Comentario
Durante la primera mitad del siglo VIII se turnarán en Roma papas nacidos en la ciudad con otros de ascendencia griega o siria. A costa de grandes esfuerzos lograron preservar su autoridad en la capital frente a las presiones de bizantinos y lombardos que, a su vez, pugnaban por extender su dominio en la península itálica. Luitprando (712-744) será el más poderoso rey lombardo. Uno de sus sucesores, Astolfo, expulsó de Ravena (752) al último exarca bizantino.
Cuando los lombardos estaban a punto de convertirse en los dueños de toda Italia y amenazaban con ello la independencia de los papas, éstos recurrieron a los francos. El papa Zacarías, el papa Esteban II o el papa Adriano I (entre el 741 y el 795) se vieron favorecidos por la generosidad de los primeros monarcas carolingios. La coronación imperial de Carlomagno fue la culminación de una prolongada complicidad política.
La figura de Carlomagno como Defensor Ecclesiae relegó a un segundo papel a los papas de su época. A su muerte se habían perfilado en Roma tres partidos que, de hecho, van a pugnar a lo largo del Medievo: el imperial; el senatorial, integrado por las familias de la nobleza romana, y el papal, representante de la burocracia eclesiástica. La decadencia del poder central franco bajo los sucesores de Carlomagno y las pugnas entre estas tres facciones hicieron muy inestable la posición de los pontífices. A mediados del siglo IX, sin embargo, gobernó un papa de indudable talla: Nicolás I (858-867).
El peso de su autoridad se dejaría sentir en tres ámbitos:
En primer lugar, en relación con los altos dignatarios eclesiásticos cuyo prestigio social había crecido al convertirse, bajo Carlomagno y Luis el Piadoso, en importantes consejeros políticos. Nicolás I manifestó su interés en demostrarles que su jurisdicción dependía de Roma. Así se lo hizo saber al metropolitano Juan de Ravena, a quien se obligó a devolver la administración de algunas diócesis que había usurpado. Y así se lo hizo saber también al metropolitano Hincmar de Reims, una de las más prestigiosas figuras de su época en los terrenos eclesiástico, cultural y político. El conflicto entre el Papa y el metropolitano surgió en el 861 a propósito de la sanción que éste aplicó a un obispo de su provincia eclesiástica. El Papa acabó imponiendo su autoridad a Hincmar recordándole que todas las causas mayores -tales como la destitución de obispos- eran incumbencia exclusiva de Roma. Los incidentes volvieron a repetirse en el 867 con idénticos resultados: el sometimiento del metropolitano de Reims a los dictados papales.
La autoridad de Nicolás I se dejó sentir, en segundo lugar, frente a los reyes, especialmente frente a Lotario II. El motivo: el repudio del monarca a su mujer legítima Teutberga para casarse con su concubina Waldrada. Un asunto a cuya dimensión canónica se sumaban otras circunstancias: las ambiciones territoriales sobre Lotaringia de Carlos el Calvo. Y un asunto en el que el Pontífice mostró su firmeza en pro de la indisolubilidad del matrimonio.
El tercer asunto de importancia que hubo de afrontar Nicolás I afectaba a las relaciones de Roma con Constantinopla. Se acostumbra a conocer con el nombre de Cisma de Focio.
En la ruptura entre las dos sedes pesaron diversas circunstancias. El detonante pudo ser el irregular ascenso de Focio al patriarcado de Constantinopla frente al titular legitimo Ignacio. Pero en el fondo había otras cuestiones en juego. Estaban viejas y nuevas cuestiones de índole administrativa: la jurisdicción sobre las diócesis de Iliria, disputada por Roma y Constantinopla, o la autoridad sobre una Bulgaria que (864) acababa de convertirse al Cristianismo. Y estaba también una añeja polémica que periódicamente cobraba nueva fuerza: la cuestión del Filioque. Se trataba de una expresión que los latinos habían introducido en el Credo de Nicea para reconocer la doble procedencia (del Padre y del Hijo) del Espíritu Santo. Constantinopla la consideraba incorrecta.
Éstas y otras circunstancias menores provocaron una ruptura que sólo se superó tras la muerte de Nicolás I. En efecto, en el 869 el emperador bizantino Basilio I deponía a Focio y reanudaba sus relaciones con Roma. En el 877 volvería a ocupar la silla patriarcal pero reconciliado plenamente con el Papado. No puede hablarse de segundo cisma de Focio aunque la figura del patriarca sería invocada en los siglos siguientes cada vez que Constantinopla tratara de afirmar su independencia frente a Roma.
El hundimiento del edificio político carolingio liberó al Papado de una tutela que podía resultar pesada. Pero le privó también de un aliado frente a los excesos de las grandes familias romanas. Hablar, sin embargo, de Edad de Hierro del Pontificado es recurrir a un fácil tópico. La primera mitad del siglo X conoció también papas de talla como Juan X, verdadero defensor de Italia frente a los ataques sarracenos ante la inoperancia de los poderes políticos del momento. Mucho del desprestigio que cayó sobre la sede romana se debió no sólo a la inmoralidad y corrupción patrocinadas por la familia de Teofilacto, sino también a la propaganda urdida interesadamente por los apologetas de la restauración imperial otoniana.
En efecto, la coronación de Otón en el 962 trajo la recuperación del partido imperial en Roma que llegó a arrogarse el derecho a imponer en la sede de San Pedro a aquellos candidatos que considerara más dignos. El cesaropapismo de Carlomagno se reproduce perfectamente en los emperadores de la casa de Sajonia. La más acabada muestra la daría Otón III en relación con su consejero Gerberto de Aurillac. El favor imperial le permitió ocupar la sede metropolitana de Ravena y poco después (999) le auparía a la Cátedra de San Pedro. El nombre tomado (Silvestre II) estaba cargado de simbolismo: pretendía ser para el emperador teutón lo que Silvestre I había sido para Constantino según la tradición: un mentor espiritual y un buen colaborador político. Inconscientemente se estaban creando para el futuro graves equívocos en las relaciones entre poder temporal y poder espiritual. Precisamente la cuestión de la autoridad papal fue la causa principal del primer gran cisma de la Iglesia cristiana, el que separará a Occidente de Oriente.