Comentario
Una confluencia de circunstancias calamitosas en la bisagra de 1650 marcó en la ciudad de Sevilla una inflexión profunda en todos los órdenes. Entre las causas más importantes, a los estragos que la gran epidemia de peste había causado en 1649, reduciendo su población a la mitad, se unió la recesión del comercio con América que, cada vez con más dificultades, subía por el Guadalquivir. La decadencia general del país se agravó en la antes floreciente urbe hispalense, creando una situación tan crítica que la carestía produjo incluso en 1652 la llamada revuelta de La Feria, una sublevación de los menesterosos contra el poder establecido. La situación se repitió en las décadas siguientes, al desembocar la pérdida de varias cosechas en la gran crisis del hambre de 1678, a la que sucedería apenas transcurridos dos años un terremoto. La lenta recuperación no detuvo la pérdida paulatina de su rango de capital comercial del Imperio español, favorecida además por el desplazamiento del comercio hacia Cádiz, que más tarde convertiría a ésta en sede primero efectiva y titular después de la metrópoli.
Centrándonos en el marco que sirvió de escenario al desarrollo de la pintura en Sevilla desde 1650, la crisis frenó en ella el crecimiento de las fundaciones conventuales de órdenes religiosas, que habían sido durante la primera mitad de la centuria los principales comandatarios de cuadros. Pero no implicó que en los cincuenta años siguientes desapareciera el fenómeno del encargo pictórico, al producirse un relevo de las instancias promotoras del mismo que, ahora, eran los miembros locales de la alta Iglesia, con algunos obispos y sobre todo canónigos, muchos comerciantes extranjeros y sólo excepcionalmente algún que otro convento y fundación benéfica.
Esto refleja una vez más que no siempre economía y arte caminaron juntos, pues para corroborarlo sólo hay que repasar las fiestas y eventos celebrados en Sevilla desde mediados de siglo, con gran solemnidad y con independencia de los anuales fijos como la Semana Santa y el Corpus. Así, aun en medio de tantas catástrofes, en abril de 1660 hubo ánimos para organizar un gran auto de fe en la Plaza de San Francisco. Más positivos fueron los fastos concepcionistas desde 1654, cuando se celebró la octava de la fiesta de la Inmaculada por vez primera en la catedral. Con júbilo aún más solemne por el engalanamiento de calles y plazas, con altares para paradas de procesiones, se festejó en 1662 el Breve del Papa Alejandro VII que sancionaba la piadosa creencia inmaculista.
En 1665 la reinauguración con nuevo y suntuoso ornato de Santa María la Blanca, vieja iglesia antaño sinagoga, sirvió de pretexto para organizar manifestaciones de religiosidad y arte, al exponer en su entorno al público bastante de lo mucho que había en Sevilla de pintura extranjera. Pero nada fue comparable a la transformación de la urbe hispalense con motivo de la canonización del santo rey Fernando III de Castilla en 1671, cuando decora dos de efímeras arquitecturas fingidas, con pinturas alegóricas cubrieron la catedral.
La decadencia de la ciudad tenía así su contrapunto y también un contrasentido en el auge de la fiesta pública, sobre todo religiosa, que en parte por motivaciones sinceras conseguía sin embargo enmascarar la verdadera realidad. El arte efímero triunfó alcanzando niveles de monumentalidad y esplendor comparables sólo con Madrid, siendo otro síntoma de esa decidida inflexión de la capital híspalense hacia lo barroco en sentido estricto durante la segunda mitad de siglo. En consonancia con ello, igual y hasta mayor calidad presentó la pintura sevillana de ese período, a cuyo conocimiento han contribuido desde el profesor Angulo otros muchos, componiendo un corpus ya resuelto ampliamente en cuanto a sistematización de panorama, artistas y obras. De entrada y en general, esta manifestación logró una homogeneidad estilística, al definirse globalmente como barroca también. En la primera mitad de la centuria pintores barrocos fueron Roelas, Herrera el Viejo, Cano y a menudo Zurbarán, pero tal conceptuación sólo puede aplicarse en sentido estricto a la pintura que se desarrolló en Sevilla desde 1650, pues hasta entonces fluctuaban junto a esa tendencia otras diversas como tardomanierismo y naturalismo. La segunda clave diferenciadora fue la configuración clara de una escuela pictórica, con modos concretos y variedad de temas, que surgió por esfuerzos conjuntos. El ejercicio de la pintura tenía como marco legal un gremio, que obligaba tras el aprendizaje a un examen de maestría sin el cual no se podía practicar pública y libremente. Pero esta vetusta estructura corporativista permitió en esa misma etapa la fundación de una Academia de Pintura, donde una nueva organización formativa refrendó y después divulgó la barroquización total que vertebró esa escuela. Murillo y Valdés Leal tuvieron especialmente un papel esencialísimo en ambos logros y por ello han recuperado su puesto de pintores sevillanos más importantes de aquella época.