Comentario
El movimiento abbasí comenzó oscuramente en Kufa y el Jurasan, apoyado por numerosos mawali y en relación con los si´ies, aunque sin confundirse con ellos, en torno a descendientes de al-'Abbas que se consideraban con derecho al califato, llegado el momento. El gran organizador fue un liberto mawla de Kufa, Abu Muslim, que comenzó la revuelta en el Jurasan, el año 746, entró en Kufa con sus seguidores tres años después y alzó como califa a Abu-l-'Abbas. Marwan II y los restantes miembros de la familia omeya, salvo Abd al-Rahman, fueron exterminados con el 750.
Los abbasíes se consideraron a sí mismos la dinastía bendita, en contraste con la impía ilegitimidad que atribuían a los omeyas, fueron guías de la comunidad en la oración y en la aplicación de la ley (iman), al tiempo que lugartenientes del Profeta y jefes de los creyentes (amir al-mu'minin), utilizaron los signos de poder más relacionados con su carácter religioso (el sello, la túnica y la lanza del profeta, el color negro en sus estandartes), y promovieron la reflexión y ordenación teológica y jurídica en torno a la fe islámica, pero nunca accedieron a las pretensiones de sus antiguos aliados si´ies, que se sintieron traicionados. No así los muchos mawali que habían apoyado el cambio: con los abbasíes el imperio árabe de los omeyas es sustituido por otro puramente islámico en el que las diferencias de origen entre los creyentes tenían mucha menos importancia.
Al haber cesado la era de las grandes conquistas, los califas de la dinastía pusieron su principal empeño en mejorar las instituciones sobre bases distintas: fundaron una nueva capital en el año 762, Bagdad, lo que situaba en Mesopotamia el centro del imperio, y adoptaron muchos procedimientos de gobierno y administración de origen persa, acabando con el anterior predominio sirio. El ejército también perdió su anterior aspecto tribal y su composición con voluntarios de la fe, pues pasó a estar integrado por mercenarios procedentes muchos de ellos del Jurasan: si esto era, en principio, beneficioso para el poder califal rompía, en cambio, con las ideas que habían hecho del ejército árabe el instrumento de las conquistas de tiempos pasados. Durante trescientos años, en fin, la dinastía abbasí presidió la madurez y apogeo de la primera civilización islámica en todos sus aspectos: "su mayor logro -escribe D. Sourdel- fue la plena definición cultural del mundo islámico al integrar armoniosamente elementos árabes, iranios y greco-sirios: fe islámica, valores sociales árabes, ética irania, lógica y ciencia helenísticas, todo ello expresado en árabe como lengua común y dentro de una concepción universal del Islam basada en la idea de la igualdad de los creyentes". No es extraño que aquel Islam clásico fuera visto, en tiempos futuros, como un modelo de perfección a imitar o restaurar.
El poder efectivo y casi universal de la dinastía abbasí duró no más de un siglo. Ya en época de los califas al-Saffah (750-754) y al-Mansur (754-775) se rompieron anteriores alianzas: Abu Muslim, uno de los grandes artífices del triunfo, murió ejecutado en el año 754. Los si´ies de la parte de Hasan fueron reprimidos tras sus revueltas de los años 762 y 788, mientras que los de la de Husayn permanecían tranquilos y más atentos a la formulación de sus doctrinas religiosas. El jariyismo, aunque menos poderoso, todavía inspiró revueltas en Iraq, Siria, Arabia y, en especial, en el lejano Magreb, donde respaldó la independencia de los bereberes rustemíes de Tahert (761) y de otras ciudades-estado como Siyilmasa, fundada en 757, en la cabecera de los caminos que atravesaban el Sahara de Norte a Sur. Por el contrario, los idrisíes, independizados desde el año 788 y fundadores de Fez en torno al 808, eran si´ies. Y, más allá, Al-Andalus había hecho secesión tras la llegada del último omeya, Abd al-Rahman (756), que estableció un emirato independiente en Córdoba, siempre afecto a la ortodoxia sunní.
El califato de Harum al-Rasid (786-809) ha sido siempre considerado como una época de apogeo, en la que el mando administrativo corrió a cargo de la familia irania de los Barmekíes durante 17 años, hasta su caída en desgracia en el 803. Desde luego, los problemas de fondo no desaparecieron, en especial los relativos a la dificultad de mantener o recuperar el poder en las zonas extremas de Occidente o del Jurasan, pero tampoco se agudizaron. El sordo enfrentamiento entre árabes e iranios en la Corte se resolvió a la muerte del califa mediante la guerra entre su sucesor principal, un hijo de madre árabe, al-Amin (809-813), y otro hijo, de madre irania, al-Ma'mun (813-833), que consiguió vencer y alcanzar el califato. En su época se produjo el intento más fecundo de desarrollar la ortodoxia en sus aspectos teológicos y jurídicos, introduciendo incluso la posibilidad de formas de reflexión crítica (mu'tazilismo), al tiempo que se promovían iniciativas piadosas, entre ellas la construcción de la mezquita al-Aqsa en Jerusalén, y se buscaba la aproximación con los si'íes, en especial de la rama de Husayn. La condena del mu'tazilismo en tiempos de al-Mutawakkil (847-861) marcó el final de aquellos intentos, en coincidencia con las primeras dificultades políticas graves.
Tales dificultades arrancaban, es cierto, de tiempos anteriores porqué el poder califal no podía ejercerse homogéneamente sobre todo el territorio, incluso en acuella época de relativa paz exterior: contra Bizancio hubo ofensivas en la frontera del Taurus y en Armenia en algunos momentos (775, 809, toma de Amorion en 838, 863) pero la línea se mantuvo estable. En el Jurasan fue preciso conceder mayor autonomía a familias de gobernadores, como los Tahiries, que retuvieron el cargo entre el 821 y el 873, o a notables como los Samán-Judat de Transoxiana, cepa de la futura dinastía samaní. En el extremo occidente, las secesiones se consolidaban al añadirse a las anteriores otra más importante, la de los gobernadores Aglabíes de Qairuán, estables desde el año 800 al 909 y creadores de un primer "estado árabe-bereber según el modelo de Bagdad" (Laroui). Las regiones centrales del imperio conocieron diversas revueltas locales pero no desgarros definitivos. Los califas, sin embargo, vivían aquellos problemas desde la lejanía de sus gigantescas residencias palaciegas, donde estaban mediatizados por otro tipo de poderes: al-Mustasim (833-842) se trasladó de Bagdad a la nueva ciudad palatina de Samarra, donde su nueva guardia turca de mamluks o esclavos blancos tenía una capacidad de presión excesiva sobre el califa, más peligrosa incluso que las incidencias de las revueltas urbanas en Bagdad.