso.
El problema más grave que se plantea en la difusión manuscrita de cancioneros colectivos es el de la autoría. La Epístola moral a Fabio, por ejemplo, figura a nombre de muy distintos poetas. A fray Luis de León se le han atribuido poesías que nunca compuso. La lírica del Siglo de Oro poseía un marcado carácter público hoy inexistente. El romancero es el caso extremo de esa vertiente pública y social. La vida sentimental de Lope, por ejemplo, circuló cantada en romances por España hasta fechas recientes. Numerosos poemas se transmitieron a través del canto. Los poetas antiguos componían sus textos para que fueran leídos o escuchados de inmediato. Otras veces los poetas leían sus versos en público o enviaban copias a sus amigos o a los poetas consagrados para que diesen su aprobación. Las Soledades de Góngora fueron leídas por diversos críticos en quienes Góngora confiaba antes de difundirlas en copias manuscritas. La obra pronto, pues, se separaba del autor para convertirse en patrimonio colectivo.
La escasez de los manuscritos conservados de obras de teatro se explica porque los autores vendían sus obras a los directores teatrales, quienes procuraban evitar la difusión de copias para que no fueran utilizadas por otras compañías.
En la novela la pervivencia del manuscrito fue menor. Sólo se observa en la primera mitad del siglo XVI entre los grupos cortesanos como en el caso del Marco Aurelio de Guevara. El Lazarillo, del que se ha supuesto una transmisión manuscrita anterior a las ediciones, pero no se ha comprobado, debe incluirse en el grupo de las obras ideológicamente conflictivas, como cierto tipo de sátiras -erasmistas o no- o de tratados religiosos de amplia difusión durante la Reforma. La Crónica de don Francesillo de Zuñiga no se imprimió hasta el siglo XIX, y sin embargo fue un texto tan difundido como los impresos. Y lo mismo sucede con la mayoría de las obras de Quevedo que, por diversos motivos, chocaron con la censura. La difusión de los Sueños antes de su publicación fue muy amplia e igualmente lo debió de ser la del Buscón, y las obras más breves, del tipo de las Cartas del caballero de la tenaza. También los panfletos políticos abundan en copias manuscritas.
Caso distinto es el de las obras de tipo religioso, que no vieron la luz pública por falta de interés de sus autores -como sucede con las ya mencionadas de Juan Valdés, Juan de Avila o Santa Teresa-, o por rozar temas sumamente frecuentes. Sirvan de ejemplo los comentarios de fray Luis de León al Cantar de los Cantares y las obras de San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús o Sor María Jesús de Agreda. Por lo que respecta a la historia, su difusión fue habitualmente impresa: quizá las excepciones sean la Guerra de Granada de Hurtado de Mendoza, de la que se conservan medio centenar de manuscritos, las Relaciones de Antonio Pérez o algunas obras del P. Mariana.