Época: Arte Español del Siglo XVIII
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1800

Antecedente:
Arquitectura barroca en Galicia

(C) María Dolores Vila



Comentario

Don José de Vega y Verdugo, conde de Alba Real, es una de las personalidades más complejas e interesantes de su tiempo, representante, según Bonet Correa, del teórico ilustrado capaz de dirigir y aglutinar bajo su mandato a una serie de artistas a los que formará en el gusto más actualizado tanto del arte italiano, que él sin duda había conocido durante su estancia en Italia, como de lo que se estaba llevando a cabo en la Corte de Madrid, en aquellos momentos en plena fiebre de renovación artística.
La visión que Vega y Verdugo tuvo de la catedral de Santiago, tras su toma de posesión capitular en 1649, hubo de parecerle pobre e indigna de una Sede Apostólica, por lo que comenzó de inmediato a presionar sobre sus compañeros del Cabildo para iniciar una gigantesca renovación de este edificio hecho de añadidos y carente de unidad. Expresará su propuesta de forma escrita en el famoso "Informe sobre la construcción de varias obras en la catedral de Santiago de Compostela", manifiesto de una nueva estética en el que, a lo largo de cuarenta y ocho folios con once dibujos intercalados, expresa sus gustos, conocimientos y su propuesta de remozamiento de la catedral de Santiago, tanto interior como exteriormente. A lo largo de su escrito, Vega muestra todavía una formación clasicista, por su respeto por los órdenes o las proporciones, las referencias a la simetría o a los tratadistas como Vitruvio, pero todo ello ha de considerarse en relación con la idea de un engrandecimiento de la basílica, la búsqueda de unos efectos ópticos inusitados y un dominio ornamental ya barrocos.

Propone Vega la construcción de un baldaquino sobre la tumba apostólica, ya que considera que un retablo sería indigno de tal lugar y considera necesario remodelar exteriormente la catedral, comenzando por la cabecera, la parte que mira a la Quintana, que era la más visible desde la ciudad que se extendía entonces fundamentalmente hacia levante; se remodelará también la fachada occidental, para la que propone igualar la altura de las torres y rematarlas con chapiteles; esta obra quedó inconclusa ya que el fabriquero centró su interés en la Quintana, que encomendó a José de la Peña de Toro, así como el baldaquino por él trazado y en el que a lo largo de veinte años trabajarán distintos maestros de obras hasta hacerse cargo de él Domingo Antonio de Andrade, el mejor traductor a la arquitectura de las ideas de Vega y Verdugo.

La historia de este gran baldaquino que corona y monumentaliza la tumba de Santiago tuvo su inicio ya en 1643, cuando el Cabildo propuso reformar la Capilla Mayor, pidiendo trazas en 1648 a dos maestros de Madrid; el Cabildo optaba por un retablo de plata situado bajo el Tabernáculo ya existente, idea que rechazó de plano Vega y Verdugo, tanto por la estrechez del espacio de la Capilla Mayor como porque un retablo no era apropiado para visualizar el lugar de la tumba. Su propuesta está dominada por la idea de la consecución de una corrección óptica que permita captar el espacio de la Capilla Mayor como un gran recinto aéreo y dinámico, lo que llevará a utilizar como soporte columnas salomónicas y a erigir el baldaquino sobre cuatro grandes ángeles en vuelo superando, según sus propias palabras, a el de Roma (el baldaquino de Bernini) mejorado, pues si allí columnas lo sostienen, acá ángeles le están sustentando.

Para esta obra, de evidentes referencias italianas, Vega hubo de contar en un principio con los maestros de obras que por entonces trabajaban en la catedral, como Francisco de Antas Franco o Bernardo Cabrera, ambos entalladores, y llamó también al arquitecto madrileño Pedro de la Torre, lo que evidencia los contactos del fabriquero con la Corte de Madrid, así como su deseo de que en el conjunto trabajasen los artífices entonces más actualizados, lo que lleva también a que diversos elementos decorativos se tallen en Madrid.

A partir de 1665 trabaja en el baldaquino Domingo Antonio de Andrade, quien sabe traducir a la perfección todos los deseos de Vega y Verdugo, tanto en el terreno de lo decorativo (a Vega se debe la exaltación de una decoración naturalista como la que usará Andrade) como sobre todo en el planteamiento espacial del tabernáculo, de macizo remate octogonal en el primer proyecto de Vega, pero que en manos de Andrade se transforma en una pirámide hueca en donde juega un papel esencial la luz, configuradora de un espacio dinámico y abierto en el que se suspende el baldaquino.

Para el remozamiento exterior de la catedral, Vega y Verdugo contó con José de la Peña de Toro, arquitecto procedente de Salamanca y que en 1652 había sido llamado por la comunidad benedictina de San Martín Pinario. Peña era un arquitecto estrechamente vinculado a la obra de San Esteban de la ciudad del Tormes y profundo conocedor del edificio entonces más importante, la iglesia de la Clerecía, que tanta repercusión iba a tener en su planteamiento constructivo, aún con fuertes resabios clasicistas. Sin embargo, de la mano de Vega y Verdugo comenzó la transformación barroca de la catedral de Santiago sentando unas pautas que, en buena medida, determinarán el quehacer de un Andrade o un Fernando de Casas.

El canónigo fabriquero hubo de dejar una profunda huella en Peña de Toro, definiendo las directrices y orientándolo hacia un barroquismo bien diferente de aquel ya exhausto clasicismo que practicaba en sus obras personales, como la Capilla de San José de la iglesia de la Compañía de Santiago, en donde la utilización del vano termal, la corrección de las pilastras toscanas o la concepción de la media naranja deben mucho todavía a una tradición que se resiste a morir.

De un aire mucho más novedoso son las obras que pueden atribuírsele en el monasterio de San Martín Pinario, sobre todo en el aspecto decorativo, ya que la introducción allí de las sartas de frutas, a imitación de las de las Agustinas de Monterrey de Salamanca, convierten a Peña en el vehículo introductor de estos elementos naturalistas en el barroco gallego; tales sartas de frutas, todavía bastante planas y esquemáticas, aparecen presentes a ambos lados de las ventanas abiertas en las bases de lo que deberían haber sido las torres de la iglesia (fechadas en 1652), así como en la cabecera del refectorio del convento benedictino que creo hay que atribuirle.

A partir de 1658, Peña de Toro entró al servicio de la catedral de Santiago, comenzando su colaboración como intérprete de las ideas de Vega y Verdugo, e inmediatamente comenzó la renovación de la vieja fábrica románica por la parte de la cabecera de la iglesia, que miraba hacia la Plaza de la Quintana y que en palabras de Vega y Verdugo "muestra una mala puertecilla metida en un estrecho rincón y unos catorce o quince tejadillos que cubriendo los cubos parecen capillas de hornos...". Las obras de embellecimiento comenzaron por la construcción del Pórtico Real de la Quintana, iniciado en 1658 por Peña de Toro y que sufrió una importante remodelación entre 1696 y 1700 cuando, con motivo de la edificación de la nueva sacristía catedralicia, Domingo de Andrade se ve obligado a adelantar sobre la Plaza de la Quintana este pórtico (se conservan referencias documentales que indican que por 1696 se desmonta el pórtico). Parece evidente que Andrade aprovechó varios elementos arquitectónicos de la construcción anterior (escudos, relieves y otras partes de la portada), pero no sabemos hasta qué punto respetó el arquitecto la idea general de lo construido por su predecesor, repitiendo una articulación mural a base de un orden gigante de columnas o un sentido horizontal del entablamento relacionable con obras salmantinas o madrileñas, como ha señalado el padre Ceballos. Sí es diseño personal de Andrade el lumínico remate de la peineta con hueco central, que habría de coronarse con una escultura de Santiago ecuestre y que es prueba del gusto de Andrade por la potenciación del vacío activo y la alternancia de masas y huecos.

La monumentalización de esta parte de la basílica consistirá también en forrar esos catorce o quince tejadillos con un cierre unitario de altos muros rematados por pináculos. Además se remodela la Puerta Santa, construida entre 1611 y 1616 por Francisco González de Araújo, ensanchándola y dotándola de un cuerpo superior que, más tarde, Domingo de Andrade abrirá en su parte central para recortar sobre el vacío la estatua de Santiago peregrino. Asimismo, Peña de Toro abrió la Puerta de los Abades, de sobriedad herreríana en palabras de Bonet Correa, por el uso todavía de un paramento almohadillado y la inserción de sus dos cuerpos por medio de aletones con acróteras de bola.

El engrandecimiento de la cabecera catedralicia culminó con la obra del cimborrio, que cubre y visualiza el lugar más importante de la basílica, como reconoce el propio Vega y Verdugo: "adonde tienen puestas sus mayores banidades (las iglesias) es en subir y ermosear sus cimborrios y torres". De este modo, aquel aspecto fragmentario de iglesia de aldea que tanto molestaba al canónigo fabriquero, se trocó por su consejo y por la obra de Peña de Toro en una magnífica armonía visual que revela la estructura interna del edificio en una gradación en altura que va desde las puertas, el nivel terreno, para culminar en la cubierta del crucero y que hallará su clímax en la visión del fondo con las torres del Obradoiro, en cuya génesis está también la idea de Vega y Verdugo y una primera intervención de Peña de Toro en el primer cuerpo de la Torre de las Campanas.