Comentario
En un debate político, en 1889, el conservador Francisco Silvela se refería a la "dirección clara y visible, en el actual momento histórico, hacia la verdad en la investigación, hacia el positivismo en la observación, en el estudio y en la teoría, hacia el naturalismo en el arte y en las manifestaciones literarias", tendencias que, a su juicio, no eran sino manifestación de una "sed creciente de realidad, de sinceridad, de positivismo". Positivismo, repetía Silvela, y éste era efectivamente el elemento clave de la mentalidad predominante -en España lo mismo que en el resto de Europa- desde mediados de los años setenta hasta fin de siglo. "Fue la hora de la recepción social en España del positivismo -ha escrito José Luis López Aranguren- entendiendo éste en sentido muy amplio, más como "espíritu" y modo de "approach" a la realidad que como estrecha escuela filosófica".
El sentido de la realidad y el pragmatismo caracterizaron tanto la política de los conservadores -que, lejos de cualquier sueño reaccionario, trataron de incorporar al sistema a todas las fuerzas sociales integrables en su proyecto de orden y estabilidad-, como a los liberales -que, aleccionados por la experiencia del fracaso de la revolución, se sumaron rápidamente al sistema conservador con intenciones, en todo caso, de reforma gradual más que de cambio radical.
Nadie se libró del impacto positivista, señala Aranguren, y como prueba de ello señala la influencia que el espíritu positivo tuvo sobre dos filosofías idealistas de gran arraigo en el período anterior: el krausismo, y el socialismo proudhoniano y federalista de Pi y Margall. Los krausistas, identificados hasta entonces con una filosofía concreta -la de Krause, aprendida a través de Sanz del Río- pasaron a representar un estilo de pensar que, según Nicolás Salmerón -uno de sus principales representantes- se caracterizaba por la apertura intelectual, por el ejercicio crítico de la razón, por "buscar en la realidad misma y no en aprensiones subjetivas las fuentes del saber". Por su parte, Pi y Margall -cuyo idealismo comparaba un escritor contemporáneo con el de aquel director de cocina que no quería abrir la concha de las ostras con el cuchillo sino con la persuasión- se declaraba en Las Nacionalidades, obra publicada en 1876, "deseoso de estar lo más posible en la realidad".
Iniciativas como la Institución Libre de Enseñanza -con su confianza en las posibilidades de la educación para reformar al individuo y, a través de él, a la sociedad-, o la Comisión de Reformas Sociales -cuyo primer cometido fue una Encuesta para conocer la realidad del problema obrero-, son profundamente significativos de la mentalidad predominante.
Si por algo se caracterizó el positivismo -tanto la escuela estrecha como el espíritu amplio, en la terminología de Aranguren- fue por su exaltación de la ciencia, como realización suprema de la razón, y por el prestigio social del ingeniero, el hombre encargado de su aplicación práctica. Ambos fenómenos se dieron en la España de la Restauración aunque su debilidad -a pesar de algún caso excepcional como el de Santiago Ramón y Cajal- marca los límites de la extensión e influencia del positivismo en nuestro país.
Como se sabe, el realismo y, más tarde, el naturalismo, fueron las estéticas del positivismo, y la novela -una narración extensa, en la que el autor podía detenerse cuanto quisiera en la descripción del ambiente que rodeaba a los protagonistas- su principal forma de expresión literaria. En este caso, las manifestaciones españolas -las obras de Benito Pérez Galdós, José María de Pereda, Emilia Pardo Bazán y Leopoldo Alas, Clarín, principalmente- son un exponente de primer orden, por su abundancia y calidad, del gusto de la época.