Época: España de los Borbones
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1808

Antecedente:
La sociedad española del XVIII

(C) Roberto Fernández



Comentario

Con independencia del lugar que cada cual ocupara en la sociedad, un individuo socialmente considerado era, ante todo, miembro de una unidad familiar. La familia resultaba la célula básica de la sociedad y el punto de referencia central en la organización de la convivencia de los españoles. Lugar de producción y consumo, institución central para la socialización de las personas, la familia era la médula espinal donde se reproducía todo el orden social vigente. Tener o no tener familia era un primer distintivo; ser de buena familia era la condición necesaria para vivir socialmente reputado. En las ordenanzas de los gremios y consulados, en las pesquisas para ocupar un cargo en la administración o en los rudos interrogatorios inquisitoriales, era indispensable tener la condición de ser miembro de una familia establecida.
Las formas familiares no eran idénticas en todo el perímetro peninsular puesto que se daban diferencias regionales y sociales significativas. La historia local y la diversidad patrimonial condicionaban en gran medida el modelo familiar adoptado. En conjunto, los grupos residenciales extensos o múltiples no representaban más allá del 20 por ciento del total. En general, las clases acomodadas tenían tendencia a construir grupos domésticos y residenciales extensos, en los que convivían varios parientes y familiares colaterales a los que se unían habitualmente un buen número de servidores y criados de variada condición. Así, los aristócratas y nobles de alcurnia, los altos funcionarios, los profesionales adinerados o los grandes comerciantes era usual que vivieran en residencias capaces de albergar a un variado personal bajo la batuta del patriarca familiar. Incluso, en ocasiones, se favorecía la existencia de grupos domésticos múltiples entre las familias campesinas que retenían a la nueva pareja en el hogar paterno bien por falta de capacidad para que ésta organizara una nueva casa, bien porque así lo demandaba la explotación agraria familiar.

Lo más habitual era la familia nuclear, que representaba al menos seis o siete de cada diez grupos domésticos. En esencia, se trataba de unidades conyugales que comprendían al matrimonio y sus hijos a las que en algunos casos se agregaba algún pariente o persona auxiliar del trabajo familiar. Aunque con variantes regionales significadas, la mayoría de las clases populares y los sectores medios se organizaron en familias de características básicamente nucleares con un grupo doméstico que no solían exceder los cuatro miembros.

En las ciudades, la unidad doméstica fue habitualmente menor gracias a las mayores facilidades económicas y de vivienda que permitían construir un núcleo doméstico con menor dificultad. En el ámbito rural, sobre todo en lugares con predominio de pequeños y medianos propietarios, los efectivos familiares aumentaban allí donde la constitución de nuevas unidades domésticas se entorpecía por la necesaria solidaridad en la producción agraria: en la huerta valenciana la unidad familiar fiscal era de 5,2 individuos mientras que en tierras de campesinos asalariados de Guadalajara era de 3,7. Ello significa que, además de los factores demográficos, la posición frente a los medios de producción y el diferente nivel de rentas condicionaba la extensión del grupo doméstico familiar, tanto en lo referente al número de hijos como al personal de servicio. En general, el tamaño y comportamiento de cada modelo familiar se adaptaba bastante bien a las posibilidades económicas y sociales de cada clase y cada lugar.

Las estrategias matrimoniales y el sistema de herencia resultaron cuestiones básicas en la definición del modelo familiar. El mercado matrimonial solía ser bastante intraclasista, dado que las alianzas se formalizaban habitualmente entre familias de similar economía y equiparable condición social. Los padres buscaban mantener o mejorar el estatus social alcanzado por su casa a través de una correcta política de alianzas matrimoniales. En este sentido, el amor quedaba en segundo lugar y, en todo caso, se generaba entre miembros de una misma clase. Y cuando la familia había hecho fortuna, entonces se aspiraba a cotas más altas mediante el enlace matrimonial. Por eso no fue inusual que ricos comerciantes emparentasen con modestos nobles, que acomodados agremiados lo hicieran con miembros del patriciado mercantil, que labradores enriquecidos casasen a su descendencia con los hijos de la elite menestral. Aunque predominase la endogamia socioprofesional, el dinero fue un móvil cada vez más poderoso para facilitar el ascenso social.

En el diverso comportamiento familiar la herencia jugaba un papel esencial. Si algo se había tratado con esmero en el orden jurídico privado era el sistema hereditario de cada lugar. Los capítulos matrimoniales y los testamentos eran piezas claves en la constitución y desarrollo de las familias y de los grupos sociales. En general, la tendencia fue que los bienes se quedasen siempre dentro de la misma familia-casa que los había generado. Así, tanto en Castilla como en Aragón se procuraba que el superviviente conyugal disfrutase sólo temporalmente de los bienes de la familia constituida. La viuda era especialmente protegida por las leyes como usufructuaria a condición de que no se casase de nuevo, de que mantuviera una vida honrada y de que se ocupase con esmero de los hijos. Estos últimos eran el objeto de los principales desvelos en el momento de asegurar la pervivencia y transmisión del patrimonio familiar. Por eso la herencia legítima era un punto crucial. En Castilla, fue obligatorio reservar una cuota a los descendientes. Así, un testador castellano tenía que dividir su herencia en cinco partes, cuatro de las cuales debía trasmitir forzosamente a sus descendientes (la legítima) y una quedaba a libre disposición del testador (la mejora). En Cataluña, la institución del hereu se reforzó durante el siglo al quedarse de hecho con tres cuartas partes de la herencia el hijo primogénito.

Finalmente, la familia era el centro principal de la reproducción de los valores sociales. Quizá por eso los textos legales y sobre todo la Iglesia pusieron especial empeño en ordenar adecuadamente la patria potestad en torno a un padre que aparecía con plenos poderes para organizar la economía familiar, la educación de los hijos y su futuro matrimonial. Las responsabilidades otorgadas al padre terminaron marginando a un segundo plano a la madre y condicionando las relaciones paternofiliales dentro de un modelo claramente patriarcal y autoritario.