Comentario
Dada la enorme desigualdad en el reparto de la propiedad de la tierra, la gran masa campesina, como ha escrito José Rodríguez Labandeira, "resulta(ba) perfectamente asimilable al proletariado rural". No obstante, pueden distinguirse situaciones muy variadas. De mejor a peor, grosso modo, podemos señalar, en primer lugar, a los que trabajaban la tierra en régimen de aparcería, una práctica muy poco extendida en el campo español -dadas el hambre de tierra y la abundancia de mano de obra-. Mucho más común era el arrendamiento, por un período de tiempo corto y con una renta alta, por lo general, aunque también se daban situaciones de arrendamientos que pasaban de padres a hijos por una renta módica. Nada de ello cambió ni presentó problemas especiales en la primera época de la Restauración. No sucedió lo mismo con dos formas específicas de cesión de la tierra, a largo plazo, en Galicia y Cataluña, el foro y la rabassa mona, respectivamente. En el primer caso surgieron conflictos, que habrían de incrementarse en los años siguientes, al negarse los campesinos a pagar rentas de gran antigüedad y titularidad dudosa. En Cataluña, los mayores problemas surgieron en los años 90, a causa de la filoxera. Los payeses reclamaron una mejora de las condiciones de los contratos, para compensar las pérdidas a causa de la plaga y los gastos de las nuevas plantaciones; algunos propietarios -haciendo una lectura literal de los términos del contrato- quisieron dar por terminados los arrendamientos con la muerte de las vides. En el Penedés, el enfrentamiento fue muy intenso; los republicanos federales jugaron un papel muy destacado en la movilización de los campesinos que, en general, consiguieron hacer prevalecer sus tesis.
Peor suerte era la de los trabajadores agrícolas asalariados, bien de los que tenían trabajo fijo, o, sobre todo, de los que eran contratados eventualmente, de acuerdo con las necesidades de las labores agrícolas. En todas partes, el atraso tecnológico implicaba bajos salarios para hacer rentables las explotaciones, pero la situación en Andalucía y Extremadura era escandalosa: las ganancias conseguidas -mediante trabajo a destajo de todos los miembros de la familia, de sol a sol (más de 16 horas al día)- en las temporadas de la siega de las mieses, el vareo de los olivos y la recogida de la aceituna, o de la vendimia, no sumaban lo bastante para asegurar ni siquiera una alimentación suficiente durante todo el año, cuando el trabajo era sólo esporádico.
En la industria, o en las minas, el trabajo era igualmente duro y largo, pero el salario era mayor que en las tareas agrícolas. A comienzos de los años 70, la jornada en las fábricas o talleres era con frecuencia de 14 horas; sólo en Cataluña parece que eran normales jornadas de 12 horas. El tiempo de trabajo fue reduciéndose en las siguientes décadas, hasta llegar a las 10-11 horas, por término medio, a principios de siglo. Pero mientras el jornal de un obrero no especializado en la agricultura era de 1-1,50 pesetas diarias, en 1900-1910, en las minas de Vizcaya era de 3,25-3,50, y en las de Asturias, de 4,50-5, durante la misma época; en la industria el salario era mayor: en Vizcaya, los metalúrgicos ganaban un 20 por 100 más que los mineros; en Cataluña, un peón albañil ganaba 2,50, pero salarios de 4 pesetas eran bastante normales en los distintos oficios. Por ello se explica, como escribe Juan Pablo Fusi, que "la perspectiva de habitar en un medio insalubre, de vivir hacinados en barrios y viviendas carentes de servicios higiénicos elementales, era para los inmigrantes una perspectiva quizá menos inquietante que la miseria de ciertas zonas rurales del país".
El servicio doméstico, por último, suponía un sector importante de las clases trabajadoras -90.000 hombres y 300.000 mujeres, según el censo de 1877-, en las condiciones más variadas.