Época: Sexenio democrático
Inicio: Año 1868
Fin: Año 1869

Antecedente:
La construcción de la democracia

(C) Angel Bahamonde



Comentario

Los nuevos aires democráticos animaron el debate intelectual en su conjunto, al facilitarse la apertura a los nuevos discursos culturales y científicos de allende nuestras fronteras. Sin embargo, los avances culturales perceptibles en estos seis años tuvieron un carácter elitista, más que otra cosa, siguiendo las pautas de decenios anteriores. También es cierto que en tan breve espacio de tiempo resultaba imposible que cuajaran transformaciones apreciables en el nivel educativo y cultural global de la sociedad española. Así, los grandes indicadores, como es el caso del analfabetismo, permanecen constantes, con una ligera tendencia a la baja, fruto más de la tendencia secular que de la acción educativa y formativa de la época. En este aspecto el ideal de los reformadores intelectuales que trajeron la revolución democrática, la ampliación de la cultura a todos los estratos sociales, no pudo llegar a buen puerto.
La extensión del debate intelectual tuvo sus principales repercusiones en el ámbito de la cultura política. En términos globales la cultura política se expandió con mayor profundidad en la sociedad. Sus principales difusores fueron los periódicos. Asombra el incremento del número de diarios y de publicaciones periódicas en general a lo largo de este período; sin embargo, todavía faltarán algunos años para que se consoliden en España las modernas empresas periodísticas, no antes de los años ochenta. Entre 1868 y 1874 periódicos tales como El Imparcial o La Correspondencia de España son los embriones de una nueva época periodística que está por cuajar. No obstante, el alto consumo de la prensa aseguró esa ampliación de la cultura política a la que hacíamos referencia.

Es en el campo del pensamiento donde se denotan los cambios más perceptibles y duraderos: desde la introducción del darwinismo y de la teoría evolucionista hasta la irrupción del nuevo espíritu positivo, ya a finales del período. En todo ello tuvo mucho que ver la consolidación del krausismo y, con él, la madurez de las nuevas elites intelectuales formadas a lo largo de los años sesenta.

El krausismo español, desarrollado por Sanz del Río, consistió en una concepción racionalista basada en una visión antropológica del mundo. Su organicismo antropológico partía de la identidad del hombre con el Ser, por lo que el conocimiento de la Naturaleza se hacía posible a través de la introspección. Frente a la ley de la causalidad adoptada por la ciencia moderna, a partir de la síntesis absolutizadora del sistema newtoniano realizada por Kant y aceptada por el positivismo, los krausistas oponían una concepción del orden matemático del Mundo sustentada en la escala de los seres, que revelaba la unidad formal del Mundo. La ciencia experimental, a diferencia de lo que ocurría con la ciencia moderna, pasaba de ser el espacio de contrastación de las teorías y leyes que desvelaban las causas verdaderas a simple instrumento verificador de la evidencia establecida por la deducción filosófica. El distanciamiento con los postulados dominantes en la ciencia del siglo XIX resultaba significativo. Lo fundamental era, pues, elaborar un complejo sistema de categorías, quedando reducida la comprobación empírica a la simple confirmación de una ciencia doctrinal. Por eso el racionalismo antropológico de los krausistas generaba dificultades de orden epistemológico a la hora de establecer el status de la ciencia experimental. Los trabajos de Augusto González de Linares, Enrique Serrano Fatigati, Salvador Calderón, Francisco Quiroga, Ignacio Bolívar y Eduardo Boscá, estudiantes de doctorado en Ciencias con Giner de los Ríos entre 1867 y 1874, les llevaron desde la concepción organicista característica del krausismo hacia una visión adaptativa, acorde con los postulados de la teoría darwinista para explicar el origen y la evolución de los organismos vivos.

Aunque Salmerón, en el prólogo a la traducción de la obra de J.W. Draper Los conflictos entre la religión y la ciencia, publicada en 1876, defienda la generación espontánea excluida de la teoría darwinista, fueron los krausistas los primeros en aceptar en España la teoría de la evolución, a pesar de no compartir el principio de selección natural.

El krausismo había animado el debate cultural y científico de los años sesenta, y proyectó, en el último tercio de siglo, con su racionalismo antropológico, la idea de transformación íntima del individuo, traducida en una aspiración reformista del hombre y en un espíritu religioso en contacto íntimo e individual con Dios. Pero también el individualismo krausista llevaba implícita una dimensión social del hombre, un sentido democrático que significaba un intento de moralización de la vida social española, la revisión democrática del universo liberal y la actividad pedagógica.

Las ideas evolucionistas penetraron en España y se difundieron rápidamente, inaugurando un largo debate, al calor de las posibilidades abiertas por la revolución de 1868. Hasta esas fechas, en un contexto de relativo estancamiento de la vida científica, apenas se habían realizado alusiones a las teorías evolucionistas. Parece que el primer comentario específico sobre la evolución fue realizado en las conferencias del médico José de Letamendi, en el Ateneo barcelonés, en abril de 1867.

La escasísima presencia del darwinismo hasta ese momento contrastó con su enorme penetración y difusión entre 1868 y 1871, para alcanzar su cenit en 1872, con un debate sobre la mutabilidad de las especies y el origen del hombre. En este año se había publicado la traducción francesa de Darwin, y más tarde se traducirán al español Origen del hombre -1876-, y Origen de las especies -1877-. Durante el Sexenio democrático jugaron un importante papel en la difusión de las ideas evolucionistas las sociedades científicas, como la Sociedad Histológíca, donde se discutieron los avances científicos europeos, al igual que en el Ateneo de Madrid y en la Sociedad Antropológica Española. Además de Madrid, el debate tomó cuerpo por todo el país, sobre todo en Sevilla, Granada, Barcelona, Valencia y Canarias. El evolucionismo tendrá notable influencia en la ciencia y en la medicina, en particular en la escuela histológica, desde Simarro a Ramón y Cajal, pero además de cuestiones biológicas implicó nuevos cauces de discusión sobre la concepción del hombre y del mundo.

Así pues, con la llegada del Sexenio se van a difundir las nuevas tendencias naturalistas: darwinismo, naturalismo alemán, psicología y antropología científicas, a través de encendidas polémicas. El positivismo inició su penetración en España. Patricio de Azcárate publicó, en 1870, Del materialismo y positivismo contemporáneos, en el que exponía el recorrido del naturalismo alemán desde el materialismo especulativo de Feuerbach al naturalismo positivo de la ciencia alemana de mediados del siglo XIX. En 1871, Urbano González Serrano, discípulo de Nicolás Salmerón, introdujo en Los principios de la moral con relación a la doctrina positivista una de las cuestiones que más claramente separarán el krausismo del positivismo: la fundamentación de la moral.

La crítica del positivismo a toda metafísica representaba un ataque directo contra los presupuestos de la moral krausista en su afirmación del conocimiento racional de lo absoluto. Francisco de Paula Canalejas, al publicar en 1872 sus Estudios críticos de Filosofía, Política y Literatura, presentaba al krausismo como la mejor alternativa para hacer frente a los dos males del siglo: "el escepticismo criticista y el materialismo naturalista". Desde el hegelianismo de derechas de Antonio María Fabié se combatía en Examen del materialismo moderno, recopilación de sus artículos de 1874 en la Revista Europea, al positivismo como introductor del materialismo, acusando de dicho pecado al darwinismo, al naturalismo alemán, a la psicología empírica o a la filosofía de la historia positiva.

Las nuevas corrientes científicas encontraron un caldo de cultivo apropiado en los cambios introducidos por la revolución de septiembre. Las teorías naturalistas y antropológicas se abrieron camino con la publicación, desde 1872, de los Anales de la Sociedad Española de Historia Natural y con la fundación, en 1874, de la Revista de Antropología por la Sociedad Antropológica Española. En estos años se registra una explosión editorial, que trataba de recuperar el tiempo perdido mediante la primera edición o reedición de autores como Galileo, Newton, Leibniz, Bacon, Descartes, Voltaire, Spinoza, Pascal, Rousseau, Kant, Schelling, Comte, Condillac, Holbach, Goethe, Büchner... La polémica entre metafísicos, desde el hegelianismo de Montoro y Fabié y el krausismo de Serrano y Azcárate, eclécticos como Moreno Nieto, y antimetafísicos, desde los neokantianos Perojo y Revilla a los positivistas Simarro, Cortezo, Estasén, Pompeyo, Gener y Ustáriz, polarizó la vida intelectual del Sexenio democrático.

En Cataluña, esta polémica adquirió ribetes específicos en función de la cuestión nacional, desde los postulados idealistas, racionalistas, radicales y subjetivistas de Pi y Margall, influido por el pensamiento de Montesquieu, Herder, Hegel, Proudhom y Louis Blanc, al positivismo realista, ecléctico y objetivista de Vicent Almirall, inspirado en Jefferson, Hamilton, Spencer y Darwin, que marca el nuevo rumbo de la Renaixença catalana.

Por lo que respecta a la vida académica, el nuevo interés científico se saldó con la aprobación, durante la I República, del plan Chao, de 1873, por el que se creaban en Madrid las facultades de Matemáticas, de Física y Química y de Historia Natural, además de separar Filosofía y Letras en sendas facultades. En el plan se hacía hincapié en la necesidad de desarrollar la enseñanza experimental en ciencias, mediante la correspondiente dotación de laboratorios. El plan era reflejo de la importancia que las nuevas autoridades otorgaban al desarrollo de la ciencia y, en general, de la educación universitaria para sacar a España del retraso acumulado con respecto a los países más avanzados de Europa, en plena concordancia con los postulados del krausismo y con los principios del positivismo, en los cuales se situaban. El fin de la República en 1874 hizo que el plan Chao no pasara de ser un mero proyecto, frustrado una vez más.

El fracaso de la experiencia republicana, saldado con el retorno de la dinastía borbónica, influirá en el carácter moderado que tomará el positivismo español. El desorden en el que se sumió la República llevó a los krausistas abiertos a los nuevos postulados del positivismo, como Gumersindo de Azcárate, y a los positivistas a la convicción de la bondad del enfoque de Comte de lo que debía ser la política positiva. Las posiciones reformistas del republicanismo, desde el posibilismo de Castelar al centrismo de Salmerón, creyeron encontrar justificación científica en la afirmación comtiana de la "necesidad simultánea de orden y progreso", que engarzaba perfectamente con el gradualismo spenceriano, según el cual "no se puede abreviar el camino entre la infancia y la madurez, evitando el enojoso proceso de crecimiento y desarrollo que se opera insensiblemente con leves incrementos, tampoco es posible que las formas sociales inferiores se hagan superiores sin atravesar pequeñas modificaciones sucesivas".

También los aires de libertad del Sexenio animaron el renacimiento de la novela española y su orientación realista y naturalista. No es de extrañar que la generación de Valera, Pérez Galdós, Pereda, Alarcón... recibiera el sobrenombre de Generación de 1868. El costumbrismo de Fernán Caballero -Cecilia Bóhl de Faber- o del mismo Pereda había actuado de gozne transitorio entre el romanticismo y el realismo bajo los presupuestos del moderantismo histórico, que había encontrado en el casticismo y en el pintoresquismo una vía para hablar de la realidad sin tener que referirse a ella. La extensa vida literaria de Galdós le lleva desde el realismo de sus primeras obras, de agitación política dentro del marco de la revolución de 1868 como La Fontana de Oro y El audaz, hasta el espiritualismo de sus últimas creaciones, Nazarín o Halma, pasando por el naturalismo de La desheredada y Tormento, influenciadas por un cierto determinismo biológico, o El amigo manso, en donde el naturalismo se carga de ironía, para llegar a su esplendor narrativo en Fortunata y Jacinta, alcanzando el cenit del naturalismo en una obra tardía, Misericordia, cuando las inquietudes espiritualistas de Galdós ya están presentes.

Juan Valera publicó su Pepita Jiménez en 1874, como inicio de la novela psicológica. Pereda y Alarcón son representantes del conservadurismo narrativo. Pereda, carlista y diputado en 1868, publicó en 1871 Tipos y paisajes. Alarcón, unionista, montpensierista y después alfonsino, publicó La Alpujarra en 1873. José de Echegaray comenzaba a destacar en el teatro, mientras que Núñez de Arce lo hacía en el ámbito de la poesía.

En suma, la ambientación cultural del Sexenio se proyectó, sobre todo, en las elites sociales y en las capas medias ilustradas. Más que un corte rotundo con etapas anteriores asistimos a la plena consolidación de corrientes anteriores o a la primera presencia de nuevas formas de pensamiento, que encontrarán su madurez en las últimas décadas del siglo. De todas formas, se denotó una mayor articulación con las renovadoras corrientes europeas de pensamiento.