Época: América colonial
Inicio: Año 1600
Fin: Año 1800

Antecedente:
La Iglesia en América

(C) 1995-1997 Maria Luisa Laviana Cuetos



Comentario

El funcionamiento institucional de la Iglesia se hace a través de los obispados, que se van configurando en paralelo con la estructura administrativa y provincial. Ya en 1504 se crea la primera diócesis, la de Santo Domingo, y en 1513 la primera del continente, Santa María de la Antigua del Darién (luego trasladada a Panamá). A partir de ahí, un proceso similar en su rapidez al del avance de la conquista hace que en 1550 ya existan 22 obispados en las Indias -casi la mitad de los que llegará a haber en toda la época colonial-, estableciéndose todavía nueve más en la segunda mitad del siglo XVI.
Al mismo tiempo, y con objeto de emancipar a la Iglesia americana de la tutela del arzobispado de Sevilla (del que dependían orgánicamente las primeras diócesis de Indias), se fundan en 1546 las archidiócesis de Santo Domingo, México y Lima, a las que se añadió la de Santa Fe de Bogotá en 1564 y Charcas en 1605. A fines del periodo colonial existían en la América española 45 obispados.

Los obispos y arzobispos (la mayoría de los cuales fueron peninsulares) eran, de hecho, funcionarios que a sus atribuciones espirituales unían un considerable poder político y una importante actuación en materia ideológica. Constituían una poderosa elite, equiparable a las máximas jerarquías de la administración civil, a las que a veces sustituían en sus funciones de gobierno, y contribuyeron a la consolidación de una Iglesia profundamente conservadora. Dentro de la estructura político-religiosa indiana la Inquisición fue un importante instrumento de control ideológico, que inicialmente comprendió también a los indios, hasta que en 1571 fueron declarados fuera de su jurisdicción. Establecida en 1519, en los primeros años los poderes inquisitoriales correspondieron a los obispos o a provinciales de las órdenes religiosas, pero una real cédula de 1569 ordenó su implantación formal con una estructura propia a base de dos grandes tribunales creados en Lima (1570) y México (1571), a los que luego se añadirá el de Cartagena de Indias (1610), completándose la organización con una serie de comisarios delegados en las otras provincias, así como con los llamados familiares del Santo Oficio activos en todas las ciudades con población española. En México, entre 1571 y 1600 la Inquisición condenó a 600 personas, de ellas 13 a muerte. Casi todos los casos juzgados por la Inquisición se refieren a extranjeros, especialmente protestantes y portugueses acusados de judaizantes (25 de los 80 juzgados en el auto de fe de México en 1590 eran judaizantes). También vigiló casos de brujería y prácticas supersticiosas de los negros libres y esclavos.

Las unidades básicas de la organización eclesiástica a nivel local eran la parroquia y la doctrina, ambas dependientes del obispo. La parroquia correspondía a lugares habitados por españoles y a su frente había un cura párroco (secular o regular), mientras la doctrina estaba en aldeas y pueblos de indios, pero dentro del área colonizada por los españoles, atendida por un cura doctrinero, casi siempre religioso, que dependía jerárquicamente del provincial de su orden. La situación cambiará al aplicarse en 1574 la disposición del Concilio de Trento de que ningún clérigo podía ejercer el sacerdocio si no dependía directamente de un obispo, lo que supuso transferir las doctrinas de indios al clero secular, transformándolas en parroquias como las de los españoles. Sin embargo, esto no significaba el reconocimiento práctico de la población indígena como plenamente cristiana, pues siguió estando fuera de la jurisdicción de la Inquisición debido a su condición de neófitos y nuevamente bautizados, como dice algún documento episcopal de fines del XVIII.

Y si estaban exentos de la Inquisición, en la práctica los indios quedaron también excluidos del sacerdocio, aunque no hubo una declaración formal y expresa en ese sentido. Sí la hubo, en cambio, durante algún tiempo para los mestizos debido a su ilegitimidad, y aunque en 1576 el papa Gregorio XIII los exoneró de este impedimento, en la práctica continuó la exclusión. A fines del XVIII sí hubo algunos sacerdotes indios y mestizos, que constituían una especie de clero de segunda clase (Barnadas) relegado a remotas parroquias rurales. La mayor parte del clero secular, formado en los seminarios establecidos en las principales ciudades, fue predominantemente criollo, tanto de miembros de las elites (excluidos por el mayorazgo de la herencia familiar) como de los sectores medios.

Las órdenes religiosas desempeñaron un papel fundamental en la Iglesia indiana, tanto desde el punto de vista evangelizador como asistencial y educativo. La acción misional fue llevada a cabo por un clero internacional perteneciente a las órdenes religiosas, al flexibilizar la corona en este caso los requisitos establecidos para pasar a Indias y permitir la entrada de religiosos procedentes de cualquiera de los dominios en algún momento asociados a la Corona de Castilla (flamencos, italianos, austríacos). Fueron sobre todo miembros de órdenes mendicantes, como franciscanos y mercedarios (los primeros en llegar, ya en 1493), dominicos (1510) y agustinos (1532), a los que se sumaron los jesuitas a partir de 1568. Para el año 1600 habían pasado a la América española 5.428 religiosos, en su mayoría pertenecientes a las cinco órdenes citadas, que son los que protagonizaron la evangelización de América en exclusiva durante el siglo XVI, y de forma mayoritaria durante toda la época colonial.

A partir del siglo XVII será notable la actividad misional de los capuchinos, particularmente en Venezuela. Hubo también órdenes fundadas en la propia América y generalmente especializadas en la asistencia a enfermos en las ciudades, como los hermanos hospitalarios de San Juan de Dios (1602) o los betlemitas, desde 1655. Y hubo, en fin, presencia minoritaria, y normalmente reducida a las ciudades, de otra serie de órdenes como carmelitas, jerónimos, trinitarios, oratorianos y benedictinos (éstos dedicados a fomentar el culto a la Virgen negra de Montserrat). Las órdenes femeninas (clarisas, agustinas, carmelitas, franciscanas) tuvieron una función importante en la educación de las hijas de la elite criolla y como alternativa al matrimonio para muchas mujeres.

El siglo XVII, denominado el siglo de la Iglesia en América significó la consolidación de las instituciones eclesiásticas y también la irrupción de la Iglesia como poder económico, fenómeno que no obedece a ninguna política planificada. Inicialmente, y además de la tradicional exención de impuestos reconocida al estamento eclesiástico, la Iglesia indiana cuenta con el producto de los diezmos y una serie de tierras concedidas gratuitamente por la Corona, así como la disponibilidad de la mano de obra indígena. A esto se sumarán las cuantiosas donaciones hechas a conventos y parroquias por particulares que desean así comprar misas y oraciones por la salvación de su alma. El capital obtenido se invertía principalmente en edificar templos y en comprar tierras e inmuebles, y dado que el proceso era siempre acumulativo porque las propiedades no se dividían, la Iglesia se convirtió en el primer terrateniente de las Indias, estimándose que el sector eclesiástico poseyó casi la tercera parte de las tierras cultivables, además de un enorme patrimonio en templos y casas.

La alianza entre la Iglesia y el Estado fue sometida a prueba en 1767, cuando como manifestación de la política regalista y reafirmación del poder estatal sobre la Iglesia, Carlos III siguió el ejemplo de Portugal (1759) y decretó la expulsión de los jesuitas de sus dominios, tanto en Europa como en América. Unos 2.600 jesuitas americanos, muchos de ellos criollos, embarcaron para Italia en medio del estupor de las gentes, que quizá no sabían que "los súbditos del gran monarca que ocupa el trono de España nacieron para callar y obedecer y no para discurrir y opinar en los altos asuntos del gobierno", como decía el bando del virrey de Nueva España, marqués de Croix, al publicar el decreto de expulsión. La operación, rodeada de sigilo (incluso de nocturnidad) y de un buen dispositivo militar, apenas provocó disturbios de importancia, a excepción, precisamente, del virreinato novohispano, donde los motines fueron violentamente reprimidos por tropas dirigidas por el propio José de Gálvez, que mandó ejecutar a 86 personas.