Época: Arte Español del Siglo XVIII
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1750

Antecedente:
Arquitectura barroca cortesana
Siguientes:
El palacio de Aranjuez
La urbanización del Sitio

(C) José Luis Sancho Gaspar



Comentario

El piacentino Giacomo Bonavia, llamado en principio como ayudante del pintor Galluzzi y empleado luego junto a su compatriota Rusca en la pintura con perspectivas arquitectónicas de las bóvedas en el palacio de La Granja de San Ildefonso, fue ganando reputación de arquitecto a los ojos de Felipe V, que le nombró director de las obras de Aranjuez. Bonavia ocupó el puesto hasta su muerte en 1759 y por tanto llevó a cabo todos los edificios emprendidos en aquel Sitio por Fernando VI y la propia trama urbana en la que están insertos. Las calles arboladas que ordenan el espacio cultivado de Aranjuez escapaban, sin embargo, de las competencias de Bonavia, así como las obras hidráulicas: unas y otras estaban a cargo de ingenieros especializados como Charles de Witte o Leopardo de Vargas.
Del mismo modo, no sólo el mantenimiento sino el trazado de los jardines quedaba bajo la responsabilidad del jardinero mayor, que durante la mayor parte del siglo fue Esteban (II) Boutelou, hijo de otro Esteban (I) jardinero mayor en La Granja durante la creación de aquel jardín. Las fiestas eran organizadas por el célebre cantante Farinelli, quien incluso llegó a disponer la situación de algunos pabellones y el trazado de ciertas calles de árboles. Por tanto, aunque son innegables las atribuciones de Bonavia como supervisor general de todas las obras llevadas a cabo en Aranjuez, su total poder de decisión quedaba restringido a las obras de arquitectura propiamente dichas.

El conjunto del Sitio resulta de la colaboración de un equipo de profesionales dirigidos -a través del secretario de Estado y del gobernador- a materializar la voluntad real: crear, dentro de un marco bucólico, un escenario para la representación cortesana, entendida como fiesta en honor y para la diversión de los monarcas, pero siendo a la vez un espectáculo ofrecido, como expresión de sí mismo, por el poder. Aranjuez no ha sido escogido en vano para ello, pues aquí más que en otra parte resultaba fácil el contraste barroco entre Naturaleza y Artificio, entre la fertilidad de los cultivos y jardines y el fasto de los objetos suntuarios desplegados en tal teatro.

El sentido del Aranjuez dieciochesco puede evocarse merced a los cuadros de Battaglioli y el libro de Farinelli, que ilustran las festividades en honor de la onomástica del rey y la escuadra del Tajo -las falúas y góndolas doradas en las que los reyes y la comitiva recorrían el río oyendo música al ir y volver de palacio a los puestos de caza- y a partir de los edificios y jardines subsistentes, donde resulta perceptible aquel ambiente a pesar del cambio de orientación que experimentará bajo Carlos III y, sobre todo, de la grotesca degradación que el Sitio ha sufrido duranve el siglo XX.

El jardín de la Isla, creado por Felipe II y mejorado por Felipe IV con esculturas y fuentes, fue enriquecido bajo Felipe V con la adición, a cada uno de sus extremos, de dos parterres a la francesa, diseñados por el ingeniero Etienne Marchand, que había sucedido a René Carlier en la dirección de los jardines de La Granja, ya prácticamente terminados cuando en 1727 se emprendieron los de Aranjuez; se trataba, por tanto, de hacer brotar en este venerable Sitio el ambiente patrio que el rey había creado en su lugar de retiro, y que ahora, de nuevo en el trono, aspiraba a encontrar también durante la jornada de primavera. El parterre de palacio era una composición brillante aunque convencional dentro de su género, si bien le otorgaba cierta atipicidad el hecho de estar cerrado con una pared -que Carlos III mandó demoler y sustituir por un foso que no cerrase la continuidad visual entre el jardín y el espacio externo- la cual prolongaba la del contiguo jardín de los emperadores o de Felipe II, en un curioso compromiso entre el ámbito hispánico y manierista del jardín cerrado y las formas ornamentales a la francesa. Más original era el parterre de la Isleta, añadido al extremo de la Isla a modo de extenso mirador sobre las Huertas de Picotajo y los sotos que se extienden hasta la junta de los dos ríos Tajo y Jarama.

Estos dos jardines, así como el de la Isla -al que añadió Boutelou un reservado para flores-, fueron objeto de modificaciones y mejoras ornamentales constantes bajo Fernando VI, pero es en otro aspecto de Aranjuez donde las iniciativas de los dos primeros Borbones fueron más ambiciosas: las antiguas Huertas de Picotajo -totalmente replantadas con frutales en 1745-, el nuevo potager de la reina (1721) y la Huerta de la Primavera -creada en 1758 y englobada desde 1789 en el jardín del Príncipe- constituyen importantes ejemplares de un curioso híbrido entre el cultivo de producción, el jardín de ocio y la alameda de paseo, pues sus plantaciones escogidas, cuidadas mediante costosos jornales, no estaban destinadas a producir un beneficio económico y sobrepasaban las necesidades de la mesa real.

Servían, sin embargo, para ofrecer una imagen de la feliz abundancia del reino regido por tan magnífico monarca. Picotajo, con sus bancos y esculturas de piedra y con sus avenidas y cuadros plantados con frutales traídos de las más escogidas variedades de toda la Península, era una imagen retórica y emblemática, es decir, propaganda en el mismo grado que el proyectado interior del Palacio de Madrid -con mármoles de toda España- o la serie de los reyes sobre su cornisa.