Comentario
Si la llamada generación del 98 inicia una Edad de Plata de la literatura española, las artes brillaron a una altura semejante. Aunque hubo una arquitectura que trataba de reintroducir estilos considerados como nacionales (desde el plateresco al mudéjar), lo que convirtió a Barcelona en capital de la arquitectura europea fue el modernismo de Gaudí y de Domenech i Muntaner, que vinculó de una manera que pareció definitiva a la capital catalana con un estilo. No menos evidentes fueron los éxitos de los pintores españoles. Sin Barcelona no se entiende a Pablo Picasso, pero además, a un nivel más convencional, Casas y Anglada Camarasa, Sorolla y Zuloaga figuraron entre los grandes pintores internacionales del final de siglo, aunque luego debieron adecuarse a las limitaciones de un mercado como el español.
Los dos últimos quizá revelan en su obra las que pueden considerarse como características esenciales de la plástica de este momento: un intento de captación de la esencia de la nación española y un redescubrimiento del paisaje. Pero hubo también una pintura interesada en descubrir las peculiaridades de cada una de las regiones cuyo paralelismo con la evolución política apenas si debe ser recalcado.
El panorama intelectual y cultural español empezó sin duda a cambiar en torno al comienzo de la Primera Guerra Mundial. En ese momento había aparecido ya en el escenario público una nueva generación cuyos rasgos distintivos fueron patentes tanto para la precedente como para ella misma. Azorín, por ejemplo, escribió que los jóvenes tenían más método y sabían más. José Ortega y Gasset, la figura más brillante de esta nueva generación, llegó a proponer una política que fuera novísima, áspera y técnica. El primero de esos calificativos suponía la ruptura con la generación anterior. En cuanto a los otros dos suponían que la voluntad de ruptura con el mundo de la Restauración fue mucho mayor y que, además, se hizo desde la perspectiva de una dedicación profesional y con una proyección colectiva, mientras que la generación anterior estuvo formada por grandes individualistas. Si la vieja generación estuvo formada por periodistas la nueva, en cambio, fue sobre todo de profesores universitarios.
La ocasión a la que, de forma simbólica, se atribuye la condición fundacional de esta nueva generación es la Fundación de la Liga de Educación Política en octubre del año 1913 que fue seguida, meses después, por una conferencia acogida al título Vieja y nueva política. Lo esencial en ella fue la confrontación, realizada por el orador, entre la España oficial y la real. Esta última empezaba ya a aparecer en el horizonte y según Ortega y Gasset tenía un programa meridianamente claro.
Si España era un problema, Europa -y, con ella, la modernidad o la democracia- era la solución. Esta última evidencia se convirtió en tal precisamente en estos momentos porque los miembros de esta generación, aparte de fundar nuevas instituciones, se beneficiaron de la existencia de otras que habían emergido en el período anterior, como la Junta de Ampliación de Estudios, creada en el año 1907, gracias a la cual varios millares de becarios pudieron formarse en universidades europeas.
En los intelectuales de esta generación la acción dirigida hacia la vida pública de modo colectivo constituyó una obligación ética y una tentación permanente, mientras que en el caso del 98 lo característico fue más bien la insobornable individualidad. Muchos de los miembros de la generación de 1914 actuaron en política partidista, como fue el caso de Azaña y de Negrín.
Otros sintieron la vocación de influir en ella o tuvieron sus incursiones para abandonarla después, como fue el caso de Ortega y Gasset. Este, por ejemplo, fue inspirador de revistas políticas como España, pero también de la Revista de Occidente, dedicada de forma exclusiva a la reflexión intelectual porque la política no aspira a entender las cosas.
Como en cualquier otro período de la Historia cultural española, cabe encontrar un paralelismo entre la posición de los intelectuales ante la vida pública y la creación literaria o estética.
La novela intelectual de Ramón Pérez de Ayala tiene su paralelismo obvio con la europea de la época, mientras que la de Gabriel Miró muy a menudo elige como temática la transformación cultural y social de un medio retrasado. En la prosa y en la lírica de Juan Ramón Jiménez se ha apreciado una clave krausista en lo que tiene de aprecio por lo popular y por el paisaje.
La europeidad de esta generación fue perceptible en la aparición de una vanguardia literaria y plástica en un plazo relativamente corto de tiempo. La primera manifestación fue la llamada greguería de Ramón Gómez de la Serna, combinación de humor y metáfora pero caracterizada sobre todo por una voluntad subversiva respecto a cualquier categoría existente. Más adelante, gracias al movimiento conocido como ultraísmo, la poesía se impregnó de estas novedades. De todos modos, la vanguardia no llegó a consolidarse de forma definitiva sino en los años de la guerra mundial o en la inmediata posguerra para difundirse incluso de forma mayoritaria en la década de los veinte entre los medios juveniles. Sin embargo, no se puede excluir del impacto de la vanguardia a las generaciones de mayor edad. El esperpento de Ramón del Valle Inclán une la vanguardia formal a una desgarrada intervención en el terreno de la vida pública.
En cuanto a la vanguardia en artes plásticas, se da la paradoja de que habiendo sido españoles algunas de sus figuras señeras como Pablo Picasso y Juan Gris, más adelante, en la primera posguerra mundial, Joan Miró, y, al final de los veinte, Salvador Dalí, la introducción de las novedades fue un tanto tardía y edulcorada. La primera manifestación de ella fue una vuelta a un cierto clasicismo transformado por el impacto de Cézanne o los fauves. Esta plástica alcanzó una temprana difusión en Cataluña antes de la Primera Guerra Mundial y fue impulsada por Eugeni D'Ors, la figura más señera de la intelectualidad catalana de la segunda generación secular, la cual, a diferencia de lo sucedido en el resto de la Península, llegó a ejercer el poder político. A partir de los años veinte estos artistas -Sunyer, Torres García, Clará...- tuvieron un claro paralelismo en las artes plásticas madrileñas. De todos modos, el gusto español permaneció anclado durante mucho tiempo en fórmulas regionalistas o costumbristas con algunas excepciones, como la catalana o la vasca. En realidad, para hablar de una verdadera vanguardia hay que remitirse al período de la Primera Guerra Mundial, durante el cual se refugiaron en España algunos importantes artistas formados en Francia como Picabia o Delaunay.
De los años de la posguerra data no sólo el neoclasicismo cezanniano sino también el cubismo de Vázquez Díaz. De todos modos, si por algo se caracteriza la exposición que se considera fundacional en el movimiento vanguardista -la de la Sociedad de Artistas Ibéricos en 1925- es por el eclecticismo. Sólo a fines de los veinte hicieron su aparición las primeras muestras del surrealismo.