Época: Reinado Fernando VII
Inicio: Año 1823
Fin: Año 1833

Antecedente:
La ominosa década

(C) Rafael Sánchez Mantero



Comentario

El rey Fernando VII regresó a Madrid desde el Puerto de Santa María mediante un recorrido que le llevó a Sevilla y a otras poblaciones de la mitad sur de España. A través del Secretario de Estado, comunicó a la Regencia que volvía a tomar las riendas del gobierno y que por tanto daba por finalizada su gestión. Una vez en la capital, el gobierno provisional que había nombrado la Regencia y que presidía Víctor Damián Sáez siguió interinamente en el poder y dictó algunas medidas, la más importante de las cuales fue, sin duda, el establecimiento del Consejo de Ministros por un decreto de 19 de noviembre de 1823. Paradójicamente, se trataba de una gran innovación en el momento de la restauración del absolutismo. Para José A. Escudero, que ha consagrado dos volúmenes al estudio de esta cuestión, se trataba de la culminación de un proceso que había comenzado en el siglo XVIII, mediante el cual la Monarquía intentaba crear un organismo central que coordinase y preparase la acción del Estado. Al Consejo de Ministros se le otorgaba una función consultiva y también ejecutiva, aunque en estos primeros años de funcionamiento mostró una gran fragilidad y una escasa eficacia, pues carecía de poder para tomar decisiones y cada uno de los ministros conservaba una amplia autonomía. El rey continuaba siendo la única fuente de poder y cualquier acuerdo del Consejo debía obtener su asentimiento para ser aplicado.
La presión del embajador ruso Pozzo di Borgo, con el apoyo de otros representantes diplomáticos, parece que influyó en la destitución de Víctor Sáez y en su sustitución por el marqués de Casa Irujo con otros Secretarios más moderados. Irujo, sin embargo, tuvo que abandonar el cargo a las pocas semanas a causa de una grave enfermedad que le llevaría a la muerte y su puesto fue ocupado por Narciso de Heredia, conde de Ofalia. Con él permaneció, entre otros, Luis López Ballesteros como Secretario de Hacienda. Este nuevo gabinete, nombrado el 2 de diciembre de 1823, se enfrentó con la grave tarea de la reconstrucción del Estado en un ambiente de división entre los españoles que hacía sumamente difícil cualquier tarea de gobierno. Sin embargo, fueron importantes las reformas que se llevaron a cabo y especialmente aquellas que afectaron a la Hacienda. En este sentido, hay que destacar la labor de su titular, López Ballesteros, que permaneció en ese puesto casi nueve años, lo que le convierte en todo un récord en el siglo XIX. Nada hacia presagiar su valía, pues el embajador francés lo describía, en una comunicación a su jefe de gobierno en 1824, con estas palabras: "El ministro de Finanzas está lleno de prejuicios y de ideas rutinarias de las que es imposible hacerle salir", aunque le reconocía su "hombría de bien" y su honestidad. La política económica de López Ballesteros, que ha sido estudiada en detalle por Josep Fontana, reposaba sobre un principio fundamental: ajustar los gastos del Estado a sus escasos recursos, evitando cualquier reforma fiscal por razones ideológicas. Su labor puede dividirse en tres etapas. Desde 1824 hasta 1827 todas las energías se dirigieron a poner orden en la caótica administración de la Hacienda, mediante dos líneas de actuación: la primera consistente en la centralización de sus estructuras; la segunda, en la restauración de un sistema fiscal coherente. Este, que fue aprobado mediante catorce decretos publicados el 16 de febrero de 1824, comprendía 48 rentas. Tres de ellas representaban los impuestos clásicos del Antiguo Régimen y suponían las tres cuartas partes de la suma recaudada: aduanas, monopolios y rentas provinciales. Las únicas novedades incluidas, y de carácter muy tímido, son: un subsidio de comercio y la contribución de frutos civiles, que representaban del 4 al 6 por ciento de la renta sobre la propiedad. Por último, se creó una Caja de Amortización de la Deuda pública, sin que eso significase que se reconocían los empréstitos contraídos durante el Trienio. La segunda etapa se inició cuando se comprobó el escaso aumento de los recursos como consecuencia de estos retoques al sistema del Antiguo Régimen. Eso llevó a la publicación del primer presupuesto de toda la Historia de España el 28 de abril de 1828, aunque también con poco éxito. La tercera etapa de la política de López Ballesteros consistió, una vez contenido el gasto, en el intento de aumentar los recursos favoreciendo el crecimiento de la riqueza mediante la creación del Ministerio de Fomento. No obstante, los resultados de esta medida, aun siendo muy limitados, no comenzarían a obtenerse hasta después de la salida de López Ballesteros del gobierno.

El conde de Ofalia fue depuesto de su cargo de Secretario de Estado y sustituido por Francisco Cea Bermúdez el 11 de julio de 1824, sin que se sepan exactamente las causas. Se dijo que era debido al enfrentamiento de Ofalia con Antonio Ugarte, y así lo creía también el diplomático francés Boislecomte. Ugarte era un oscuro personaje, que había sido introducido en la Corte por la legación rusa y que había llegado a alcanzar una gran ascendencia sobre Fernando VII. El representante francés en Madrid afirmaba que había influido en la destitución o en el nombramiento de 44 ministros, cifra que resulta a todas luces exagerada. Sin embargo, fuera por ésta u otra razón, lo que está claro es que el cambio en el gobierno significó un cierto retroceso en las reformas que estaban llevándose a cabo. Cea Bermúdez había nacido en Málaga en 1779 y había realizado una brillante carrera diplomática como representante español en varios países extranjeros. Cuando fue nombrado para la Secretaría de Estado se hallaba desempeñando el puesto de ministro plenipotenciario ante el zar de Rusia y tenía 45 años. Generalmente se le considera como un hombre de la Ilustración, pues era partidario de las reformas desde el poder.

En la Secretaría de Guerra, el general Cruz, un hombre también de carácter reformista, fue sustituido por el mariscal de campo J. Aymerich. En realidad, Cruz fue implicado en la conspiración de carácter realista de un jefe de partida, el aragonés Joaquín Capapé, quien, según afirmaba, contaba con el apoyo del infante don Carlos, aunque esto nunca pudo demostrarse, así como tampoco la implicación de Cruz. Al poco tiempo, el ministro de la Guerra fue acusado de negligencia en la represión de la intentona liberal que había tenido lugar en las cercanías de Gibraltar. Desde la plaza inglesa, el general Francisco Valdés, con algunos liberales españoles y varios gibraltareños, había tomado Tarifa, aunque no pudo resistir por mucho tiempo ante el envío de tropas procedentes de Algeciras y de Cádiz. Hubo algunos muertos y varios heridos, pero Valdés consiguió escapar y refugiarse en Tánger. Todos estos hechos contribuyeron a endurecer la situación y la incorporación de hombres más reaccionarios, como el propio Aymerich, o el nuevo superintendente de la policía Mariano Rufino González, que sustituyó al anterior Manuel José de Arjona, propiciaron un giro en la política del gobierno.

Durante cerca de un año el gobierno adoptó una política más cercana al programa absolutista. Una de sus actividades más importantes se centró en el desarrollo de los cuerpos de voluntarios realistas, que fueron regulados por una real orden publicada en septiembre de 1824. En ella se encargaba a los capitanes generales y a los ayuntamientos que fomentasen la creación de los cuerpos de voluntarios realistas para ocuparse del orden y de la seguridad pública, de la defensa de los derechos soberanos del rey y de la protección de la santa religión y de las buenas costumbres. También se crearon entonces las primeras Juntas de Fe, mediante las cuales se perseguirían y se castigarían los delitos de los que antes se había encargado el Santo Oficio. La policía intensificó por su parte su labor de persecución y de control de los elementos liberales sospechosos, contribuyendo de esta forma a restablecer en España el absolutismo más intransigente.

A esta etapa pertenece, no obstante, el llamado Plan de Estudios de las Universidades, que consistía en realidad en una reforma de la enseñanza por la que se uniformaban las universidades y se las dotaban de unos mismos planes, unos mismos textos, así como como de unos similares reglamentos de régimen interior. Se reglamentaban las Facultades de Filosofía, Teología, Leyes, Cánones y Medicina. Las universidades españolas, que habían estado cerradas desde la primavera de 1823, volvieron a abrir sus puertas en noviembre de 1824. De acuerdo con la reforma, sólo subsistían las universidades de Salamanca, Valladolid, Alcalá, Valencia, Cervera, Santiago, Zaragoza, Sevilla, Granada, Oviedo y Mallorca, y se ordenaba crear una en Canarias. También se aprobó durante el Gobierno de Cea una reforma de la Enseñanza Primaria, que al igual que la universitaria, fue objeto de una regularización y una homogeneización en todo el país.