Comentario
Las transformaciones demográficas y económicas marcan los límites de los cambios en la estructura social de España durante las primeras décadas de la Restauración. En conjunto, la sociedad española siguió siendo una sociedad extremadamente desigual y predominantemente rural, con un gran peso de los valores y jerarquías tradicionales. No obstante, en determinadas regiones, los efectivos urbanos -tanto burgueses como obreros- experimentaron considerables aumentos y, con ellos, la afirmación de nuevas mentalidades.
La propiedad de la tierra, sobre todo, y la titularidad de las grandes empresas industriales, financieras y comerciales fueron la base económica de este grupo, en el que también cabe incluir a las capas más altas de la Administración y de las profesiones liberales. Un grupo estrechamente relacionado, con una notable endogamia matrimonial.
Nada fundamental cambió en la estructura de la propiedad: sólo una parte marginal de la desamortización se consumó en este período, en el que el Estado ingresó unos 1.000 millones de reales, de los 11.300 que obtuvo por toda la operación entre 1836 y 1900. La élite agraria -aristocrática y burguesa, que mayoritariamente vivía de las rentas, lejos de sus propiedades- estaba ya completamente formada. Los latifundios, predominantes en la mitad sur de la Península, contrastaban con la proliferación de pequeñas propiedades en Galicia, León, Burgos y la cornisa cantábrica.
Resulta difícil cuantificar el pequeño grupo que poseía la mayor parte de la riqueza del país. Dos indicadores fiscales -la contribución rústica y las cédulas personales- nos proporcionan algunas pistas. Según la distribución de la riqueza rústica de 1830, estudiada por Pascual Carrión en una obra clásica -distribución similar, sin duda, a la de principio de siglo-, el 0,9 por 100 de los propietarios (17.349), que pagaban cuotas superiores a 5.000 pts, ingresaba el 42 por 100 del líquido imponible; el 4 por 100 de los propietarios (73.092), que pagaba de 1.000 a 5.000 pts, contribuía con el 25,2 por 100; mientras que el resto de la contribución, un 32,6 por 100 era aportado por el 94,4 por 100 de los propietarios (1.699.585). Tenemos así que el 4,9 por 100 de los propietarios, 90.441, pagaban el 67,2 por 100 de la contribución rústica.
La recaudación mediante las cédulas personales -una forma de imposición fiscal directa- hacia 1890, ha sido estudiada por Miguel Martínez Cuadrado. Según la clasificación que establece este autor, sólo 121.819 personas, el 1,05 por 100 de la población mayor de 14 años, componía la clase superior -constituida por todos aquellos que pagaban más de 300 pts de contribución directa o recibían unos haberes anuales superiores a las 1.250 pts-; las clases medias comprendían 2.050.572 individuos, un 17,74 por 100, que pagaban una contribución directa de menos de 300 pts o ganaban menos de 1.250 pts anuales; las clases bajas sumaban 4.595.822, un 39,76 por 100, y estaban compuestas por jornaleros, sirvientes y asimilados; mientras que el mayor número, 4.791.192, el 41,45 por 100, no recibieron cédula personal alguna y son considerados clases excluidas.
Lo que llama la atención en ambas estadísticas no es tanto el pequeño número -en torno a 100.000 individuos- de la clase superior española de la época -esta clase ha sido siempre reducida en las sociedades capitalistas-, sino la gran riqueza que concentraba en sus manos, frente a la debilidad de las clases medias y a la gran masa de desposeídos.
Se ha destacado con frecuencia el peso que la aristocracia ejerció en este grupo, y en toda la sociedad. Mucho antes de que se pusiera de moda hablar de la persistencia del Antiguo Régimen, Jaime Vicens Vives escribió, en 1957: "Suele afirmarse, de manera harto ligera, que la nobleza perdió su influencia a lo largo de los siglos XIX y XX (...) En España la nobleza desapareció como categoría en los censos oficiales, pero no de su lugar predominante en la estructura social del país. Se ha de considerar pues una realidad viva, no sólo por el complejo de sus riquezas agrarias, sino también por el atractivo que ejerció sobre las restantes clases sociales, a los que impuso buena parte de sus mitos y creencias".
Un buen indicador de ello, en la Restauración, es el número de títulos concedidos. En el período 1875-1900, según Manuel Tuñón de Lara, fueron creados 288 títulos de nobleza, además de otros muchos rehabilitados. Entre los ennoblecidos figuran elementos de ya reconocidas grandes familias, como López y López de Lamadrid (marqués de Comillas), Figueroa (conde de Romanones), y Gonzalo (conde de Mejorada del Campo); miembros de la alta burguesía, industrial y financiera, como Ussía (marqués de Aldama), Cubas (marqués de Fontalba), y Careaga (conde del Cadagua); grandes comerciantes cubanos como Ramón de Herrera (conde de la Mortera); políticos destacados: Elduayen, Rius i Taulet, Alonso Martínez; militares: Martínez Campos, Primo de Rivera (marqués de Estella), Loma (marqués de Orio); y hombres de la prensa, como el director de La Época, Escobar (marqués de Valdeiglesias).
Esta proyección social de la aristocracia no fue, sin embargo, absoluta. Un nuevo estilo, más moderno, caracterizó la actividad económica vizcaína, que también debió impregnar las actitudes de sus protagonistas. Sin duda, el fenómeno no fue exclusivamente vasco. Por otra parte, está lo que Tuñón de Lara ha denominado "otra burguesía", el grupo de importantes elementos de esta clase que, lejos de integrarse en el "establishment" de la época, -el bloque de poder, según la interpretación de este autor- se comprometieron con las fuerzas de oposición; entre ellos destacan los vascos Ramón de la Sota, nacionalista, y los Echevarrieta, republicanos; la familia Pedregal, en Asturias, también republicanos, igual que el madrileño Gabriel Rodríguez.
La estrecha capa de las clases medias era extraordinariamente diversa y variada. Las llamadas "sufridas clases medias", como recuerda Tuñón de Lara, estaban compuestas por "cientos de miles de pequeños comerciantes y de artesanos de las aglomeraciones urbanas, los pequeños funcionarios -y todavía ¡los cesantes!-, las viudas de la clase media con sus hijas casaderas, sus pisitos tristes del quiero y no puedo, todo ese mundo insuperablemente descrito por Galdós. Pero hay también los labradores que trabajan, con sus familias, sus parcelas de tierra, teniendo que hacer frente a las malas cosechas, al usurero (...)". Junto a ellos hay que citar a los profesionales liberales -abogados, médicos, farmacéuticos, veterinarios, enseñantes...-, un sector dinámico y en lento crecimiento, y a los componentes del Ejército cuya situación y consideración social fue deteriorándose, lo que fomentó el surgimiento de un nuevo espíritu corporativo.
La Administración pública siguió estando regida por los criterios de la época de Bravo Murillo; es decir, esencialmente políticos más que profesionales. La ley de presupuestos de 1876 añadió algunos requisitos formales para el ingreso y ascenso en la carrera administrativa, afirmando los derechos del cesante a reingresar en el servicio activo. Durante la última década del siglo, los ajustes presupuestarios afectaron de manera particular al personal de los ministerios; en 1890-91, los gastos en este capítulo se redujeron en un 20 por 100, rebaja aumentada un 10 por 100 en el ejercicio siguiente. "Tan considerable poda administrativa -ha escrito Francisco Villacorta- tuvo efectos obviamente desastrosos sobre la vida profesional de los funcionarios administrativos. Las cesantías masivas, relativamente sepultadas ya en la memoria colectiva de la corporación, al menos para determinadas categorías intermedias, retornaban ahora por imperativos de las economías presupuestarias".