Época: Barroco Español
Inicio: Año 1650
Fin: Año 1700

Antecedente:
Murillo, Valdés Leal y su escuela

(C) José C. Agüera Ros



Comentario

Es obligado tratar sobre Francisco de Herrera el Mozo (Sevilla, 1627-Madrid, 1685) por la enorme transcendencia de su novedoso influjo en el ambiente pictórico local desde 1650. Sevillano de nacimiento, e hijo de Francisco de Herrera el Viejo, su primera formación transcurrió con su padre, artista altivo de fuerte genio y maestro de muchos pintores, pero del que por eso pronto se emancipó escapando de su tutela y con sus dineros, según Palomino. Esto sucedería hacia 1647-50, estando entrado en la veintena y ya algo diestro en el arte de pintor, pero siempre en Sevilla donde permaneció en el primero de esos años al contraer matrimonio con Juana de Auriolis.
Por entonces parece situable la noticia de que marchó a Italia, al narrar Palomino que en Roma estudió con gran aplicación, así en la Academia como en las célebres estatuas y obras eminentes. Contaba además que allí pintó bodegoncillos en que tenía gran genio y especialmente con algunos pescados hechos por el natural, con tanta fortuna que llegó a conocérsele como "il Spagnolo de gli pexe", logrando no sólo la fama sino la utilidad. Con este género menor, fácil de realizar, de éxito y venta rápidos, quizá aseguraba su subsistencia y de ello se deduciría que estuvo al tanto de la naturaleza muerta de tipo napolitano hasta dominarla. Pero a la vista de su obra pictórica posterior, de más envergadura, debió atender en mayor medida al pleno barroco de Pietro da Cortona, fogoso y triunfante, a la sazón en boga en los ámbitos italianos avanzados. También se interesaría por las artes del espacio, alcanzando una formación superior a la de sus colegas hispanos, pues, de nuevo según Palomino, volvió consumado arquitecto y perspectivo. Todo ello sólo podía resultar de la asistencia no sólo frecuente sino asidua a las Academias que proliferaban en Italia desde el Renacimiento lo que implica que, vuelto a Sevilla, tuviera más peso del que quizá fue el inspirador y catalizador, como se apunta últimamente.

Al volver a España mediado el siglo, tras dejar en Madrid en 1654 en los Carmelitas Descalzos una proclama del nuevo barroco decorativo con su cuadro del Triunfo de San Hermenegildo, es seguro que una vez llegado en 1655 a Sevilla debió crear con su estilo e ideas nuevas una importante convulsión. No hay duda de que Herrera volvía rodeado de cierto prestigio cuando no con reconocido saber, pues es significativo que de noviembre a diciembre del mismo año ingresara en la Hermandad del Santísimo Sacramento de la catedral. Para ello hubo de realizar un cuadro sobre el Triunfo del Sacramento para la Sala de Juntas de la Hermandad, donde hoy sigue, que evidencia cómo los comandatarios estaban abiertos a su estilo innovador y que aceptó tal exigencia para su admisión, aunque haciendo valer su arte al no pintarlo a devoción, según era frecuente, sino por valor de 7.000 reales, precio al que además se llegó tras pleito, acuerdo y tasación. Se admite con unanimidad que el San Hermenegildo es una obra sumamente novedosa en el panorama tanto sevillano como nacional, a excepción de lo que Rizi hacía en la Corte. Con ella se precipitó en Sevilla el barroco apasionado, al usar fuertes contrastes de composición, tonos y luces para crear un todo efectista, donde una técnica también nueva, de pincelada agilísima y deshecha, sirve magistralmente a esas mismas búsquedas, aquí resultados, de de la Apoteosis de San Francisco para un altar de la catedral, desplazando en el encargo colorismo y fluidez.

Que el cuadro obtuvo pronto una alta estima lo prueba que, pese a las desavenencias surgidas por la evaluación, el Cabildo hispalense le confió acto seguido, en 1657, una gran pintura a Murillo a quien se le había propuesto antes. La anécdota es veraz y sintomática del brusquísimo giro estético que merced a Herrera iba a dar el gusto pictórico en Sevilla, pues aunque el San Francisco repetía mucho de lo ya ensayado en la obra madrileña, respecto a composición, dinamismo, colorido y libertad técnica, se distanciaba en modernidad frente a los dos pintores locales preferidos del momento, Murillo y Zurbarán. Estos no vacilaron ante la lección de Herrera en marchar a Madrid apenas meses después, ya en 1658, para renovar su arte y asegurar la clientela, aquel en triunfo incipiente recién cumplidos los cuarenta años y con más ánimo aún Zurbarán, que frisando los sesenta ya era por tanto casi anciano para su tiempo.

Lo que pudo ser rivalidad entre Herrera y Murillo se resolvió con cierta cordialidad, a tenor del transcendental acontecimiento que supuso la conjunta fundación de una Academia de Dibujo en Sevilla, el 11 de enero de 1660. Fue la pionera de las establecidas en España con verdadero carácter artístico y resulta significativa la intervención de Herrera auspiciando la nueva institución surgida tal vez a raíz de sus gestiones durante el lustro que llevaba en la ciudad. Bien pudo ser fruto de la experiencia italiana del pintor, que encontraría por esa iniciativa cierta ratificación, pues aunque no respondía estrictamente al elevado concepto de las de Italia, parece verosímil que la impulsara al conocer el éxito con que aquellas funcionaban.

Más que un calco de los modelos foráneos era un compromiso entre los modos tradicionales de aprendizaje y la novedosa oferta de un medio para la adecuada e imprescindible formación de los jóvenes principiantes en el dibujo del natural, siempre tan beneficioso, bajo la guía y supervisión de pintores consagrados. Facilitaba además un marco de instrucción alternativo fuera de la ya casi caduca institución gremial, que con sus inherentes trabas y corporativismos tantos problemas había ocasionado a los artistas en todo el país. Pero ahora en Sevilla y con la permisividad del gremio podían contar con un organismo, idóneo además para proporcionarles un cauce que dignificara la profesión de pintor, tan debatida social y fiscalmente en España. Respaldada por la nobleza, al ser sus protectores el conde de Arenales y el marqués de Villamanrique, tenía una presidencia rotatoria entre los maestros reconocidos que evitaba riesgos dictatoriales, según quedó sancionado al instituirse con la doble dirección de Herrera y Murillo, de espíritu y estilos tan contrapuestos. Junto a algunos más, casi todos los pintores de cierta nombradía desde veteranos como Bernabé de Ayala, Pedro de Camprobín y Sebastián de Llanos Valdés hasta más jóvenes como Valdés Leal, Arteaga, Villavicencio, Meneses Osorio y el flamenco Schut ingresaron como académicos figurando hasta un arquitecto, Simón de Pineda y un escultor, Pedro Roldán.

Sin embargo, en noviembre de 1660 Herrera no aparecía ya como Presidente, dirigiéndola sólo Murillo, lo que por tanto implica que abandonaría Sevilla ese año para trasladarse a Madrid, donde ligado a la Corte permaneció hasta su muerte. Mas no debió olvidar del todo su ciudad natal, pues hacia 1671 proporcionó dibujos para los grabados del libro de Torre Farfán sobre las fiestas hispalenses por la canonización de San Fernando. Aunque para entonces la Academia entraba en una vía muerta que la llevó a su disolución en 1674, la renovación estilística de Herrera ya había prendido en los dos maestros más sobresalientes del momento, Murillo y Valdés Leal.