Época: Sexenio democrático
Inicio: Año 1868
Fin: Año 1869

Antecedente:
La preparación del Sexenio

(C) Angel Bahamonde



Comentario

A comienzos de 1866 se inició la fase de progresiva descomposición del régimen isabelino, cuya estructura comenzó a desmoronarse. El primer conato fallido de poner fin al sistema corrió a cargo del general Prim, quien lideró una sublevación militar en Villarejo de Salvanés, el 13 de enero de 1866. El fracaso, derivado de la falta de apoyo civil y militar, fue relativo, pues Prim quedó como el principal referente de la oposición y como el sucesor de Espartero, en forma de emblema de libertad ante el pueblo. Asimismo, la sublevación puso al Gobierno en una difícil situación, obligándolo a elegir entre convocar elecciones generales, y permitir así la alternancia de los progresistas, o aferrarse al poder y mantener sus fórmulas excluyentes.
Arruinado el intento de formar un Gobierno pactado, encabezado por el general Lersundi, O'Donnell optó por la segunda posibilidad, lo cual le enfrentó seriamente al ala izquierda de su propio partido, la Unión Liberal. Esta reacción no modificó en absoluto el planteamiento de O'Donnell, quien aún quiso llegar más lejos al solicitar, en el mes de junio, los plenos poderes para el Ejecutivo. Esta política autoritaria propició la ruptura de la unidad del partido. La debilidad del sistema se hizo más palpable a raíz de la cuartelada de San Gil, ocurrida el 22 de junio. La repentina rebelión de los sargentos de artillería del cuartel, cuyas ambiciones dentro del cuerpo no habían sido satisfechas, ofreció a la oposición demócrata la oportunidad de acceder al poder. A tal fin procuraron la movilización popular y el apoyo del resto de la oposición, pero la falta de acuerdo en ésta y la premura de los acontecimientos abortaron la tentativa. La represión subsiguiente incrementó el descrédito de O'Donnell, precipitando su caída y sustitución al frente del Gobierno por el general Narváez.

Si el verano de 1866 había comenzado con mal pie para Isabel II, peor habría de terminar. El Pacto de Ostende, firmado en agosto, significó la unificación de criterios de todas las fuerzas de la oposición -demócratas, progresistas y, meses después, los unionistas liberales- en contra de la dinastía de Isabel II. Cada formación política cedió para lograr lo que faltó en Villarejo y en San Gil: unidad, coherencia y una propuesta común, que consistía en convocar elecciones, por sufragio universal, para Cortes Constituyentes que determinaran la forma de gobierno.

Los planes del gabinete Narváez se alejaban mucho de esta posibilidad. Con la fuerza como único recurso para resistir, el régimen llevó a cabo una dura represión, que obligó al cierre de muchos periódicos y envió al exilio a un notable contingente de civiles y militares. De aquí surgieron los núcleos de conspiradores contra la Corona, establecidos en París y en Londres.

Unas nuevas elecciones controladas configuraron un perfil muy moderado de las Cortes: todos los diputados electos pertenecían a los moderados o a los neocatólicos, salvo muy contados ejemplos de las filas unionistas, como el caso de Cánovas.

Durante 1867-1868, la desintegración del sistema isabelino se acentuó de forma irreversible. En este espacio de tiempo los últimos ribetes del liberalismo político desaparecieron, quedando la dinámica política reducida al juego de la camarilla palatina. Las frágiles bases de sustentación sociológica del sistema menguaron todavía más. El ambiente represivo, como si fuera una prolongación de la Noche de San Daniel, se extendió, una vez más, a los sectores intelectuales más críticos. Así, destacados catedráticos de universidad se transformaron en elementos peligrosos, sujetos a vigilancia, cuando no depurados. A lo largo de 1867-1868 perdieron su cátedra Sanz del Río, Salmerón, Giner de los Ríos...

La integración de los unionistas al Pacto de Ostende significó, por una parte, ensanchar el foso entre la Corona y el generalato, y el consiguiente apoyo de un sector del ejército a la causa antiisabelina; por otra parte favoreció un giro a la derecha en las filas de la oposición que acallase las voces demócratas de revolución social, dejando el campo libre para el clásico método del pronunciamiento militar.

En abril de 1868 moría Narváez, y con él desaparecía el último bastión del trono y la solución militar, que hasta ahora había contenido, a duras penas, la desintegración del sistema. Le sucedió en la cabecera del Gobierno González Bravo, quien radicalizó la política de mano dura de su antecesor. Pero se trataba de un civil y de un elemento desprovisto del carisma que Narváez gozaba en las filas del ejército, lo que supuso que éste fuera basculando, poco a poco, hacia los altos mandos unionistas, ya en franca oposición. Basta un ejemplo: la reducción del presupuesto naval decretada por el nuevo Gobierno favorecería que los almirantes empezaran a conspirar, y, entre ellos, Topete, clave del pronunciamiento de la Armada en la bahía gaditana, en septiembre de 1868. Una vez más, la ciudad de Cádiz se transformaba en centro de irradiación de las transformaciones políticas. Allí se había redactado la Constitución de 1812, en su hinterland próximo tomó cuerpo el pronunciamiento de Riego que inició el Trienio Constitucional de 1820-1823 y ahora, nuevamente, de ahí partiría la revolución democrática.

La política represiva de González Bravo alcanzó, incluso, a las más altas instancias de las fuerzas armadas. En julio de 1868 fueron desterrados de la Península los más destacados generales; entre ellos Serrano, que tan activamente había actuado contra las barricadas de junio de 1866, Dulce, Zabala, Córdoba, Echagüe, Caballero de Rodas, Serrano Bedoya y Letona, a los que se unían en espíritu otros como Primo de Rivera, Nouvillas y Milans del Bosch. Inmediatamente se creó en Madrid un comité secreto, compuesto por unionistas y progresistas, del que significadamente quedaban apartados los demócratas, que sirviera de contacto entre Prim -en Londres- y los generales unionistas en Canarias.

Hasta qué punto el trono se vería cada vez más aislado, que la represión alcanzó incluso a miembros de la familia real. Si en enero de 1868 se había despojado al infante don Enrique de todos sus privilegios como Infante de España, en julio se decretaba el destierro del duque de Montpensier, cuñado de Isabel II, porque se sospechaba que aspiraba al trono, una vez que estuviera vacante por el triunfo del futuro pronunciamiento.

La mayor parte de los generales unionistas se inclinaba por la solución Montpensier, toda vez se hubiera producido la caída de Isabel II. Con ello se conseguía evitar sobresaltos políticos, dado el conservadurismo en lo social del hipotético pretendiente, y, además, se establecería una cierta continuidad dinástica en el seno de los Borbones. Esta doble actitud del Gobierno frente a los generales unionistas y al duque de Montpensier era comprensible, porque a él le habían llegado noticias, más fantásticas que reales, de que el programa de la sublevación estaba encadenado a estas sucesivas acciones: marcha de las fuerzas sublevadas a La Granja, una de las residencias veraniegas de la reina, mandadas por Serrano y Dulce; pronunciamiento del general Caballero de Rodas; abdicación de Isabel II; formación de un Gobierno provisional; proclamación del príncipe de Asturias, durante cuya minoría estaría como regente el duque de Montpensier.

Nos hemos referido al Gobierno de camarilla. Con ello queremos decir que, a la altura del verano de 1868, el sistema isabelino y, con él, el gabinete González Bravo se encuentran desasistidos de la mayoría sociológica del país. Ambos cuentan con la enemistad de progresistas, demócratas y unionistas; es decir, de la mayoría de la elite política; también el poder económico les vuelve las espaldas, al igual que sectores de las clases medias y populares.

Hasta ahora hemos hablado de tensiones en las elites dirigentes. Pero, ¿qué sucede con el elemento popular? Conviene plantearse la cuestión por la importancia que los contingentes civiles, de extracción popular, sobre todo en los núcleos urbanos, tuvieron en la morfología del pronunciamiento de septiembre de 1868. Si en la preparación del derrocamiento de Isabel II fueron determinantes las elites políticas, intelectuales, militares y económicas del país, en el fenómeno concreto de la conversión de un pronunciamiento militar en un cambio de régimen político, los sectores populares urbanos desarrollaron un activo papel.

Desde luego, a la altura de 1868 hablar de clase obrera española resultaría excesivo: no se dan todavía los componentes para que esa realidad sociológica pueda existir. Teniendo en cuenta las diferencias regionales en el desarrollo económico y social del país, los sectores populares se desenvuelven en niveles de cultura material y política diferentes. Desde los primeros núcleos organizativos de los obreros catalanes hasta el espontaneísmo, más o menos visible, en el campo andaluz, se suceden diversas situaciones.

En todo caso sí resulta relevante la percepción colectiva que se tenía del derrocamiento de Isabel II. Aunque no existiesen formulaciones políticas precisas, en la mentalidad del jornalero, del artesano o del obrero industrial términos tales como democracia o república significaban una opción de transformación social en profundidad. En cuanto al campo, ese espontaneísmo, expurgando lo que de peyorativo tiene tal concepto, estaba fuertemente mezclado con un milenarismo irredento de tierras. Al conjunto de estos sectores populares se dirigía la labor proselitista de la coalición revolucionaria, sobre todo desde el partido demócrata, que, a través de comités clandestinos, actuaba en las principales ciudades españolas por medio de periódicos o folletos, también clandestinos.