Comentario
Las infraestructuras de transportes y comunicaciones experimentaron considerables mejoras a finales del siglo XIX, que redundaron en favor de una mayor integración del territorio nacional. En 1876 se elaboró un plan que dividía la red viaria en carreteras del Estado (de tres órdenes), provinciales y caminos vecinales. El mayor impulso en la construcción de carreteras del Estado se dio en las de tercer orden, o carreteras de enlace entre las vías principales, que triplicaron su extensión.
En cuanto al ferrocarril, de los 5.840 kilómetros de vía normal construidos en 1875, se pasó a 11.040 en 1900. En esta última fecha, la red estaba prácticamente concluida; en los treinta años siguientes no se construyeron más de 1.000 kilómetros. Las principales innovaciones fueron la conexión de Galicia y Asturias con la red nacional, y la construcción de las líneas Bilbao-San Sebastián, Madrid-Cáceres-Portugal, y Sevilla-Huelva. Existían numerosas compañías, pero tres de ellas, de capital mayoritariamente francés, la Madrid-Zaragoza-Alicante, la Compañía del Norte -ambas habían sobrevivido a la crisis de la década anterior- y los Ferrocarriles Andaluces, fundada en 1877, suponían cerca del 90 por 100 del total del capital ferroviario español. Al mismo tiempo, la red de vía estrecha aumentó de 254 a 2.166 km.
La construcción tanto de carreteras como de ferrocarriles estuvo estrechamente vinculada con la política. Las carreteras eran votadas en el Parlamento y su promoción se convirtió en una de las principales actividades de los diputados que, por este procedimiento, trataron de proporcionar a sus distritos un importante beneficio indivisible (como ha llamado Joaquín Romero Maura a los favores públicos que afectaban a toda una comunidad y no sólo a algunos de sus individuos). Por otra parte, en los consejos de administración de las Compañías de ferrocarriles se sentaron indistintamente los más destacados políticos de todos los partidos, desde Serrano, Sagasta, Montero Ríos y Romanones en el campo liberal, hasta Cánovas y Silvela en el conservador, según Diego Mateo del Peral. Los políticos recibieron importantes sueldos y, lo que era más importante, influencia y puestos de trabajo con que alimentar a sus clientelas. Las Compañías, que se beneficiaban de la protección pública del Estado, consiguieron sin duda de esta forma también una protección particular.
Por lo que respecta al transporte marítimo, éste se hallaba fuertemente concentrado en siete puertos: Barcelona, Bilbao, Santander, Sevilla, Valencia, Cádiz y Málaga. Entre las grandes obras llevadas a cabo durante el período destacan las de ampliación del puerto de Bilbao y la construcción del puerto de la Luz, en Gran Canaria, que iniciaría entonces su despegue. La navegación a vela fue lentamente sustituida por la navegación a vapor, lo que marcó el declive de la marina mercante catalana y el auge de la vasca. A la Compañía Trasatlántica, del marqués de Comillas, con sede en Barcelona, que con ayuda del Estado mantenía una línea de vapores con Latinoamérica, vinieron a sumarse otras nuevas compañías vascas -las de Ybarra, Sota y Aznar-, cuyo capital procedía en gran parte de la explotación minera en Vizcaya y Cantabria.
Los entonces tradicionales medios de comunicación -el correo y el telégrafo- estaban en manos del Estado y experimentaron una importante extensión territorial y mejora del servicio. La gran novedad en esta materia fue la invención del teléfono por Graham Bell, en 1876. Al año siguiente ya se realizaron pruebas telefónicas en España. La explotación del medio fue privada, por concesión del Estado. En 1900 funcionaban en España 15.000 teléfonos. El sector de las telecomunicaciones fue uno de los primeros en abrirse al trabajo femenino y a través de él se inició la incorporación de la mujer a la Administración pública.