Comentario
Entre el comienzo de la alternancia de los partidos en el poder, en 1881, y el inicio de la guerra de Cuba, en 1895 -hecho que abrió un nuevo período en la vida española-, el sistema político funcionó de acuerdo con las previsiones de Cánovas. La muerte de Alfonso XII en noviembre de 1885 sembró la alarma, pero nada ocurrió. María Cristina de Austria, la segunda esposa de Alfonso XII, ocuparía la regencia durante la minoría de edad de Alfonso XIII -nacido rey en mayo de 1886- cumpliendo escrupulosamente las funciones de la Corona. El sistema político adquirió solidez al ampliar su base: un selecto grupo de católicos aceptó, aunque de mala gana, el liberalismo -en la práctica, ya que no en la teoría- y se integró en el partido de Cánovas. Un amplio grupo de demócratas aceptó, sin demasiado esfuerzo, la monarquía, y terminó uniéndose a Sagasta en un heterogéneo partido liberal.
Este partido realizó una importante labor en las Cortes que supuso la recuperación del contenido de la legislación de la revolución de septiembre de 1868 -que no de su espíritu, como afirma José María Jover-; los liberales de 1890 eran menos utópicos y más pragmáticos que los revolucionarios del 68. Los conservadores se orientaron tímidamente por nuevos caminos -los que en Europa habían abierto la imaginación de Disraeli y el pragmatismo de Bismarck-: la intervención del Estado en la vida económica y en la resolución de la cuestión social. El problema de la gobernabilidad parecía definitivamente resuelto -con el Ejército relativamente tranquilo y las oposiciones debilitadas-; no así el problema de la representación política, cuya solución habría de complicar todavía más la aprobación del sufragio universal, en 1890.