Época: España de los Borbones
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1808

Antecedente:
La sociedad española del XVIII

(C) Roberto Fernández



Comentario

Pese al crecimiento urbano, España era un país altamente ruralizado. Aunque en el conjunto de la monarquía la estructura socioprofesional era variada, por encima de cualquier clase destacaba la presencia de los hombres y las mujeres que trabajaban y vivían directamente de la tierra, es decir, los campesinos. El Catastro de Ensenada para Castilla informa que más de un millón de individuos se dedicaban a las labores del labrantío y el pastoreo como propietarios (700.000) o jornaleros (320.000), lo que representaba más del 30 por ciento de la población activa. Para el conjunto del territorio español, el Censo de Floridablanca señala bajo el epígrafe de labradores y jornaleros algo más de 1,8 millones de personas, mientras que el de Godoy contabiliza 1,6 millones especificando que el porcentaje de propietarios era de un 21 por ciento, el de arrendatarios de un 30 por ciento y el de jornaleros de un 48 por ciento. Sin embargo, el peso de los campesinos era todavía más abrumador y determinante de lo que pueden indicar estas cifras: en las aldeas y ciudades medianas los campesinos eran la fuerza laboral mayoritaria que mantenía con su trabajo a buena parte del conjunto social.
Ahora bien, la estructura de clases del campo español no era desde luego uniforme. Los campesinos formaban un abigarrado mundo donde la heterogeneidad era la característica más acusada. Según la disponibilidad de tierras que la estructura de la propiedad de cada lugar posibilitara, dependiendo del tipo de agricultura que el medio físico permitiera, a raíz de la capacidad de capital susceptible de ser invertido y de acuerdo con el contexto global que la historia hubiera deparado, el campesinado poseía distintas peculiaridades en cada una de las regiones de la Monarquía. Pese a esta evidencia, la estructura de las clases agrarias respondía a grandes rasgos a una primera dualidad entre los rentistas y los que trabajaban la tierra. En un lado estaban los señores feudales (laicos o eclesiásticos) que recibían rentas por la titularidad de sus importantes patrimonios rústicos. En el otro lado se ubicaban los campesinos (propietarios, arrendatarios o jornaleros) que tenían que aplicar su propia gestión empresarial y/o su fuerza de trabajo sobre el predio.

Asimismo, a pesar de la pluralidad existente en el seno del propio campesinado, se daba también en el mismo una general dicotomía entre los labradores acomodados y los campesinos pobres. Los primeros podían ser propietarios de sus tierras y/o arrendatarios de las de otros. En el caso de los labriegos más prósperos la acumulación de tierras conducía a la contratación de mano de obra asalariada. Eran de hecho la mesocracia rural que tanto aspiraban a conseguir los teóricos y gobernantes reformistas. Es decir, los labradores ricos que se convirtieron en algunos lugares en verdaderos empresarios agrícolas: en Galicia los señores medianeros; en Castilla, Andalucía, Valencia o Mallorca, los labriegos acomodados y los grandes arrendatarios; en Cataluña, los payeses que cultivaban sus masías. Algunas veces utilizaban su propia fuerza de trabajo en las explotaciones que cultivaban; otras aplicaban su dirección a una mano de obra contratada; y en bastantes ocasiones hacían ambas cosas a la vez.

Entre los campesinos pobres cabía la posibilidad de que algunos tuvieran modestas parcelas de tierra y que en el mejor de los casos pudieran malvivir con ellas: eran los pelentrines andaluces, los masones catalanes, los roters mallorquines, los subforeros gallegos o los pequeños labriegos castellanos. Pero era todavía más usual que estas categorías precisaran emplearse asalariadamente a tiempo parcial. En este último caso, poco se distinguían de la mayoría de jornaleros que formaban en casi todas partes, aunque con mayor densidad en Andalucía, un cuadro de masas viviendo en la subsistencia. Masas de campesinos que en tiempos de dificultades podían engrosar las filas de los vagabundos que poblaban los arrabales de las grandes ciudades o que surcaban los caminos de España en busca de trabajo y comida.

En este somero cuadro queda bien palpable que la mayor parte de los campesinos no podían acumular capitales susceptibles de ser invertidos en el agro o en otros sectores económicos. En Castilla, el 60 por ciento de la tierra de labrantío era propiedad de los privilegiados y la mayor parte del excedente agrícola engrosaba sus economías. El modelo de distribución de la cosecha castellana suponía que el 40 por ciento de la producción bruta se dirigía al pago de derechos que se repartían en su inmensa mayoría entre la nobleza y el clero, clases que posteriormente lo situaban en el mercado. De la parte que restaba en manos de los campesinos, únicamente el 7 por ciento tenía como destino el mercado dado que la subsistencia de la familia y los gastos para mantener las inversiones representaban el 50 por ciento de toda la producción familiar. Así pues, la estructura de clases agrarias ocasionaba poca acumulación de recursos entre los campesinos y en consecuencia escasas oportunidades para la reinversión en el campo y para el aumento del consumo de la clase más numerosa del país, factor este último que en nada favorecía el despegue de la industria española.

Así, el exceso de bipolarización social en el campo español resultaba un obstáculo para que el crecimiento agrario pudiera sostenerse adecuadamente. Tan sólo en las zonas donde logró crearse una clase media de campesinos acomodados que cultivaron su tierra sin interrupción en lotes adecuados y comercializaron sus productos, parece que se produjo la oportunidad de generar capitales susceptibles de ser invertidos en el propio agro o en otras aventuras económicas. De este modo, bien puede decirse que las clases privilegiadas, los impuestos estatales y los intermediarios se llevaron buena parte del trabajo de los campesinos. Y la esperanza puesta en que los grandes arrendatarios resultaran un factor dinamizador fue imposible de satisfacer, dada su tácita alianza con los grandes propietarios de los que procedían sus arriendos.

Los políticos reformistas conocían bien la situación y la diagnosticaron con acierto, proponiendo como remedio central la mejor distribución de las rentas y la creación de una mesocracia dinámica que dispusiera de libertad para realizar sus negocios agrícolas. Sin embargo, no parece que las medidas tomadas para conseguir la meta deseada fueran las más indicadas. De hecho, las autoridades reformistas confiaron en que la mera extensión de las roturaciones, la promoción de nuevas técnicas o las tímidas desamortizaciones, más pensadas en términos de fiscalidad que de desarrollo de la economía agraria, serían suficiente bagaje.

En realidad, lo que parece que preocupó (y a menudo asustó) a los gobiernos reformistas fue la existencia de una masa de jornaleros y/o pequeños campesinos susceptible de convertirse en un foco de inestabilidad social y política, especialmente en épocas de dificultades. Posibilidad que los sucesos del Motín de Esquilache vinieron a reafirmar en 1766. En este contexto debe ser entendida la resolución sobre la libertad de salarios agrícolas adoptada en 1767 para que los organismos municipales, controlados por los poderosos, no fueran los que manipularan la tasa salarial de los jornaleros agravando con ello los grados de injusticia y generando la oportunidad para el alzamiento popular. Así también deben ser entendidas las sucesivas medidas aprobadas a partir de 1766 acerca de la preferencia de los jornaleros en el reparto de los lotes de propios y baldíos. Si bien al principio parecieron tener algún efecto en determinadas zonas, a partir de 1770 fueron los labradores de una o más yuntas los que paulatinamente se hicieron con las parcelas puestas a reparto. Un giro al que las oligarquías locales contribuyeron, dado que corrían el peligro de perder una abundante mano de obra barata, ver descender el precio de los cereales al concurrir nuevas cosechas y contemplar cómo aminoraban los pastos que pertenecían a los baldíos y comunales. Una vez más, la resistencia de los privilegiados impedía no sólo arreglar el problema del agro, sino incluso mejorar la vida de miles de jornaleros. El fracaso de esta medida fue el principio de la paulatina toma de conciencia de muchos braceros andaluces.

En definitiva, en España no fueron posible ni la vía prusiana de grandes aristócratas que modernizaban la agricultura, ni la vía francesa con un campesinado potente y estable ni la vía inglesa con una nueva burguesía que venía a sumarse a la emprendedora gentry. La nobleza española no modernizó sus explotaciones, los campesinos medios eran insuficientes y sin rentas adecuadas y la burguesía urbana no pudo internarse con fuerza en un mercado de tierras particularmente escaso y jurídicamente limitado. El mal reparto de la renta agraria fue sin duda una de las razones fundamentales que ocasionó el retraso final de la economía española respecto a las europeas. Y visto lo sucedido, bien puede argumentarse que acabar con esta situación era imprescindible y sólo se podía hacer mediante una ruptura de las relaciones sociales de producción que dominaban el campo español. Tarea que estaba por encima de la visión ideológica de los reformistas ilustrados pero, sobre todo, de sus posibilidades políticas.