Comentario
La inestabilidad política entre los años 1902 y 1907 ha acuñado la expresión crisis orientales por alusión al palacio de Oriente, como si de él hubiera surgido la iniciativa de la sustitución de unos gobiernos por otros. En efecto, se atribuyó a Alfonso XIII un papel de primera magnitud en el desarrollo de las crisis. Sin negar la intervención del monarca, hay que recordar también que los partidos políticos estaban divididos y en trance de reorganización y eso contribuyó a las continuas crisis de gobierno. La mecánica de la Restauración siguió fiel al turno pacífico de partidos. Las crisis políticas obedecieron a las que se producían en las propias jefaturas de los partidos. Los motivos de desunión en el seno de los partidos políticos hay que ponerlos en relación en esta ocasión con cuestiones como el impacto de la crisis del 98, los problemas económicos derivados de ella, la cuestión militar y la clerical.
En el momento en que subió al trono Alfonso XIII España estaba pasando por su primera experiencia política regeneracionista presidida por el conservador Francisco Silvela. Culto y brillante, Silvela había tratado en 1899 de introducir un cambio en los modos de gobierno incluyendo una reforma en sentido descentralizador, la introducción de la primera legislación obrera auspiciada por Eduardo Dato y la reforma de la Hacienda, obra de Fernández Villaverde. Ya en el año 1902, a pesar de haber conseguido incorporar a su gobierno a una porción del partido liberal, acaudillada por Gamazo y por Maura, había vuelto a un escepticismo depresivo que siempre caracterizó a su talante político. A la altura de 1903 la descomposición del gobierno se hizo patente y con él la retirada del poder de Silvela, quien dimitió también de la presidencia del partido conservador unos meses después. Siguió un largo período de discrepancia entre los conservadores planteado por el problema de la jefatura del partido, que se debatiría en los dos años siguientes sin un claro resultado. Las dos posturas predominantes fueron las del ministro de Hacienda, Fernández Villaverde y la de Antonio Maura. Con modestas reformas fiscales logró el primero enderezar la situación de la Hacienda pública en los seis meses que duró su mandato, pero desde fines del año 1903 Maura, en su llamado gobierno corto, desempeñó el poder con un partido conservador apreciablemente unido. Durante el año que duró su mandato Maura se enfrentó en repetidas ocasiones a la opinión pública, o, al menos, con la porción de esa opinión que no militaba en su partido. El principal motivo de enfrentamiento con sus adversarios políticos se produjo por el tema religioso con motivo del nombramiento del arzobispo de Valencia, Nozaleda, al que se oponían todos los sectores de la izquierda.
A partir de ese momento el gobierno se centró principalmente en las cuestiones de carácter político como, por ejemplo, la Ley de Reforma de la Administración Local, que siempre fue esencial para Antonio Maura y que nunca lograría ver aprobada en las Cortes. El carácter poco propicio a la componenda del político conservador y las discrepancias con respecto a un rey todavía muy joven, sobre todo al principio de su gobierno, contribuyen a explicar que finalmente tampoco lograra estabilizar su presencia en el poder que duró tan sólo hasta diciembre de 1904.
Se sucedieron una serie de gobiernos inestables y de muy corta duración. En dos años hubo cuatro presidentes pero la llegada al poder de los liberales no mejoró la situación en el sentido de hacerla más estable, sino que incluso la empeoró. El partido liberal, muerto Sagasta en 1903, tenía como problemas esenciales la definición de un programa político y la tendencia al habitual fraccionamiento característico de los liberales desde el principio mismo de la Restauración. En este momento, además, la necesidad de introducir nuevos temas políticos en el programa del partido tuvo como consecuencia una multiplicación de la tendencia dispersiva. De hecho así sucedió con respecto a la cuestión clerical. En la práctica no hubo un verdadero anticlericalismo entre los liberales, como el que se dio en otras latitudes, principalmente en Francia, pero las rectificaciones que intentaron introducirse en el Concordato vigente para disminuir la presencia de las órdenes religiosas, aunque no revistieran verdadera trascendencia, constituyeron un motivo para provocar el enfrentamiento por razones personalistas. En cambio, como veremos, los liberales no supieron estar a la vanguardia de la reforma social, con la excepción, más adelante, de Canalejas, y fueron, además, muy débiles a la hora de enfrentarse a los atentados a la pureza liberal de las instituciones.
Fracasado el intento de lograr una jefatura del partido liberal que fuera aceptada de manera unánime por todos los grupúsculos entre los que se descomponía el liberalismo, se optó por la dirección del mismo ejercida de forma rotativa por cada uno de sus dirigentes de mayor edad. El primero de ellos fue Montero Ríos, que había jugado un papel político importante durante la etapa revolucionaria y en la reconversión liberal del régimen de la Restauración, pero que ya estaba en la fase final de su vida y representaba mucho más el pasado que el futuro. Además, se encontró con el recrudecimiento de un problema persistente durante toda la etapa de la Restauración y destinado a agravarse en el período de su crisis. El Ejército español, muy mal pertrechado y con el tremendo peso de una oficialidad por completo excesiva, producto de las guerras coloniales, se encontraba además en el punto de mira de los sectores más críticos de la sociedad por sus derrotas en la guerra contra los Estados Unidos.
Además, el Ejército mostró una preocupación singular por el catalanismo y ésta le llevó a incidentes como los de 1905 en Barcelona: un grupo de oficiales asaltó la redacción del semanario catalanista Cu-Cut amparándose en las supuestas ofensas de sus redactores contra la Patria. Entonces los liberales, lejos de convertirse en defensores de la libertad de expresión por medio de la prensa, acabaron por atribuir a los militares las competencias para juzgar los delitos contra la Patria a través de la llamada Ley de Jurisdicciones. Quien logró su aprobación en las Cortes fue ya Moret, que de esta manera demostró una radical inconsecuencia de principios. Contra ella todos los sectores del catalanismo y los republicanos formaron la Solidaridad Catalana que en las elecciones generales de 1907 consiguió que el papel del Ministerio de la Gobernación quedara reducido a la nada y que, por vez primera, una región española entera se independizara desde el punto de vista electoral.
Pero si Moret había aceptado sustituir a Montero Ríos y aprobar esa ley, no tardó en tener problemas muy semejantes. Enunció un programa de reformas audaces, pero no consiguió unir al partido liberal en torno a ellas. Al problema militar, como elemento de división de los liberales, se sumó ahora el del clericalismo convertido en una cuestión de enorme trascendencia al enfrentar a los conservadores, partidarios del mantenimiento de la situación existente y a los liberales, dispuestos a modificarla aunque siempre de modo leve. Los meses siguientes presenciaron una rapidísima sucesión de gobiernos sin que ello supusiera la definición de un programa coherente. Al final del primer lustro del reinado de Alfonso XIII su rasgo más característico parecía la división de los partidos, que favoreció la inestabilidad gubernamental multiplicándola hasta el extremo de que en dos años habían pasado por la Presidencia del Consejo cuatro personas y facilitando con ello la intervención del monarca en la vida política diaria. Este segundo rasgo era consecuencia del primero, más que al revés como pretendieron muchos de los políticos de la época o de momentos posteriores como, por ejemplo, los años finales de la Monarquía.