Comentario
Como retratista, la efigie que recrea a la reina Mariana de Austria (Madrid, Prado, c. 1652-53), con su aparatosidad algo retórica, es sin duda la obra maestra del género en estos años finales. Es una figura monumental, algo envarada, aprisionada en el rígido guardainfante del vestido y en la peluca no menos espectacular, signos externos junto con el traje negro y plata de la rigurosa etiqueta del Alcázar. Sin embargo, esta grave imagen de la reina está resuelta con el más elevado alarde técnico, con un estilo abocetado que busca sobre todo el impacto visual, la coherencia del conjunto, sin entretenerse en definir ningún detalle, como no sea el rostro, que, desde el punto de vista de la obra pictórica, es quizá lo menos interesante (J. Gállego, 1983, p. 183).
El retrato de Felipe IV con armadura y un león a los pies (Madrid, Prado) forma pareja con el anterior de la reina Mariana; la imagen del rey muestra la misma aparatosidad en los detalles externos, pero no pierde la gravedad y distanciamiento expresivo del rostro. Velázquez debió pintarlo hacia 1653, fecha de una carta de Felipe IV a sor Luisa Magdalena de Jesús, condesa de Paredes, monja carmelita en Malagón, en la que se muestra voluntariamente prisionero de los destinos pictóricos de Velázquez, pues mientras se lamenta de que hace nueve años que su pintor no le ha retratado, teme simultáneamente su flema proverbial, tanto como irse viendo envejecer en las imágenes (Pérez Sánchez, 1991, p. 53).
Los dos retratos de Felipe IV con cadena de oro (Londres, National Gallery) y sin ella (Madrid, Prado), pintados entre 1655 y 1660, testimonios de la decadencia física del monarca, muestran al rey verdaderamente envejecido, abrumado por las obligaciones y amargado por los desengaños. Velázquez puso su oficio para mostrar esta situación que los cronistas reflejan contemporáneamente, como por ejemplo una larga meditación del monarca junto a la urna de su sepultura en el Panteón Real de El Escorial. El pintor no traiciona la verdad, pero el rey no podía mostrarse como un simple mortal y en estos últimos retratos pervive aún cierto distanciamiento e indiferencia ante la contingencia de los acontecimientos externos, expresados en el gesto severo.
Felipe IV también tenía motivos de alegría en estos años, que eran sus hijos, como aparece en el epistolario a sor Luisa Magdalena de Jesús. Los retratos infantiles de estos niños pintados por Velázquez y conservados en Viena por ser regalos familiares a la rama austríaca de los Habsburgo, constituyen la más delicada galería realizada por el maestro: el de la Infanta María Teresa en edad casadera, con su acuarelado vestido blanco (c. 1652-53), los varios realizados a la Infanta Margarita -especialmente los que la muestran con vestido carmesí y plata a los dos o tres años (c. 1652-53) y a los ocho años con vestido azul (c. 1659)- y el del Príncipe Felipe Próspero (Viena, Kunsthistorisches Museum, c. 1659), muestran una corte de niños, como de hecho lo son Las Meninas, cuya vitalidad ingenua se transforma en melancolía bajo el peso de la contención majestuosa y de la etiqueta palaciega, prematuramente consciente de su destino. Son retratos suntuosos, llenos de elementos significantes como los cortinajes o las mesas engalanadas con ricos tapetes que en el retrato de la Infanta Margarita (c. 1652-53) se adorna con un pequeño búcaro de flores plenamente impresionista.
En el del Infante Felipe Próspero el escenario se abre hacia las estancias contiguas diferenciadas por su diversa iluminación; se halla en un entorno de miniaturas -sillón y perrito incluidos- que agigantan al niño. La técnica de estos retratos, su virtuosismo y el uso pleno de los recursos impresionistas de pinceladas menudas señalan a Velázquez como un espíritu anticipador de soluciones pictóricas.