Época:
Inicio: Año 1800
Fin: Año 1900

Antecedente:
La pintura entre las dos corrientes

(C) José Rogelio Buendía Muñoz



Comentario

La pintura de Historia fue probablemente el género más apropiado durante el romanticismo. Su temática era impulsada a través de los concursos y oposiciones académicas desde la segunda mitad del siglo XVIII. Así, en 1766, se exigió a Goya y a sus compañeros realizar como tema de concurso un episodio de la vida de la emperatriz Marta de Bizancio y, más tarde, en 1761, en Parma, su Academia le obligaba a plasmar el momento en que Aníbal pasa los Alpes. El género que conocemos como pintura de Historia surgió en el siglo XVIII bajo el patrocinio de la Academia francesa y con el apoyo de la monarquía para activar el patriotismo galo. Sin embargo, como tantas veces en el devenir histórico, las cosas tomaron otros giros. Así, David, dignificador del género, hizo -tal señala Argán- que en sus cuadros las figuras dejaran de ser símbolos o alegorías y encarnasen ideas, convirtiéndose en panfletos revolucionarios.
Indudablemente, la pintura de tema histórico debe de tener un sentido moralizante y pedagógico. Para los historiadores del momento los personajes históricos son exempla virtntis e impulsan la idea de las conciencias nacionales.

Esta es la línea que trazan dos discípulos españoles de David: José de Madrazo (17811859) y Juan Antonio de Ribera (1779-1860), quienes practican el clasicismo romántico, suprimiendo todo elemento pintoresco que distraiga de la contemplación y de la meditación, en busca de la estética de lo sublime. El madrileño Ribera se inició con Ramón Bayeu y en París, al lado de José Aparicio -autor del polémico cuadro El hambre en Madrid (1818)- trabajó asiduamente en el estudio de David, donde llevó a cabo su primer cuadro de Historia, Cincinato (Museo del Prado), que por su claridad compositiva y su carencia de falsa elocuencia supera a la mayoría de los cuadros de esta temática.

El santanderino José de Madrazo logró ser, junto a Vicente López, el más reputado artista plástico de su generación. En la Academia recibió lecciones de Gregorio Ferro y, gracias a un retrato de Godoy, consiguió la beca para estudiar en París, ciudad que en estos momentos sustituía a Roma en la formación de los jóvenes españoles. Sin embargo, poco después se trasladó a la Ciudad Eterna, donde permaneció hasta 1818. También se negó a reconocer al Rey intruso, lo que le condujo al Castillo de Sant'Angelo. En Italia realizó, entre otras obras, la Muerte de Lucrecia, obra prodigiosa por su forma y colorido. Su amistad con Küntz -se casó con su hija- le permitiría introducirse en el ambiente cultural de la Roma del momento, conociendo a Canova y a los nazarenos Overbeck y Cornelius, que incidirían en sus composiciones. Desde la muerte de Carlos IV y María Luisa, a los que se había mantenido fiel, regresó a Madrid en 1819; en su equipaje traía un gran número de yesos, que reforzaron los ya estropeados de Mengs, para impartir sus clases en la Academia, donde ensayó un nuevo método basado también en el estudio del natural y del color: oficialmente no llegó a implantarse hasta 1838, y con recortes que pusieron frenético a Galofré. En 1838 fue nombrado director del Museo del Prado; doce años más tarde sustituiría a Vicente López como Pintor de Cámara.

Esta temática adquiere su desarrollo en la segunda generación, la cual se adentra en el pleno romanticismo en época de Isabel II. Los asuntos, por lo general tomados de la Historia antigua que habían servido de base a los pioneros del género, son sustituidos por otros extraídos de la Historia medieval y renacentista, que se adecuan al espíritu neomedieval que embarga la época.

El artista que hace de puente entre las dos generaciones es el excelente retratista murciano Rafael Tejeo (1798-1856). Discípulo del mediocre Aparicio en Madrid, fue pensionado en Roma en 1824. Su primer tema académico corresponde al feroz Hércules y Anteo, aún más clásico que romántico. Más tarde muestra conocer la pintura nazarena cuando ejecuta su Ibrain-el Djerbi en el sitio de Málaga, en donde practica la tendencia medievalista al gusto de la época.

Los primeros pintores que practican el género histórico dentro del medievalismo con indudable personalidad son, a su vez, dos hijos de artistas: Federico de Madrazo y Küntz y Carlos Luis de Ribera. Sin embargo, la fama ambos la adquieren en el retrato.

Entre lo nazareno y el tardoclasicismo se muestra el murciano Germán Hernández Amores (1823-1894), pero será el gerundense Benito Mercadé (1821-1897) quien sobresalga dentro de la pintura nazarena que se practica en Cataluña. Su Colón recibido en la Rábida logra el éxito en la Exposición Nacional. Ahora bien, en 1855 el mismo tema será plasmado por el madrileño Eduardo Cano (1823-1897) con sensatez y gran dominio de los valores plásticos. La renovación del género llegará de manos de otro madrileño, Eduardo Rosales (1836-1873). Su vida está marcada por una lucha constante y voluntariosa contra los infortunios, lo que fortalece su personalidad artística. Después de estudiar en la Academia, el cólera cercena la vida de sus padres, en 1854, quedando en la penuria económica. Lo mismo que Goya, se encamina a Italia por el medio más económico, o sea, pasando por Francia. En Roma realiza múltiples estudios para llevar a cabo una obra maestra, el Testamento de Isabel la Católica. Presentado en la Exposición Nacional de 1864 llama la atención del público erudito, lo mismo que más tarde en París. En la Muerte de Lucrecia efectúa el último cuadro del romanticismo español adentrándose en el Realismo. Esta corriente brota líricamente en el más bello desnudo de la pintura española de su siglo, el de Nicola, de espaldas (1869), donde iguala a Manet sin imitarle.