Comentario
En la Edad media cristiana, alcanzado el uso de razón todos los fieles estaban obligados a cumplir con las prácticas de tipo ascético características del calendario eclesiástico. El sínodo de Benevento (1041) en época de Urbano II señaló ya como fecha del inicio de la Cuaresma el miércoles anterior al primer domingo del ciclo (caput ieiunii), que se conocería posteriormente como "miércoles de ceniza". El periodo cuaresmal abarcaba 40 días y se caracterizaba por la abstinencia completa, prohibición de carne, huevos y leche y una sola comida diaria. Al tratarse de una época de mortificación quedaba también en suspenso toda fuente de placer, como las fiestas, cacerías, bodas, relaciones sexuales, etc.
Aparte del ciclo cuaresmal existían también otras jornadas marcadas por el ascetismo. Así los "ayunos de témporas", establecidos por Gregorio VII para señalar el paso de las cuatro estaciones y los "ayunos de vigilia", en vísperas de celebraciones solemnes. Finalmente, todos los viernes del año se dedicaban a la abstinencia, salvo que coincidiesen con una fiesta religiosa.
En cuanto al sacramento de la penitencia o expiación de los pecados, conoció durante la Plena Edad Media una autentica eclosión, al calor de su madurez doctrinal y práctica, íntimamente ligada con la teología del purgatorio.
Característico sacramento de muertos, al restaurar la unión con Cristo rota por el pecado, la penitencia tomó como eje fundamental de su doctrina hasta el siglo XII la declaración verbal, publica o privada, de las faltas. De ahí que, ya en el siglo XI, se instaurase la costumbre de otorgar la absolución -sobre todo a los moribundos- antes incluso del cumplimiento de la pena. La fórmula empleada por el sacerdote era aún sin embargo de carácter deprecatorio, no quedando claro si el perdón de Dios se realizaba ya entonces o con la reparación penitencial. Al calor de la obligatoriedad de la confesión anual dictada en el IV Concilio de Letrán surgió la actual formula imperativa, unánimemente aplicada desde mediados del siglo XIII, y por la que el sacerdote administraba la absolución de los pecados en nombre de la Trinidad.
El papel central dado a la absolución a partir de entonces restó importancia a las formas arcaicas del sacramento, como la penitencia pública o la confesión laica. Ésta se mantuvo sólo en los ambientes caballerescos, en tanto que aquélla se transformó definitivamente en un simple instrumento penal de los tribunales eclesiásticos.
Desde el punto de vista de la práctica sacramental se impuso así mismo la confesión auricular privada, cuyos orígenes hay que buscarlos en la Iglesia irlandesa, y que había venido difundiéndose por el continente desde el siglo VIII. Con el triunfo de este rito se tarifaron rigurosamente las penas, ateniéndose a la jerarquización oficial de los pecados, tal y como puede encontrarse en los manuales de confesores de Raimundo de Peñafort (Summa de Penitentia) y Juan de Friburgo (Summa confessorum), ambos del siglo XIII.
Respecto al régimen penitencial, se moderó sustancialmente, abarcando desde los rezos, limosnas y genuflexiones para las faltas leves, hasta los ayunos, la peregrinación expiatoria o la entrada en un monasterio para las más graves. Se reguló asimismo canónicamente el secreto de confesión, castigándose con enorme rigor al sacerdote que incumpliera el sigilo sacramental.
Si bien la absolución tenía el efecto inmediato de perdonar el pecado, no ocurría lo mismo con las consecuencias de éste, que debían saldarse mediante penas temporales a cumplir en la tierra o en el purgatorio. Tradicionalmente se había venido admitiendo la llamada redención pecuniaria, que a cambio de limosnas o incluso mediante el contrato asalariado de una tercera persona se destinaba a solventar la pena impuesta. A pesar de las condenas eclesiásticas, esta práctica sólo pudo desterrarse gracias a la maduración teológica del sacramento, paralela a la referente al purgatorio.
Doctrinalmente hablando, el nuevo sistema de indulgencias, destinado a cubrir las penas temporales producto del pecado, se basaba en el principio del tesoro de la Iglesia, definitivamente perfilado en el siglo XII. Según este principio, la Iglesia administraba los abundantísimos méritos de la Virgen y los santos y los infinitos de Cristo en favor de los fieles, acortando así su estancia en el purgatorio.
Desde el punto de vista práctico las indulgencias surgieron en el Midi francés y la Península Ibérica en el siglo XI, aplicándose a quienes aportaran fondos para la construcción de iglesias y obras piadosas. En 1063 Alejandro II proclamó la llamada indulgencia plenaria para el supuesto de la lucha contra al-Andalus, renovándose en 1095 a todos los cruzados. A partir del XII la indulgencia se aplicó también a los que colaborasen en la dotación de obras de interés general, y naturalmente a cualquier participante en guerras contra musulmanes, paganos o herejes. El IV Concilio de Letrán aplicó también el beneficio de la indulgencia a los que colaborasen económicamente con la cruzada, extendiéndose al fin a los difuntos a fines del siglo XIII, aunque esta medida fuese contestada.