Época: Final franquismo
Inicio: Año 1959
Fin: Año 1975

Antecedente:
La transformación social

(C) Abdón Mateos y Alvaro Soto



Comentario

Tras la Guerra Civil el "Nuevo Estado" estableció un sistema de relaciones laborales donde se primaba el monopolio estatal en la fijación de las condiciones de trabajo. En los primeros años de la Dictadura se impuso la interpretación del Derecho del Trabajo anticontratualista, oponiéndose tanto al contrato individual como al colectivo. Es decir, se optó por una relación de trabajo en la que el igualitarismo del acuerdo del contrato se sustituyó por una inserción jerarquizada del individuo en la empresa, entendida ésta como comunidad de trabajo que vincula a sus miembros con nexos de hermandad y cooperación.
La imposición de una concepción armónica de las relaciones laborales era incompatible con la realidad social y económica del país. Para llevar a cabo dicho planteamiento se utilizaron dos recursos: por un lado, al menos hasta 1958, el monopolio del Estado en la fijación de las relaciones y reglamentaciones de trabajo; y por otro, la creación de la Organización Sindical, en la cual se supeditaban los intereses de los trabajadores a los del Estado, constituyendo la citada Organización una clara muestra de sindicalismo de sumisión.

El texto doctrinal que sirvió de declaración de principios en materia socio-laboral fue el Fuero del Trabajo. En él se observa la influencia de textos de países autoritarios y totalitarios tales como Portugal, Italia o Alemania. En el Fuero del Trabajo se establece la supresión de la lucha de clases y la configuración de la Organización Sindical sobre los principios de Unidad, Totalidad y Jerarquía, estableciéndose la dependencia de la misma respecto del Estado, así como una relación militante con Falange.

Durante el franquismo, los rasgos distintivos del modelo sindical y de las relaciones laborales vienen marcados por la obligatoriedad de la sindicación, la existencia de una única central sindical que se convierte en oficial, lo que lleva a una sumisión del Estado y a vincular sus objetivos a éste, a la vez que se limitan sus medios de acción al tener prohibido el recurso a la huelga, declarada delito penal o de orden público.

Este modelo sólo se puede llevar a cabo dentro de unas estructuras políticas de carácter autoritario que canalizan las demandas a través de una relación desigual e individual, tratando de impedir toda forma de conflicto colectivo. La existencia del mismo no excluye que las medidas que se tomen puedan mejorar las condiciones de trabajo y la condición obrera, aunque sí supone impedir la libertad de sindicación y de negociación colectiva.

Hasta 1958 las relaciones laborales estuvieron extremadamente condicionadas por el modelo citado, el cual mostró cierta efectividad, junto a la represión, para impedir el conflicto social, que si bien nunca desapareció (1° de mayo de 1947; Barcelona, 1951...) tuvo escasa incidencia. Pero como hemos visto, la necesidad de variar la política económica (medidas preestabilizadoras), así como el resurgir de la oposición obrera llevaron al establecimiento de una mayor autonomía de empresarios y trabajadores a la hora de fijar las condiciones laborales, aunque siempre bajo la atenta mirada (autoritaria e intervencionista) de la Organización Sindical y del Ministerio de Trabajo.

La aprobación en 1958 de la Ley de Convenios Colectivos Sindicales implicó un paso limitado en la autonomía de las partes, no comparable con los sistemas de negociación colectiva de los países democráticos de nuestro entorno, ya que seguía siendo considerable la intervención estatal en la iniciación, desarrollo y aprobación de los convenios colectivos. La intervención más evidente en el proceso de negociación colectiva, y que mayor atentado suponía a la autonomía de las partes, vino constituida por la posibilidad de dictar normas de obligado cumplimiento en el caso de que empresarios y trabajadores no concluyeran su negociación en acuerdo. La intervención gubernamental fue utilizada entre 1958 y 1975 en el 9,5% del total de convenios, afectando tan sólo al 7,2% de los trabajadores bajo convenio, por lo que desde el punto de vista cuantitativo su importancia es limitada. No así desde el cualitativo, pues supuso una pesada espada de Damocles sobre la negociación. Los años en que más se utilizó fueron 1975, seguido de 1967 y 1965, años que coinciden con un alza en la conflictividad, especialmente 1975 y 1967. La intervención del Ministerio de Trabajo se sitúa primordialmente en la línea de tratar de mantener la paz laboral. También se interviene en el caso del conflicto entre los Ministerios económicos, de Trabajo y la OSE.

La negociación colectiva comenzó en 1958, año en el que se firman siete convenios que afectan a más de dieciocho mil trabajadores, pero no será hasta 1962 cuando adquiera importancia. En ese año más de dos millones cuatrocientos mil trabajadores realizan su tarea bajo convenio. A partir de 1965 la cifra de convenios renegociados supera a la de los primeros convenios, y hasta 1968 el ritmo negociador va en aumento, aunque en ese año se produce una interrupción en el proceso como consecuencia de la congelación salarial impuesta a finales del anterior.

Durante 1969 se reanudó la negociación colectiva, que afectaba ya a más de cuatro millones de trabajadores. La mayoría de los convenios firmados durante dicho año tenía una vigencia anual, con lo que se rompía así la tendencia hacia los convenios de larga duración. Incluso si eran de este tipo, se podía establecer una negociación anual sobre la cuantía del salario en función de la variación de los precios. Esto significa que al multiplicarse la acción negociadora, también se multiplicó la posibilidad de diferencias entre las partes y, por tanto, los conflictos. La negociación colectiva, que fue necesaria para poder llevar a cabo el desarrollo económico, tuvo así un efecto pernicioso para el régimen, pues creó las condiciones para el aumento de las huelgas y facilitó la organización de los trabajadores, los cuales utilizaron los medios legales existentes (Comisiones Obreras) para reforzar su posición.

Durante el franquismo, y debido a su naturaleza autoritaria, la existencia del conflicto fue negada y sus manifestaciones reprimidas. Pero ello no impidió su existencia que llegó a ser reconocida por las propias autoridades ante la evidencia de los hechos.

El conflicto fue de naturaleza política, aunque las causas inmediatas del mismo no lo hiciesen parecer así. Las huelgas habidas supusieron el cuestionamiento de la concepción ideológica sobre la que se había fundado el Régimen; por tanto, aunque en su mayoría las acciones colectivas no tuvieron como causa inmediata demandas políticas, sí tuvieron consecuencias de este tipo y en dicho sentido lo entendieron los gobernantes: Un conflicto laboral es siempre un problema político y de orden público, afirmaba el Ministerio de Trabajo en 1972.

Los conflictos tienen sus inductores en aquellos que por razones ideológicas discrepan y realizan oposición, es decir, los partidos y las organizaciones sociales. A pesar de que los participantes en los conflictos no se encuentran vinculados orgánicamente a dichos inductores, sí se suman a las convocatorias que éstos realizan y participan en ellas. Esta situación se materializó en una serie de movimientos estrechamente vinculados, se diría dependientes, de la oposición política.

Como señala Juan Pablo Fusi, la conflictividad desde los años sesenta tuvo una cuádruple manifestación: laboral, regional, estudiantil y eclesiástica. Hay que hacer notar que excepto en el tema regional, demanda que se remonta en algunos casos al final del siglo pasado, fue la propia transformación social la que posibilitó la aparición de los grupos que impulsaron el conflicto.

La conflictividad social presentaba las siguientes características: 1ª) Continuidad en las movilizaciones y conversión de cualquier acto público en tribuna de expresión de la oposición. La conflictividad llegó a convivir con el Régimen; 2ª) Extensión a sectores de la población que habían venido manteniéndose hasta entonces al margen. Tal es el caso de la banca, sanidad, enseñanza, prensa, abogacía...; 3ª) La intensificación de la represión, pese a ciertos cambios habidos (Tribunal de Orden Público...) que no impidieron las condenas a muerte y las ejecuciones (Julián Grimau, Salvador Puig Antich, los fusilamientos del 27 de septiembre de 1975...), ni tampoco las torturas, malos tratos y la muerte de manifestantes. El aumento de la conflictividad llevó al Gobierno a recurrir a la implantación del estado de excepción en diversas ocasiones en parte del territorio o en toda España; así entre 1968 y 1970 se implantó en tres ocasiones. De la misma manera, y pese a la liberalización que había supuesto la Ley de Prensa de 1966, se siguió con la práctica gubernamental de la censura, que se concretó en el cierre temporal de diversos seminarios (Triunfo, Sábado Gráfico, Cuadernos para el Diálogo...) o en el cierre/demolición del diario Madrid; y 4ª) La utilización del terrorismo como medio de realizar oposición. Entre 1968 y 1975 se produjo un total de 42 atentados, que causaron 57 víctimas mortales.

Las huelgas son la manifestación por excelencia del conflicto social en las sociedades industriales avanzadas. En España, tras la Guerra Civil, la huelga fue calificada como delito de lesa patria. El Código Penal de 1944 las calificaba como delito de sedición. Pero el régimen de negociación colectiva establecido en 1958 implicó la posibilidad de admitir situaciones conflictivas nacidas de la confrontación de intereses colectivos en el contexto de la negociación. Debido a ella se llevó a cabo un cambio legislativo en el año 1962, regulándose por vez primera los conflictos de trabajo en sentido formal, lo cual venía a ser un reconocimiento de los mismos. En 1970 y en 1975 se volvió sobre el tema, ampliándose tímidamente la normativa, que si bien reconocía su existencia, a la hora de la regulación atendía más a medidas de naturaleza represivas que a aquellas que trataban de encauzarlos.

El boicot a los tranvías de Barcelona de 1951 señala una nueva forma y unos nuevos objetivos de protesta popular contra el franquismo. Durante la década de los cincuenta se asistió a una recuperación de la movilización obrera, que se desarrolla en el campo reivindicativo, como es el caso de los mineros asturianos, o en la esfera política, como en las fracasadas convocatorias realizadas por el PCE a movilizaciones de ámbito nacional el 5 de mayo de 1958 y el 18 de junio de 1959.

Desde comienzos de la década de los sesenta y hasta 1975 se produjo un alza en la conflictividad laboral, con diversas oscilaciones en función de la negociación colectiva y de los efectos de la represión. En los meses de abril y mayo de 1962 las huelgas fueron numerosas, afectando de forma especial a la minería asturiana, y extendiéndose a otras cuencas de León, Berga, Teruel, Barruelo y Puertollano. También hubo paros en las fábricas de metal de Vizcaya, Guipúzcoa, Madrid y Barcelona. El número de huelguistas se movió en torno a los doscientos mil, cantidad hasta ese momento impensable por parte de las autoridades. Pero lo decisivo no fue sólo la magnitud, sino la coincidencia con otros movimientos de la oposición (reunión del Movimiento Europeo en Munich, denominado por el Régimen contubernio), y la necesidad de conseguir la pacificación, lo que llevó al mismo José Solís a desplazarse a Oviedo para negociar con los huelguistas.

Desde 1963 contamos con información estadística sobre el número de los llamados conflictos colectivos, es decir, las huelgas. Su número tiende a crecer, en especial a partir de 1969, momento en que se produce un impulso que se prolongará hasta la muerte de Franco, año en que alcanza el máximo nivel.

Cualquier comparación del número de huelgas con países occidentales está sujeto a distorsión, dado el marco legal en el que se encuentra España. En todo caso, entre 1963 y 1973 nuestro país ocupa el cuarto lugar tras Italia, Francia y Gran Bretaña en términos absolutos, aunque a notable distancia de los mismos. La oleada huelguística internacional que se va a producir entre 1968 y 1974, y que se da en los anteriores países y los Estados Unidos, no tuvo consecuencias inmediatas en España hasta 1976, coincidiendo con el proceso de transición.

Las huelgas desde la década de los sesenta, e incluso en la anterior, tienen unos nuevos protagonistas, a diferencia de lo que ocurría en los años treinta cuando eran principalmente llevadas a cabo por jornaleros sin cualificación (pertenecientes al sector agrícola y la construcción). Ahora van a ser trabajadores cualificados del metal y de las industrias manufactureras los principales actores, es decir, la nueva clase obrera. Este cambio responde tanto a la transformación económica y social que se viene produciendo, como a la nueva composición de la clase obrera que abandona las tradiciones del pasado y, con la experiencia cotidiana que adquiere en los centros de trabajo, olvida los planteamientos de la revolución social que durante la República fueron el eje central de sus demandas.

Los sectores más conflictivos entre 1963 y 1974 fueron la siderurgia y la metalurgia (44,5%), seguidos a gran distancia por la minería (13,1%) y la construcción (9,6%). El tamaño de las empresas influyó decisivamente a la hora de que se produjeran o no huelgas. Entre 1968 y 1974, el 67,4 por ciento del número total de conflictos tuvo lugar en centros con más de 100 trabajadores (mientras que la proporción de estos centros en la economía española era 1,3 por ciento). En dichas empresas se daban dos condiciones que facilitaban la protesta: la existencia de un convenio colectivo y un jurado de empresa en el que era habitual la presencia de militantes de la oposición.

La distribución geográfica de las huelgas estuvo marcada por las provincias que habían experimentado un intenso proceso de industrialización como Madrid y Guipúzcoa, así como por los tradicionales bastiones obreros, que mantenían una notable presencia de la industria como Barcelona y Vizcaya, y por provincias que se encontraban en declive como era el caso de Asturias. También se producen conflictos significativos en otras provincias que si bien no tenían tradición de lucha obrera, había desarrollado una cierta industrialización; éste sería el caso de Navarra y Valladolid. En el mapa del conflicto se combinan los rasgos definidores de la transformación social del país, urbanización e industrialización, más la existencia de vanguardias organizadas. En los casos en que dichas vanguardias son muy recientes, el papel impulsor del conflicto corresponde a los militantes católicos, que optan en un momento determinado por enfrentarse al Régimen, hecho que se aprecia con claridad en Navarra.