Época: Guerra civil
Inicio: Año 1936
Fin: Año 1936

Antecedente:
La guerra civil

(C) Javier Tussell



Comentario

La extrema izquierda, el Gobierno y los sublevados pensaban que la suerte del país se dirimiría en pocos días, incluso en unas horas. Sin embargo, lo que sucedió en los dramáticos "tres días de julio" fue, como dice Carr, que "el alzamiento transformó las confusas pasiones de principios de verano en alternativas elementales y en entusiasmos rudimentarios". Aunque muchos intentaron la neutralidad hubo que elegir, al final, entre uno de los bandos en que quedó dividida España. En esos tres días y en los inmediatamente siguientes lo único que quedó claro fue que ni el pronunciamiento había triunfado por completo ni tampoco había logrado imponerse el Gobierno.
La sublevación se inició paradójicamente, pues en principio no se había previsto que intervinieran las tropas allí destacadas, en Marruecos. El clima en el protectorado era muy tenso, por lo que no puede extrañar que finalmente la conspiración se adelantara cuando estuvo a punto de descubrirse su trama. En el protectorado, como en otras partes de España-ha escrito un testigo presencial-, el enfrentamiento con el adversario se veía como una especie de "carrera contra reloj en que quien se retrasara podía perder su oportunidad". Era el tiempo en que "todo el proletariado se habla adueñado de las calles -narra otro-: toda la juventud estaba a punto de explotar en cuanto veía pasar a un sacerdote, a un religioso o a un jefe militar". En Marruecos, sin embargo, el papel de las masas necesariamente había de ser mínimo frente al de la guarnición. Las tropas mejor preparadas del Ejército, los Regulares y el Tercio, se inclinaban claramente hacia la sublevación e idéntica era la postura de los oficiales más jóvenes. Las autoridades oficiales, tanto civiles como militares, pecaron de exceso de confianza. Uno de los conspiradores decía que el general Romerales era "un bendito, le faltó valor para ser malo y la valentía para ser bueno y, como es natural, quedó mal con todo el mundo, repudiado por el Frente Popular y fusilado por nosotros".

No fue el único porque también un primo hermano de Franco sufrió el mismo final, señalando el rumbo de lo que se convertiría en habitual en toda la geografía peninsular. Los soldados, por su parte, como uno de ellos narraría luego, "no sabían nada de nada y sólo obedecíamos las órdenes que se nos daban" (Llordés). En estas condiciones los sublevados se impusieron rápidamente en tan sólo dos días (17 y 18 de julio). Entre los dirigentes de la sublevación había militares que desempeñarían un papel fundamental en la guerra, pero la dirección le correspondió a quien era, antes de que se iniciara la sublevación, el jefe moral del Ejército de Marruecos, el general Franco. Éste, que era el comandante militar de Canarias, se impuso también allí sin dificultades, dejando al general Orgaz para liquidar los focos de resistencia. El día 19 se trasladó a Marruecos en un avión inglés alquilado por conspiradores monárquicos.

A partir del 18 de julio la sublevación se extendió a la península produciendo una confrontación cuyo resultado varió dependiendo de circunstancias diversas. El grado de preparación de la conjura y la decisión de los mandos implicados en ella, la unidad o división de los militares y de las fuerzas del orden, la capacidad de reacción de las autoridades gubernamentales, el ambiente político de la región o de su ciudad más importante y la actitud tomada en las zonas más próximas son los factores que más decisivamente influyeron en la posición adoptada. Allí donde la decisión de sublevarse partió de los mandos y su acción fue decidida, el éxito acompañó casi invariablemente a su decisión. Sí el Ejército se dividió y existió hostilidad en una parte considerable de la población el resultado fue el fracaso de sublevación.

El único caso de oposición por parte de los mandos y hostilidad de la población que concluyó con la victoria de la sublevación fue el de Sevilla. El clima de la región o la provincia influyó de manera importante sobre la previa actitud conspiratoria de los oficiales, pero pudo traducirse en oposición armada popular en un segundo momento; sin embargo, esta última por sí sola no explica el decantamiento de una provincia, región o ciudad.

Las dos regiones donde en principio cabía esperar un decidido apoyo a la sublevación, tanto por sus mandos militares como por el carácter conservador de su electorado, eran Navarra y Castilla la Vieja. En la primera la sublevación lanzó a la calle a las masas de carlistas y Mola, que dejó escapar al gobernador civil, no tuvo dificultades especiales para obtener la victoria; en cambio, se produjo una dura represión para someter a los pueblos de la Ribera. En Castilla la Vieja la resistencia que se produjo en algunas capitales de provincia y pueblos de cierta entidad fue sometida sin excesivas dificultades por parte de los sublevados. En Segovia y Ávila la sublevación se impuso de modo prácticamente incruento; mayores dificultades hubo en Valladolid y Salamanca, pero se redujeron a determinados barrios o incluso a edificios como, por ejemplo, los de las Casas del Pueblo. En Burgos, el general Batet quiso evitar la sublevación incluso por el procedimiento de, en última instancia, ponerse al frente de ella, pero el general Dávila acabó por imponerse. Igual hicieron en Valladolid Ponte y Saliquet, que detuvieron al general Molero, su superior, que, como Batet, sería también fusilado. A menudo los representantes políticos de estas provincias, incluso si eran de la CEDA, se alinearon desde el primer momento a favor de los sublevados.

En cambio, la situación de Andalucía era radicalmente opuesta en cuanto que el ambiente era caracterizadamente izquierdista. Cuando el general Queipo de Llano, encargado de sublevar esta región, realizó sus primeros contactos descubrió pocos puntos de apoyo entre las guarniciones. Sin embargo, al final consiguió apoyos importantes en varias de las capitales a pesar de que le fallaron otros que esperaba (por ejemplo, Málaga). Un papel decisivo le correspondió en la sublevación a Sevilla, conquistada por Queipo con muy pocos elementos y a base de una combinación entre audacia y bluff ante la perplejidad de un medio izquierdista. De la precariedad de su dominio de la ciudad da idea el hecho de que hasta el día 22 no consiguió dominar los barrios proletarios, con ayuda de tropas venidas de Marruecos. La actitud de las masas izquierdistas, dedicadas a quemar iglesias, y de parte de la guarnición, fiel al régimen, que en la base de Tablada permaneció a la expectativa, son otros tantos factores que explican el triunfo de Queipo de Llano. Éste, a su vez, tuvo como consecuencia el de la sublevación en Huelva, a pesar de la resistencia de la zona minera que envió columnas contra Sevilla.

En Cádiz, Granada y Córdoba también se sublevaron las guarniciones pero, como en Sevilla, la situación inicial fue extremadamente precaria pues los barrios obreros ofrecieron una resistencia que no desapareció hasta que llegó el apoyo del Ejército de África. Por ejemplo, fue preciso someter la resistencia del Albaicín a cañonazos. El campo era anarquista o socialista y, por tanto, hostil a la sublevación, y las comunicaciones entre las capitales de provincia fueron nulas o precarias, en especial en el caso de Granada, prácticamente rodeada. En Pozoblanco fueron fusilados más de un centenar de guardias civiles proclives a la sublevación.

En Jaén, en cambio, las fuerzas de la Guardia Civil se mantuvieron concentradas en una situación de aparente neutralidad hasta que en septiembre, dirigidas por el capitán Cortés, acabarían refugiándose en el Santuario de Santa María de la Cabeza. Almería dependió de la evolución de los acontecimientos en Levante. Finalmente, otro rasgo característico de los decisivos días de julio en esta región fue el impacto que tuvo en ellos la constitución del Gobierno Martínez Barrio, del que más adelante se hablará. Dicha decisión tuvo como consecuencia que el general Campins, que había negociado con Queipo de Llano, se volviera atrás; el hecho no tuvo consecuencias porque la guarnición se impuso a él, que fue fusilado; pero, en cambio, en Málaga las dudas del general Patxot acabaron teniendo como consecuencia el triunfo del Frente Popular.

Sin duda, la suerte de Cataluña y de Castilla la Nueva se jugó en Barcelona y Madrid. En ambas ciudades el ambiente político era izquierdista, los mandos de la guarnición militar estuvieron divididos y los sublevados cometieron errores; estos tres factores unidos a un cuarto, consistente en la actuación de masas izquierdistas armadas, explican lo acontecido, que no fue sino la derrota de los sublevados. En Barcelona, la conspiración hubo de enfrentarse con autoridades decididas a resistir. Los principales organizadores de la resistencia, que estaban bien informados gracias a sus servicios policíacos, fueron Escofet, Guarner y Aranguren, responsables del orden público en la capital catalana, y todos ellos militares. Aunque la excesiva confianza del general Llano de la Encomienda benefició a los conspiradores, éstos cuando se lanzaron a la calle encontraron los puntos neurálgicos ocupados por fuerzas de Asalto y apenas si pudieron maniobrar. La colaboración de la CNT, con la que las fuerzas leales mantuvieron sólo una "alianza tácita", fue "sustancial pero de ninguna manera determinante", puesto que aunque crearon dificultades al adversario de ninguna manera impidieron que ocupara los edificios que tenía como objetivos. Finalmente, la decantación de la aviación y la Guardia Civil a favor de las autoridades supuso la liquidación de la sublevación, a pesar de que Goded, "el mejor general del Ejército español", según Escofet, llegó desde las Baleares. Éstas, con la excepción de Menorca, se sublevaron y las resistencias resultaron fácilmente dominadas. En la última fase de los combates de Barcelona se produjo un hecho que habría de tener una importante repercusión: la CNT consiguió la entrega de armas procedentes de los cuarteles y en adelante sus milicias controlaron la capital catalana. En el resto de esta región, aunque hubo otros intentos de sublevación, el peso de Barcelona impuso la victoria de los gubernamentales.

En Madrid, la conspiración estaba muy mal organizada: uno de los colaboradores de la misma escribió en sus Memorias que "se habla mucho y no se concreta nada". Los problemas de los encargados de producir la sublevación nacieron, en primer lugar, de la imposibilidad de obtener la colaboración de los mandos naturales y de las dificultades de comunicación de unos con otros. De los tres generales comprometidos, Villegas, Fanjul y García de la Herrán, el primero permaneció dubitativo, el segundo se hizo cargo del Cuartel de la Montaña y el tercero, que se había sublevado en agosto de 1932, intentó sin éxito sublevar a las unidades militares situadas en el sur de Madrid. La acción más decisiva fue la toma del Cuartel de la Montaña, donde los sublevados en una actitud más de "desobediencia activa" que de verdadera insurrección, permanecieron acuartelados sin lanzarse a la calle y fueron pronto bloqueados por paisanos armados y fuerzas de orden público. Ni siquiera todos los encerrados eran partidarios de unirse a la sublevación y cuando expresaron su divergencia con banderas blancas los sitiadores acudieron para ocupar el cuartel y fueron recibidos a tiros. La toma del mismo se liquidó con una sangrienta matanza.

En el Norte, el País Vasco se escindió ante la sublevación: en Álava el alzamiento militar fue apoyado masivamente, incluso por parte del Partido Nacionalista Vasco (algunos miembros optaron en el mismo sentido en Navarra). En cambio, en Guipúzcoa y en Vizcaya la actitud del PNV fue la de alinearse con el Gobierno, en parte por la promesa de concesión del Estatuto pero también por el ideario democrático y reformista en lo social que el PNV había ido haciendo suyo con el transcurso del tiempo. La indecisión de los comprometidos jugó un papel decisivo en el desarrollo de los acontecimientos. La tradición izquierdista de Asturias hacía previsible que allí se produjera un alineamiento favorable al Gobierno, pero en Oviedo el comandante militar, Aranda, conocido por sus convicciones democráticas, consiguió convencer a los mineros de que debían dirigir sus esfuerzos hacia Madrid, asegurándoles su lealtad para acabar sublevándose luego; sin embargo, su posición fue muy precaria desde un principio, prácticamente rodeado en medio de una región hostil. Una situación peor, sin embargo, fue la experimentada por la guarnición de Gijón que acabó con la victoria de las fuerzas de la izquierda tras un asedio que se prolongó semanas. En Galicia también triunfó la rebelión, aunque algo tardíamente, pese a la oposición de las autoridades militares y la resistencia en determinadas poblaciones como Vigo y Tuy. En esta región también la decisión dependió de lo sucedido en una ciudad que, en este caso, fue El Ferrol.

En Aragón y Levante el resultado de la sublevación fue muy inesperado teniendo en cuenta las previsiones de los conspiradores y el juicio habitual acerca de las autoridades militares. El general Cabanellas, máximo responsable del Ejército en la primera de las regiones citadas, había sido diputado radical y era miembro de la masonería. Sin embargo se sublevó arrastrando a la totalidad de las guarniciones de las capitales de provincia aragonesas. Su manifiesto hacía alusión a sus concepciones democráticas y quizá por esto se explica el desplazamiento hacia Zaragoza del general Núñez de Prado con el propósito de hacerle revocar su decisión. Fue éste uno más de los intentos por evitar el desenlace bélico del conflicto, pero acabó como todos ellos: Núñez de Prado fue detenido y enviado a Pamplona, donde desapareció.

El caso de Valencia fue un tanto peregrino pero también descriptivo de las dificultades existentes para tomar una decisión. Durante dos semanas los cuarteles comprometidos mantuvieron una especie de neutralidad en precario equilibrio, a pesar de que el número de los comprometidos en la sublevación era bastante elevado. La presencia en la capital levantina de Martínez Barrio con una misión negociadora y las dudas del general González Carrasco, a quien debiera haber correspondido originariamente actuar en Barcelona, contribuyen a explicar lo sucedido. El decantamiento final se produjo en un momento en que la República y el Gobierno del Frente Popular parecían haber obtenido una situación ventajosa en este primer enfrentamiento. Un caso parecido de neutralidad por parte de las autoridades militares se dio en el Sahara y Guinea hasta que la mayor proximidad de los sublevados tuvo como consecuencia su victoria. En la importante base naval de Cartagena los cambios de mandos militares explican el fracaso de una sublevación que aquí parecía contar con apoyos importantes. En Extremadura la decisión a favor de la sublevación en Cáceres o en contra de ella (Badajoz) dependió de las fuerzas de orden público.

En suma, durante unos cuantos días de julio sobre la superficie de España quedó dibujado un mapa de la sublevación en que las iniciales discontinuidades pronto empezaron a homogeneizarse. Los ejemplos de este fenómeno que pueden ser citados son abundantes: Alcalá de Henares y Albacete, originariamente sublevados, fueron rápidamente sometidos mientras que el regimiento de transmisiones de El Pardo, también sublevado, se trasladó a la zona contraria; las zonas mineras izquierdistas de León, que habían quedado aisladas, fueron también sometidas gracias a la actuación de tropas sublevadas procedentes de Castilla y Galicia. La geografía de la rebelión así resultante tenía bastante semejanza con la de los resultados electorales de febrero de 1936, prueba de la influencia del ambiente político de cada zona sobre la definición ante la insurrección. Había excepciones, por supuesto, como la de Santander, demasiado próxima al País Vasco y Asturias como para decantarse en sentido derechista, o las capitales andaluzas, controladas por sus respectivas guarniciones.

Entre estas dos Españas existía todavía el 19 de julio una última posibilidad de convivencia, aunque fuera ya remota. Esa fecha supuso, en efecto, la definitiva desaparición de la posibilidad de un pacto que hubiera supuesto que la guerra civil no se convirtiera definitivamente en una realidad. Hubo contactos todavía inexplicados entre sublevados y dirigentes del Frente Popular en estos precisos momentos como, por ejemplo, el viaje de un enviado de Goded, el Marqués de Carvajal, a Madrid para entrevistarse con Azaña. De éste partió, en definitiva, la iniciativa más consistente para evitar el enfrentamiento. Como sabemos, Azaña probablemente pensaba que el Frente Popular era una fórmula que los acontecimientos en el verano de 1936 habían convertido ya en poco viable. A medio plazo debía pensar que sería necesario romper esa coalición, dar un giro hacia el centro y actuar con mano dura respecto de los grupos extremistas de izquierda, incluso los integrados en el Frente Popular. Los acontecimientos acabaron demostrando que ya era demasiado tarde para hacerlo, pero Azaña, cuyas culpas en la situación parecen evidentes, tuvo el mérito de intentar en ese último momento evitar la guerra civil.

El Gobierno Casares Quiroga había tratado de mantener la legalidad republicana evitando la entrega a las masas izquierdistas de las armas almacenadas en los cuarteles. La extensión de la sublevación, el exceso de confianza mostrado con anterioridad ante las denuncias de los que eran conscientes del desarrollo de la conspiración y, en fin, su propio carácter e imprudentes manifestaciones imponían que Casares abandonara el Gobierno. El 18 de julio Azaña intentó que se formara un Gobierno de centro semejante al que Maura había sugerido junto con otros políticos de semejante significación como Sánchez Román. Éste, que como sabemos se había marginado del Frente Popular después de contribuir a la colaboración de los republicanos de izquierda, defendió ahora la necesidad de pactar con los insurrectos y formar un Gobierno del que estuvieran ausentes los comunistas. El encargado de presidirlo fue Diego Martínez Barrio, que venía a ser algo así como el centro absoluto de la política española en aquellos momentos. "Yo no sentí la impresión de que todas las treguas estaban terminadas y disipadas todas las esperanzas de concordia", dice éste en sus Memorias al comentar el asesinato de Calvo Sotelo.

A pesar de ello trató de constituir un gabinete que, de acuerdo con el encargo de Azaña, debía excluir a la CEDA y a la Lliga por la derecha y a los comunistas por la izquierda. Entre el 18 y 19 de julio da la sensación de que ese intento transaccional resultaba todavía viable: Aranda no se había sublevado todavía en Oviedo, Lucia había hecho pública su fidelidad a la República y en Málaga la situación estaba todavía por decidir. Martínez Barrio tenía, además, la posibilidad de convencer a los más moderados o los más republicanos de los dirigentes de la sublevación como, por ejemplo, Cabanellas. "Sería difícil -dice en sus Memorias- pero se podría gobernar".

Pero no tuvo la oportunidad de hacerlo. No pudo convencer ni a Mola ni a Largo Caballero de la necesidad de una transacción, puesto que ambos no consideraban remediable (ni tampoco deseable) el evitar la guerra civil. Mola le respondió que ya era tarde, como si esto justificara no tomar en serio la posibilidad de evitar la conflagración; "ni pactos de Zanjón, ni abrazos de Vergara, ni pensar en otra cosa que no sea una victoria aplastante y definitiva", añadió. Lo mismo debían pensar las masas que seguían a Largo Caballero o simpatizaban con lo que él representaba, porque interpretaron el propósito del dirigente de Unión Republicana como una traición a sus intereses. "Se repetía el mismo fenómeno alucinatorio de la rebelión de Asturias -interpreta Martínez Barrio-, creer que en España la voluntad de una clase social puede sobreponerse y regir a todas las del Estado". En definitiva, fue la actitud de esas masas populares, "irreflexiva y heroica", como la describe él mismo, la que hizo inviables sus propósitos. En estas condiciones fue imposible detener a medio camino el estallido de la guerra civil. El Gobierno presidido por Giral presuponía su existencia y actuó de acuerdo con ella al aceptar que se entregaran armas a las masas revolucionarias.