Época:
Inicio: Año 300
Fin: Año 476

Antecedente:
Bajo Imperio



Comentario

La Iglesia de los siglos IV-V había adquirido un relevante poder económico y social, logrando una estructura jurídico-política acorde con su poder. Las donaciones imperiales habían constituido la base sobre la que se levantaría este poder. Por otra parte, esta generosidad imperial había atraído también hacia las iglesias el evangelismo de la oligarquía. Además de las numerosas exenciones fiscales, tanto a las iglesias como a los clérigos,los intereses particulares de la Iglesia determinaron diversas transformaciones jurídicas, tales como las referentes al derecho sucesorio, relajando los antiguos vínculos del derecho familiar: la política de la Iglesia se encaminó a favorecer la libertad del individuo a la hora de donar sus bienes, emancipándole de los vínculos naturales de la comunidad familiar. De este modo, el patrimonio eclesiástico aumentó considerablemente, nutrido por las donaciones y testamentos. Valentiniano I y Teodosio adoptaron disposiciones contra las donaciones de los fieles a las iglesias o a los clérigos, para evitar que familias enteras quedaran en la miseria. Pero, a juzgar por los numerosos testimonios de que disponemos, es evidente que dichas disposiciones no fueron cumplidas. La mayoría de estos donativos consistía en fundos más o menos considerables que, de hecho, convirtieron a muchas iglesias (entre ellas las de Milán, Rávena, Roma, Arlés, Marsella, Cartago, etc.) en grandes propietarias de tierras, equiparables en muchos casos a las de algunos clarissimi.
Durante el siglo V las decretales conciliares y la normativa jurídica imperial dedicaron abundantes disposiciones a propósito de la adquisición y la administración de los bienes eclesiásticos: prohibiciones de alienar los bienes de las iglesias -que los obispos matizan aceptando la alienación cuando los bienes donados son de poco rendimiento-, de que las iglesias dispusieran libremente de los bienes recibidos, incumpliendo la voluntad del testador...

Dentro de los benefactores eclesiásticos hay que destacar el importante papel que tuvieron las mujeres como donantes. Se conocen muchos testimonios de mujeres que hicieron edificar iglesias a su nombre (cada iglesia tenía que ir acompañada por una extensión de tierra necesaria para el mantenimiento de los clérigos), sosteniendo los gastos con sus riquezas personales que, a veces, estaban constituidas por vestidos y joyas o, en otras ocasiones, por vastísimas massae, como las concedidas por Melania a la Iglesia.

Ciertamente, la Iglesia detentó durante el Bajo Imperio el monopolio de la asistencia social y su patrimonio pasó a ser designado patrimonium pauperum, o patrimonio de los pobres, pero aun cuando el número de excepciones y de obispos que realmente ejercieron una labor de auténticos sostenedores de su comunidad es numeroso, lo cierto es que las decretales de los papas Simplicio y Gelasio disponen, como principio administrativo para el conjunto de las iglesias, una normativa que dejaba poco espacio a la asistencia social. De las rentas que generaran las propiedades de cada iglesia, se harían cuatro partes equivalentes: tres de ellas se atribuirían a la propia iglesia -una para el obispo, otra para el mantenimiento del edificio eclesiástico y otra como salario para los clérigos- y sólo una cuarta parte de estas rentas se destinaría a los pobres.

La poderosa Iglesia oficial contó con muchos detractores que, dentro de ella, repudiaban la secularización y enriquecimiento de la misma: el monacato, por ejemplo, progresa en gran medida en Occidente durante el siglo V, alentado por la voluntad de establecer con la fe un compromiso más auténtico. Dos de estos monjes nos dejan testimonio de su visión de la Iglesia de esta época: "Que Dámaso -obispo de Roma- y los demás obispos prevaricadores guarden pues sus basílicas brillantes de oro, insolentes en sus revestimientos de mármol, elevadas sobre la magnificencia de sus columnas. Que guarden también las posesiones que se extienden hasta la lejanía. A causa de ellas la verdadera fe ha periclitado".

De este modo, si la expansión del régimen de los grandes dominios fue una causa determinante de la ruina de las ciudades, de las dificultades financieras del fisco estatal y, consiguientemente, del hundimiento del Imperio, la Iglesia oficial, gran propietaria de dominios y dotada de una serie de privilegios que aumentaban su autonomía frente al Estado (como la capacidad judicial otorgada a los obispos), no fue ajena tampoco al hundimiento del Imperio. Lo que en tiempos de Constantino se había iniciado como una estrecha colaboración Iglesia-Estado pasó a lo largo de los siglos IV-V a convertirse en un instrumento del desarrollo del poder hegemónico de la Iglesia en perjuicio del Estado.

Por otra parte, si la Iglesia se había mostrado dispuesta desde la época de Constantino a mantener el consenso social que todo poder político necesita, lo cierto es que este consenso comenzó a tener fisuras muy poco tiempo después de su reconocimiento. El fraccionamiento producido en el concilio de Nicea hizo necesario que los emperadores, interesados en el mantenimiento de la unidad y de una Iglesia sólida y compacta, participaran intensamente en los asuntos internos de la misma, contribuyendo a establecer una serie de alianzas con el Estado, que implicaban un aumento del poder político de los obispos y un debilitamiento del prestigio imperial, sometido a las solicitudes de una de las iglesias y a los ataques de la iglesia contraria, ya fuese arriana, monofisita, etc.

Estas disensiones internas, en forma de sectas o herejías, se produjeron durante todo el Bajo Imperio y la enumeración de las mismas resultaría excesivamente larga, aunque en el Código Teodosiano aparecen condenas, proscripciones o multas a prácticamente todas ellas en un momento u otro. Si ciertamente la Iglesia no funcionó como un elemento de cohesión ni en la parte oriental ni en la parte occidental, lo cierto es que en Oriente la mayoría de las controversias religiosas no tuvo -sin duda por los mayores niveles de prosperidad- el impacto social que en Occidente.

La atribulada vida del Imperio occidental era terreno abonado para que algunas de estas sectas sirvieran como canalización de la protesta social e incluso de la revuelta. Es el caso por ejemplo del priscilianismo y mucho más claramente de la secta donatista que actuó como fermento de un clima social en el norte de África, contrario a la Iglesia Católica y, consecuentemente, a quien la apoyaba, el emperador. Aun cuando muchas de ellas tuvieran un carácter rigorista y de oposición puramente teológico, como el maniqueísmo, el pelagianismo, el novacianismo, los catafrigas, los bionitas, etc., sus adeptos participaban del enfrentamiento a la Iglesia oficial y al Imperio católico y su propaganda minaba la autoridad de ambos. Así pues, las disensiones internas de la Iglesia tuvieron no sólo repercusiones puramente religiosas, sino que en ellas arrastraron a aquellos que se habían convertido en su brazo secular.