Época: Arte Español Medieval
Inicio: Año 785
Fin: Año 987

Antecedente:
La Mezquita de Córdoba

(C) Alfonso Jiménez Martín



Comentario

Con la charla y la oscuridad del interior a punto hemos estado, justo allí donde cambia casi todo (el techo, de bóvedas a envigado; las columnas, que se hacen tan variadas que parecen de saldo; los arcos...), de resbalar en una rampa que, casi de repente, ha hecho descender el pavimento, que ahora es de mármol. Fíjate que a la izquierda existe, justo donde el desnivel, una sucesión de muros que sustituyen a las columnas, y que son los restos de la fachada oriental de la aljama que fundó "El Emigrado", en la que tan de repente acabamos de entrar. Se han acabado también los arcos lobulados y los lucernarios, pues sólo nos iluminan faroles, y ahora distinguimos, un poco más adelante de donde estamos parados, una especie de gran cajón de madera, que al acercarnos demostrará ser un cancel, que protege la más solemne de las puertas, abierta sólo en los horarios de misas. Mi idea es que nos situemos ante él, como si acabáramos de entrar del patio, para ir avanzando por la nave que fue central, de las once de la primitiva aljama cordobesa y que siempre fue la principal, incluso cuando se amplió lateralmente y todavía ahora, como iglesia.
Sabes que una de las cinco exigencias básicas de la religión musulmana, que apenas si tiene otro rito, es la oración colectiva, teñida siempre de connotaciones políticas, como demuestran los sucesos que en estos años convulsionan Argelia. En tiempos del profeta Mahoma se realizaba en cualquier parte, pero sobre todo en la musalla, cuyo uso fue preponderante hasta que, a imitación de las sinagogas e iglesias, los musulmanes crearon la mezquita, que, en origen, fue como si una porción de la musalla se hubiese trasladado al interior de la ciudad, para acabar siendo techada y enriquecida; en su Sala de Oración, o liwan, que puede tener cualquier forma, lo único seguro es que debe permitir a los asistentes saber hacia dónde está, al menos en teoría, La Meca, y a ello colaboran los elementos arquitectónicos, que no deben obstaculizar la visión, ni la audición, de quien dirige el rezo o del predicador, personajes que, con las autoridades, se sitúan hacia el centro del muro, llamado de la gibla, que se despliega en lo más cercano a la dirección exigida.

Si la mezquita era muy extensa el predicador solía disponer de una especie de púlpito rodante, el "alminbar", para que se le oyese más lejos y mejor. El centro de la qibla está marcado por un nicho, llamado mihrab, completamente vacío, donde nada hay ni nada sucede, y en el que se ha querido ver el recuerdo atrofiado de los ábsides cristianos y de las exedras que, como lugar de honor, presidían las salas de recepciones en época romana tardía. Para honrar a las autoridades, y sobre todo para protegerlas, se construía ante el mihrab un recinto de celosías de madera, la maqsura, que solía poseer acceso independiente. Las mujeres rezaron desde lugares accesorios, como alguna saqifa situada en el patio, o en zonas apartadas de la Sala de Oración.

El rezo será válido si el creyente está en estado de pureza ritual, para lo que existía un lugar, generalmente en el patio o en un costado, con letrinas y lavatorios; con el tiempo, y para mejorar este servicio, fueron construyendo en las inmediaciones de la mezquita algunos baños públicos, como el hamman de la calle Comedias. En el patio, o sahn, suele ubicarse una torre, llamada en castellano alminar, en cuya cima todos los días, en las horas prescritas, un clérigo llamaba a la oración a grito pelado. Ya puedes imaginar que el patio, cuando no era el momento de la oración, constituía una cómoda plaza pública que, en función de lo apretado del urbanismo musulmán, fue prácticamente la única.

La importancia de una mezquita estaba determinada por la circunstancia de ser la principal de la ciudad, única donde el rezo del viernes era válido, y por ello tenía la consideración de aljama, acrecentada por la asistencia de los poderosos; como todo ello concurría en ésta de Abd al-Rahman, máxima autoridad de Al-Andalus, pronto alcanzó gran renombre y fue, ya para siempre, el emblema arquitectónico de la dinastía y la mayor de todas las mezquitas del occidente musulmán, valores que se acrecentaron con sus excelencias arquitectónicas. Me parece que ya es hora de describir, a la vista de lo que se alza ante nuestros ojos, lo que sabemos de aquella primera edificación, que tenía planta casi cuadrada, con 79,2 metros de este a oeste y 78,88 de norte a sur, repartidos éstos entre el sahn y el liwan, que estaba articulado en once naves perpendiculares a la qibla, a las que se entraba por otros tantos arcos abiertos en el muro de fachada del patio, a nuestra espalda; por tanto, no existieron, hasta que los cristianos tomaron Córdoba en el siglo XIII ni capillas ni cancel, ni siquiera esas celosías de madera que cierran los arcos más occidentales, proyectadas en 1986. Las naves estaban separadas, y afortunadamente están, salvo dos que fueron macizadas, allá a nuestra derecha, por diez muros de más de un metro de espesor, que cabalgan sobre arcos de medio punto, que a su vez montan sobre pilares rectangulares, y a través de unas inteligentes reducciones, toda la organización descansa finalmente en columnas; como tal estructura, de casi diez metros de alto, es potencialmente inestable, existen unos arcos de herradura entre los pilares que arriostran todo el conjunto y, al ser más delgados que los altos y carecer de relleno el espacio entre ellos, aligeran la composición visual y físicamente.

Mediante este artefacto, del que no se conocen precedentes directos, pero que tal vez se inspirase en uno de los acueductos romanos de la ciudad de Mérida, se consiguió una superficie de uso sin obstáculos, diáfana en la dirección del rezo y limpiamente organizada, permitiendo además que las cabezas de los muros diesen apoyo a las maderas de la cubierta y al canal que iba, mitad por mitad, de la qibla al sahn, con tan óptimo resultado que aún hoy el agua llovediza sale a chorros por los mismos sitios que hace mil doscientos años. De todos modos, a pesar de su ingenio y chauvinismo, la teoría del acueducto no acaba de convencerme, pues el cambio de escala, el incremento de sección a medida que sube, la herradura de los arcos de entibo..., son datos que no se trasponen fácilmente del acueducto trajaneo, reformado en el siglo IV, que aún podemos contemplar en la capital de Extremadura, a estos arcos de la aljama de Córdoba del siglo VIII.

Esta misma inquietud ha llevado a otros autores a buscar diversos orígenes; así, para algunos, esta estructura cordobesa derivaría de la aljama de Damasco, la tierra donde había nacido El Emigrado, Al-Dajik; tal idea, que explicaría bien la escala y las herraduras, olvidaría que la estructura de la mezquita mayor de la capital siria es de un modelo que, en los acueductos romanos, he llamado tipo Segovia, opuesto conceptualmente al tipo Mérida, y, lo que no es poco, que en el patio de Damasco, cuyas arquerías son las más parecidas a las de Córdoba, alternan dos columnas con un pilar, mientras, además, las arquerías de su sala corren paralelas a la qibla, al contrario que en Córdoba. La cosa es tan compleja, por la sutileza de la arquería cordobesa y la oscuridad y pobreza de la época y los siglos anteriores, que algunos, como cierto profesor Mills, de Minnesota, han supuesto que al arquitecto del emir, como éste se le moría, sólo le dio tiempo de adaptar para mezquita las naves de un almacén romano que por allí quedaba, milagrosamente conservado para la ocasión. Bueno, sigamos, pues para tonterías siempre hay tiempo, pero para ver este edificio tenemos poco.

La solería carecía de todo interés en las mezquitas, pues como los orantes deben quedar tendidos durante alguna fase del rito, el suelo estaba siempre cubierto por esteras. Las basas, los fustes, los capiteles y los cimacios de las columnas se expoliaron de ruinas romanas y cristianas de época visigoda, lo que permitió ahorro de mano de obra, materiales y sobre todo tiempo, que buena falta le hacía al piadoso emir. No se te habrá escapado lo hermosos que son algunos de estos capiteles, el brillo de los fustes y su variedad de formas y colores, y lo torpe que son otras piezas, especialmente las cristianas, cuyas cruces están siempre machacadas. En los arcos alternan dovelas de piedra con otras de ladrillotes romanos a sardinel, según el gusto polícromo que heredaron aquellos andalusíes del ambiente tardorromano en que vivían; los muros, especialmente los de los paramentos perimetrales del conjunto, se hicieron a soga y tizón, según la misma tradición clásica, imperante aquí desde época fenicia. El material pétreo, como se verá en todo el exterior, es una caliza miocena de irregular calidad.

De esta teoría general de soportes y arcos escapan los del patio, que se parecen mucho a los que vimos al principio, aunque estirados hacia el interior del edificio. El techo era muy sencillo y se parecía al que hoy vemos (es producto de la reconstrucción de los años cincuenta) y no a la muy decorada solución que llegó a tener en el siglo X; muy escasos fueron los detalles decorativos, pues de ellos sólo conocemos las almenas de gradas del exterior y los rizos de los modillones que permiten el incremento de sección sobre los cimacios de los capiteles.