Época: Roma
Inicio: Año 753 A. C.
Fin: Año 476

Antecedente:
La religión



Comentario

Junto al culto público, los romanos presentaban un culto privado, más personal e intimista. El pater familias oficiaba como sacerdote, era el responsable de los ritos dirigidos a las divinidades domésticas: los lares y los penates. Además, cada individuo rendía culto a su genio personal.
El pater familias debía conocer perfectamente el ritual familiar, pues suya era la responsabilidad de cuidar de su prole. Era él quien realizaba las ofrendas y quien pronunciaba las palabras precisas de manera correcta, pues de su habilidad dependía la seguridad y el bienestar de sus habitantes.

En cada casa había una capilla -lararium- o una simple hornacina con un altar, ubicados en el atrio. En este lugar se veneraba a la diosa Vesta y a los espíritus protectores del fuego y el hogar o lares. Estos se representaban en pinturas o mediante estatuillas. El culto a los lares se celebraba especialmente en los días festivos, realizándoseles una ofrenda en todas las comidas, al final de las cuales se dejaba una pequeña cantidad para ellos. Todas las ocasiones festivas para la familia se iniciaban con una ofrenda de perfumes y guirnaldas a los lares.

Fuera de la casa, los lares eran adorados también en pequeñas capillas ubicadas en los límites de los campos cultivados, que marcaban la frontera simbólica de la propiedad familiar y el ámbito de lo propio.

Además de los lares, los penates eran dioses de veneración doméstica. Estos eran considerados los protectores de la despensa y la casa en general, aunque, con el tiempo, fueron subsumidos dentro del conjunto de los lares.

Otros seres del culto doméstico eran los manes, espíritus de los antepasados muertos. A ellos se acudía en solicitud de favores, existiendo la obligación de recordarles una vez al año. En su honor se celebraban fiestas funerarias, en las que los difuntos eran obsequiados con alimentos, flores, bebidas y regalos. Además, la familia debía rezarles a diario y mandar hacer unos retratos que eran colgados de las paredes de la casa. Si todo este ritual no era debidamente seguido, los romanos pensaban que el alma del difunto erraría constantemente hasta convertirse en un espíritu maligno.

Cuando alguien moría, otros manes acudían al entierro, representados por como maniquíes voluntarios con máscaras de cera identificativas. El cadáver del finado se transformaba en sombra y pasaba entonces a formar parte del reino de los manes. Este concepto sufrirá una profunda transformación cuando en el Imperio Romano entre con fuerza el cristianismo.