Época: Barroco Español
Inicio: Año 1650
Fin: Año 1700

Antecedente:
La pintura barroca madrileña

(C) José María Quesada



Comentario

Tras los primeros triunfos de la generación anterior surgió un grupo de pintores, todos ellos nacidos en la década de los treinta, discípulos de aquéllos, y que continúan y desarrollan los logros de sus maestros, para desaparecer antes que éstos. Su pintura más efectista y con un sentido más audaz del color si cabe, los hubiera convertido en los dignos sucesores.
Juan Antonio Frías y Escalante (1633-1669) nació en Córdoba y pronto pasó a la Corte, al taller de Francisco Rizi. Nos ha dejado poca obra conocida, que nos dice que fue el pintor de la escuela madrileña que mejor recoge la enseñanza de los grandes maestros venecianos del siglo XVI. Su pintura recuerda especialmente a algunos de los efectos pictóricos de Tintoretto y Veronés: sus figuras escorzadas, sus colores fríos y claros, de azules, malvas o rosas aplicados con maestría en la graduación tonal. El propio Palomino comenta con respecto a la serie de lienzos para el convento de Nuestra Señora de la Merced de Madrid que "cierto son una admiración; y en que se descubre el gran genio, que tenía, y la afición a Tintoretto, y Veronés, porque sigue en todo aquel estilo en la composición y gracia de actitudes".

Casi todas las obras conocidas del pintor son de los últimos años de su vida. Básicamente pertenecen a la serie comentada y en ellos se ve a un pintor que domina todos los recursos de su técnica: los celajes de azul intenso con ecos venecianos, figuras bien dibujadas, y composiciones con un fino sentido del ritmo en la disposición de las diferentes figuras. Una obra característica de Escalante es su Cristo Muerto (Madrid, Prado, 1663) que Palomino pondera en los siguientes términos: "Pero en lo que se excedió a sí mismo, fue en una efigie de Cristo, Señor nuestro Difunto,... pues verdaderamente parece de Tiziano". Este cuadro pertenecía a la serie de La Merced, como los diecisiete lienzos para la sacristía con asuntos alusivos al Sacramento de la Eucaristía, dispersos entre el Prado y depósitos de este museo en todo el país.

Escalante fue un brillante pintor de Inmaculadas. Hay un buen número de ellas, realizadas con una técnica suave tanto por el sfumato de los contornos del diseño como por su colorido; en este aspecto recuerdan las que hiciera Alonso Cano por la belleza del modelo. Características son la de Robledo de Chavela (Robledo de Chavela, Madrid, Parroquia, hacia 1660-63) o la de Lumbier (Lumbier, Navarra, Parroquia, 1666).

Escalante murió cuando iba camino de convertirse en una realidad, como dice Palomino, con gran sentimiento de toda la profesión, que esperaba de tan peregrino ingenio, adelantamientos superiores.

José Antolínez (1635-1675) posiblemente es el pintor más sorprendente de su generación, puesto que es el único que trata con cierta frecuencia otros temas además del religioso. Nació en Madrid y fue discípulo de Rizi. Palomino nos ha dejado la imagen de un hombre vanidoso y creído de sí mismo y de su arte. Así nos cuenta que saliendo un día a pasearse con Juan de Cabezalero (mozo muy modesto y humilde) dijo Antolínez: "Verdaderamente, amigo, que dos mozos, como nosotros, en la pintura, no los hay en Madrid". A que respondió Cabezalero: "Que por sí mismo lo podía decir, que él no merecía tanta merced". Y dijo Antolínez: "Pues agradece, que vas conmigo, que si no, yo sólo había de ser". Sea cierta o no esta anécdota, el caso es que Antolínez frecuentó las academias particulares de dibujo, quizá la de Francisco de Solís, y que pronto llega a alcanzar un gusto refinado del color y del dibujo en sus obras, "una tinta aticianada", la llama Palomino.

Entre sus cuadros religiosos destacan las versiones de la Inmaculada. Se conserva un buen número de ellas. Tienen un carácter muy movido; vuelan en el cielo con sus mantos y sus capas flotando, empujadas por el viento. Los colores son fríos, como los de Escalante, predominando los azules intensos que brillan fulgurantes con pequeñas pinceladas de platas. Los escorzos tanto de la Virgen como de los angelitos que la rodean son inverosímiles, sus cuerpos se giran hacia un lado mientras que cabezas y manos se mueven hacia el lado opuesto.

Del resto de su obra religiosa conviene destacar su interpretación del Tránsito de la Magdalena (Madrid, Prado, hacia 1670-75), tema de éxito en nuestra iconografía del Siglo de Oro desde Ribera. Soberbio, ejemplifica lo que pueden dar de sí los artistas madrileños. En el cuadro destacan los azules del lujoso manto de la santa penitente y los de los celajes del paisaje de fondo, los malvas y los platas en los que se disuelve la figura del ángel que saluda a la santa, que en su impulso ascensional describe, junto al ángel, una diagonal perfecta que atraviesa todo el cuadro.

Un aspecto muy interesante de su producción son esos cuadros de género diferente y en algunos casos extraños a la tradición española. El Vendedor de cuadros (Munich, Alte Pinakothek, hacia 1670) es un cuadro de género similar a los que se vienen atribuyendo al pintor Antonio Puga. Frente a lo que se cree sobre su influencia flamenca u holandesa parece que más bien se inspira en los modelos de la pintura de género boloñesa. Sobre el cuadro, algunos han señalado que Antolínez está revisando, a través del juego de planos que se alejan en el lienzo, la estructura del genial cuadro de Velázquez, Las Meninas.

Sin embargo, el Retrato del embajador danés Lerche y sus amigos (Copenhague, Museo, hacia 1662) remite claramente a los modelos de retratos de grupos del mundo pictórico de los Países Bajos. Por último, en este grupo se podría considerar un pequeño lienzo que representa una Perrita (antes en la Col. Stirling Maxwell, Inglaterra), vibrante y llena de vida y que recuerda a otro de los mejores retratos de perrito de compañía, el que tiene el infante Felipe Próspero en el cuadro que pintó Velázquez.

El tercer pintor del grupo era burgalés de nacimiento Mateo Cerezo (1637-1666). Su padre fue pintor pero parece ser que el hijo pronto se encuentra en la Corte, primero en el taller de Antonio de Pereda y luego en el de Carreño. De ambos recoge algo, porque, aunque Cerezo es un pintor del Barroco, nunca rechazaría el poso naturalista y el misticismo del ambiente artístico madrileño de la primera mitad del siglo, que hunde sus raíces en la misma Contrarreforma. Es el pintor de San Francisco en éxtasis, de la Magdalena penitente, del Ecce Homo, temas que también fueron fuente de inspiración del Greco. Parece que Cerezo pudo sentir un fuerte impacto del cretense, uno de los pocos casos conocidos de la recuperación del mundo estético del Greco antes del siglo XX. Ahora bien, el estilo de Cerezo no se estanca en estos artistas, sino que es más bien un crisol de influencias. Si, por un lado, recoge la inspiración de sus maestros y del Greco, por otro, la disfraza con la elegancia de los modelos de Van Dyck.

Los santos de Cerezo tienen el mismo fino sentido del dibujo del flamenco, ostentando la sensualidad tan característica de los modelos de Van Dyck. Casi se puede afirmar que es el pintor madrileño que se preocupa más seriamente por la belleza sensual de sus personajes, puesta al servicio, eso sí, de motivaciones más trascendentes.

Sus primeras obras tienen un marcado acento naturalista al estilo de Pereda, como se ve en el retablo del convento de Jesús y María de Valladolid, de fines de la década de los cincuenta. A este período le sigue una etapa más colorista y en la que se siente el aliento de los modelos de Carreño, por ejemplo en las dos versiones de los Desposorios de Santa Catalina (Madrid, Prado, 1660; Palencia, Catedral, 1662). Tras 1662 transforma sus modelos en seres más elegantes, más hermosos pero a la vez más profundos y envueltos en una atmósfera religiosa próxima al quietismo o al jansenismo.

Inolvidables son sus versiones del santo de Asís (Madrid, Museo Lázaro Galdiano; Madrid, Prado), consumido por el amor de Dios, o las del Ecce Homo (Budapest, Museo) o el San Juan Bautista (Kassel, Museo), de clara inspiración ticianesca. Pero todo ello empalidece ante sus versiones de La Magdalena penitente. La primera de la serie (Amsterdam, Rijksmuseum, 1661) todavía se presenta sensual y con un rico colorido; pero poco a poco acentúa el sentido dramático de la escena como la que hace el último año de su vida (Madrid, Hermandad del Refugio, 1666), un lienzo que recuerda las palabras del padre Molinos cuando en su "Guía Espiritual" escribe: "Allí el divino Esposo, suspendiéndole las potencias, la adormece con un suavísimo y dulcísimo sueño. Allí dormida y quieta recibe y goza, sin entender lo que goza, con una suavísima y dulcísima calma. Allí el alma elevada y sublimada en este pasivo estado se halla unida al sumo bien, sin que la cueste fatiga esta unión".

También fue un pintor de Inmaculadas importante, ya que las suyas, junto con las de Escalante, se convirtieron en un modelo muy imitado por otros artistas.

Cerezo es, sin duda, una sorpresa y sus obras merecen el puesto más elevado entre las obras maestras de nuestro Siglo de Oro. Por supuesto, no hay que olvidar que se trata de uno de los mejores bodegonistas del siglo; al menos eso indican sus pocas obras conocidas en este género. Su Bodegón (Madrid, Prado, hacia 1664), por ejemplo, es un cuadro realista, incluso morboso, en la descripción minuciosa de los objetos, especialmente, en la cabeza despellejada del cordero.

Juan Martín Cabezalero (hacia 1635-1673), nacido en Almadén (Ciudad Real), aunque se formó también con Carreño, es muy diferente tanto a su maestro como a su compañero de aprendizaje, Cerezo. Su estilo es heroico, noble, de carácter épico.

Artista malogrado como sus compañeros anteriores, de él se conserva poca obra, a lo que hay que añadir que es de difícil acceso, como los cuatro lienzos sobre la Pasión de Cristo de la capilla, de la Venerable Orden Tercera de Madrid. En su estilo también se perciben las influencias de Van Dyck, sobre todo, por la corrección del dibujo de sus personajes, no exenta de una riqueza cromática importante. Un cuadro muy hermoso restituido a su producción es la Asunción de la Virgen (Madrid, Prado, hacia 16651670), basada en una estampa de un cuadro de Rubens pero de una ejecución soberbia y con una finísima gama de colores fríos.