Comentario
Raras veces en la historia de la Humanidad se ha producido una concentración tan espléndida de hombres que hicieran avanzar tanto a la sociedad. En todos los campos, de las ciencias a la literatura, del comercio al arte, se multiplicaron los descubrimientos, las invenciones y los avances técnicos como nunca antes había sucedido. A partir de su centro en Florencia, el Quattrocento (siglo XV) celebró la llegada de la Edad Moderna del modo más asombroso, ofreciendo una aportación inagotable de obras originales y únicas.
Por lo que se refiere al terreno del arte, la situación fue aún más extrema. Las tres artes consideradas "mayores" -pintura, escultura y arquitectura- rompieron de forma radical su vinculación con la artesanía y los gremios. En su lugar, demostraron ser capaces de crear imágenes para todas las necesidades que la nueva sociedad demandaba y, con sus realizaciones, basadas en la ciencia y en el conocimiento de las letras, ganaron tanto prestigio que fue obligado crear toda una teoría en torno a la figura del genio, un ser humano extraordinario, casi divino.
Pero, quizás, cualquier introducción al Quattrocento debe comenzar en el siglo anterior, el Trecento, gigantesco paréntesis que se abre simbólicamente, al menos por lo que a nuestros intereses respecta, con Dante Alighieri (1265-1321) y que se cierra con Cennino Cennini.
Entre 1307 y 1321 el primero de ellos, hijo de un exiliado político florentino, da forma a una de las grandes "Summas" de la literatura universal, la "Divina Comedia". Sus dos protagonistas, el propio Dante (el presente) y Virgilio (el pasado) emprenden un viaje iniciático que concluye en una nueva definición del Hombre, a través del conocimiento de su mundo, de la recuperación de la Antigüedad y de la implícita lección moral que se deriva de lo anterior.
Al otro extremo del siglo se sitúa el "Libro del Arte" (1398) del escultor Cennino Cennini (fin siglo XIV-inicios del siglo XV), todavía un libro de recetas de artista de las que habían dominado la Baja Edad Media pero, también, ya un programa que anuncia la nueva era, la del artista como ser culto, único y genial.
Así pues, ambos anuncian durante el Trecento las dos figuras centrales de todo el Renacimiento: Hombre y Artista. También el destino posible de esa práctica: el arte como realización social y, en paralelo, como producto sublime de placer individual, íntimo, del cliente que encarga o adquiere la obra.
Como decimos, también es en el Trecento cuando se inicia la revalorización de la figura del artista, momento en que a la obra anónima sustituye la firma, testimonio del orgullo de su autor y de su voluntad de ser recordado por las generaciones posteriores. En este sentido si hubiera que destacar algún precedente, éste sería con toda justicia Giotto (1267-1337), pintor y arquitecto que realizó, entre otras obras, frescos para la Basílica de Asís, para la Capilla Scrovegni de Padua y, como arquitecto, que diseñó el primer cuerpo del campanile de Florencia, una de las construcciones pioneras en convertirse en símbolo de la ciudad, aspecto éste de enorme trascendencia en el inmediato futuro.
Giotto fue elogiado por Dante y Cennini, entre otros, y su figura alcanzó una dimensión tan legendaria que benefició la consideración de todo su oficio; un buen reflejo de esta nueva actitud es el creciente éxito que tienen durante el siglo XV las biografías de artistas, como las de los "Comentarios" (hacia 1447-55) de Lorenzo Ghiberti o, antes, en "De origine Florentiane et de eiusdem famosis civibus" (hacia 1400) de Filippo Villani, en el que dedica un capítulo a honrar el ingenio y la maestría que ya habían alcanzado los pintores florentinos.
El artista del siglo XV, pese a todo, seguiría durante un tiempo muy ligado a los esquemas profesionales de la Edad Media tardía. Si hubiera que ser más precisos, ese artista era en realidad un maestro, cabeza visible de un taller, en el que estaban a su servicio oficiales y aprendices, taller que se hallaba integrado dentro de un gremio, auténtico monopolio que, bajo la afirmación de controlar la calidad de los productos, había llegado a ejercer un poder tiránico sobre todas las actividades comerciales de la época.
La obligada pertenencia a un taller controlado por el gremio hacía, en la práctica, muy difícil realizar una obra original o renovadora, porque los aprendices y oficiales mantenían el estilo del maestro, en especial si éste había demostrado su rentabilidad económica. Además, porque en el siglo XV el control de la obra de arte estuvo en manos del cliente, dejando al artista en ocasiones el papel de mero artífice. Los contratos que se conservan de esa época son tan claros a este respecto que pueden llegar incluso a ser sorprendentes por la franqueza de las relaciones que se establecían. El cliente consideraba que tenía derecho a casi todo por ser el dueño del dinero: él estipulaba el precio del trabajo, suministraba los pigmentos, algunos de ellos (como el oro y el azul lapislázuli) de gran coste por su escasez, imponía el tema y podía llegar a sugerir el número de las figuras que debían aparecer y su disposición final en la obra.
Fue en gran medida la transformación de las funciones de la imagen artística lo que permitió al artista alcanzar una mayor dignidad social y profesional. Conscientes de su cada vez mayor importancia pública (como creadores de la imagen del poder o la fe) los artistas defendieron su derecho a no ser tan poco valorados como los artesanos y, en consecuencia -siendo ésta una de las razones más obvias, a fin de cuentas-, a escapar del control económico de los gremios. Como vemos, la libertad del creador tenía razones de lo más variado.
En paralelo, la necesidad de abandonar las filas de las artes mecánicas y recalar en las liberales les llevó a querer reforzar los perfiles eminentemente intelectuales de su trabajo. De una parte, la práctica de su arte se hizo cada vez más científica, recurriendo a conocimientos de óptica, geometría, matemáticas o perspectiva; de otra, se volcó en los valores propios de la educación humanística, que resultó un apoyo indispensable para el papel -esencial y, casi diríamos, exclusivo- del artista como narrador de historias: los textos clásicos (algunos traducidos a lengua romance), la Biblia, los textos apócrifos, la historia política de la ciudad e, incluso, el género más difícil por su grado de abstracción, las alegorías y los símbolos.
Es una época dominada por el tópico de Horacio "Ut pictura poesis" (Así como la poesía, la pintura), que les permitió al principio adquirir el prestigio que ya tenía la literatura, insistiendo en el común carácter de comunicación de hechos y emociones. Fue ésta una base tan sólida que sólo empezaría a ser cuestionada trescientos años más tarde, en el siglo XVIII, y ya como medio de reclamar la autonomía de las artes plásticas -lo que supondría el final de su dependencia respecto a un tema o argumento- en un camino que anunciaría la llegada de la modernidad en toda Europa.
A partir de los principios del Humanismo, ese hombre renaciente es un ser devuelto al centro de su universo, dueño de sus actos y que, por fin, ha sabido encontrar su lugar junto a la divinidad. No en la misma jerarquía, pero ya mucho más cerca de lograrla. Desde esa posición de privilegio comienza una aventura que se mantendrá triunfante durante siglos a lo largo de todo Occidente. Aventura que sólo podría ponerse en marcha a partir de la reformulación de dos de los términos-clave de todo el periodo: historia y naturaleza.
A la historia se mira con ojos nuevos, de manera que para asumir la realidad de que el presente es un tiempo distinto, sin posible comparación, los intelectuales, escritores y artistas italianos del Quattrocento recuperan un momento tan lejano (y, para ser sinceros, también tan ajeno) como el de la Antigüedad grecorromana... y rechazan su pasado más reciente, el de los siglos medievales, si bien este último aspecto costó algo más de tiempo.
La historia recuperada llevó, como sabemos, a la invención del término "Renacimiento", en lo que fue una evidente operación estratégica de la época para determinar la estricta oposición respecto a los "siglos oscuros" -en verdad, no tan oscuros- y, en su lugar, oponer el triunfo de la luz, "las primeras luces", como bautizaría Giorgio Vasari a ese tiempo glorioso que estaba a punto de concluir, en sus célebres "Vidas de artistas célebres" (1542-1568), sin duda el texto que cierra todo ese ciclo, el del primer arte moderno.
Junto a la historia, la naturaleza. Será un concepto construido con esfuerzo durante todo el Quattrocento, desde las aproximaciones más encorsetadas hasta su acercamiento más libre, más intuitivo. En mayor medida incluso que respecto a la historia, es en la naturaleza donde reside gran parte de la verdad del Renacimiento temprano, desde un momento inicial, dominado por los resabios antinaturalistas de la Edad Media y continuado, ya desde otra perspectiva, por el neoplatonismo que dominó Florencia e Italia gracias a figuras como Marsilio Ficino o Pico della Mirandola. Se intentaba conocer para controlar la imagen cambiante del mundo en tanto en cuanto naturaleza, pero también es un ejemplo más del desaforado optimismo que definió a los primeros renacentistas acerca de las infinitas posibilidades que tendría la lógica y la razón.
Más tarde, en cambio, la actitud tiende a ser la contraria. Se impone una visión más inmediata de la realidad y, de la mano de artistas como Leonardo da Vinci, el Renacimiento supo que el conocimiento sincero de la naturaleza sólo sería posible a partir de la observación, del poder evocador de los sentidos y de las emociones que se derivan de éstos.
Y es que, de manera progresiva, el arte -y sobre todo la pintura- fue adquiriendo los instrumentos necesarios para ofrecer una imagen de esa escurridiza modelo que es la realidad. La perspectiva lineal es el primero de ellos y se debe al arquitecto genovés L. B. Alberti (1406-1472), autor de diversos tratados sobre arquitectura, pintura y escultura que proporcionaron el substrato teórico de todo el periodo. En los dos primeros textos define la invención de la perspectiva en los siguientes términos de control y conocimiento:
"Y será posible proyectar en mente y espíritu las formas en su totalidad, dejando a un lado todo el material; tal objetivo lo conseguimos mediante el trazado y previa delimitación de ángulos y líneas en una dirección y con una interrelación determinadas. Puesto que ello es así, en consecuencia el trazado será una puesta por escrito determinada y uniforme, concebida en abstracto...".
Sobre esa imagen intelectualizada del mundo, basada en las convenciones de una mirada no binocular y del cuadro como ventana dispuesta sobre el plano de la realidad, las experimentaciones que se desarrollaron en el siglo XV aportaron, además, una mayor fidelidad óptica a lo real. Porque la perspectiva lineal era un modelo preciso de reproducción formal, pero tan impecable y científico que no tuvo en cuenta la irrupción de un elemento incontrolable como el aire, la atmósfera, que como sabemos transforma la visión en un hecho subjetivo, único. Como solución a ese desacorde entre realidad y arte, entre lo que se ve y lo que se reproduce posteriormente, se inventó la perspectiva aérea. Según se alejan los objetos y los planos de la acción, éstos varían de aspecto, sus perfiles se difuminan y se imponen los tonos azules y verdes. Esta afirmación era fruto de la observación empírica pero su aplicación al arte es una de las geniales aportaciones de Leonardo da Vinci, tal y como se puede leer en su "Tratado de la pintura", en realidad una asociación heterogénea de ideas e intuiciones escritas de 1489 a 1518.
Estos avances se fueron desarrollando en íntima complicidad con los gobernantes de la época. Fueron ellos los primeros en comprender que la imagen artística sería el vehículo perfecto para manifestar un ideario tan complejo que abarcaba objetivos como prestigio personal, fama eterna, recuerdo de la ciudad y gloria en la memoria colectiva. En consecuencia, es entonces cuando el arte empieza a ser valorado como único antídoto frente al paso del tiempo, como única resistencia posible frente al olvido.
Y así la imagen artística, que en los siglos anteriores había permanecido oculta en palacios, iglesias y catedrales, regresó a la ciudad, siendo compartida por el pueblo, que de inmediato la convirtió en objeto de pasión y polémica. Cabría distinguir, en este sentido, entre un destino privado o público de esas imágenes y, aún más, entre una naturaleza religiosa o laica. Como afirma M. Baxandall, "un cuadro del siglo XV es, sobre todo, el depósito de una relación social".
Para el caso del cliente privado las razones para establecer una relación -el encargo- con el artista son muy variados durante el siglo XV: autopromoción, prestigio, manifestación de poder económico o político, moneda de cambio con otros iguales... y, en un plano secundario, el placer de contemplar aquello que se posee, placer más intenso por la constatación de su condición de objeto único, irrepetible.
Por toda Italia surgieron familias nobiliarias deseosas de mostrar, mediante el arte, su poder y su refinada cultura. Casi todas ellas fueron clientes ocasionales, cuya relación con el artista finalizaba a la entrega del producto por parte de éste, pero otros entendieron ese proceso con una mayor amplitud de miras. Son los mecenas, que no sólo reclamarán obras singulares, sino que exigirán la presencia física del artista en sus palacios y Cortes, en un proceso de identificación mucho más profundo. Así, los marqueses de Mantua, los Gonzaga, contaron con el pintor Andrea Mantegna desde 1460 hasta 1506, fecha de su muerte; algo similar habían realizado con el arquitecto L. B. Alberti. En otra de las ciudades-estado del centro del país, Urbino, los Montefeltro acogieron al pintor Piero della Francesca o a los arquitectos Luciano Laurana y Francesco di Giorgio Martini. Más al norte, en Milán, los Sforza harán lo mismo con Leonardo da Vinci a partir de 1482.
Por encima de todos ellos, los Médicis. Su promoción del arte renacentista fue tan apasionada que ninguna Historia del Arte quattrocentista habría sido igual sin ellos. Florencia y los Médicis se convierten, tras un proceso de identificación mutua, en una sola idea desde que en 1434 Cosme el Viejo (1389-1464) accediera el poder de la ciudad toscana.
El mecenazgo de los Médicis fue tan intenso y variado que llegó a transformar la imagen que el arte había tenido hasta entonces. Y así, no dudan en intervenir incluso en los asuntos del otro gran poder de la época, la Iglesia; de hecho, no sólo encargan obras religiosas como medio de garantizarse la Salvación eterna, sino que incluso, en 1439, Cosme el Viejo (a la sazón banquero del Papa, dato de enorme relevancia) convoca un Concilio ecuménico en la ciudad para intentar reunificar las dos Iglesias cristianas, la oriental y la occidental. Para dejar testimonio de tan magno acontecimiento, encargará al pintor Benozzo Gozzoli la realización de un cuadro, la Adoración de los Magos (1459).
El siglo XV concluye en Florencia con otro brillante miembro de los Médicis, Lorenzo el Magnífico (1449-1492), que da paso al peculiar gobierno del monje Girolamo Savonarola (1494-1498), sólo un paréntesis antes de que la misma dinastía siga gobernando la ciudad, tras un breve periodo de exilio, durante las primeras décadas del XVI.
En definitiva, los Médicis contribuyeron a levantar el escenario de fondo más apropiado sobre el que se desarrollarían las realizaciones del Quattrocento; además, y siendo éste un aspecto no menos importante, su labor fue objeto de rivalidad y emulación para otras Cortes cercanas, posibilitando que, al mismo tiempo, el primer Renacimiento fuese muchos y el mismo, en una variedad de lenguajes e interpretaciones que acabaría por determinar ese periodo artístico en toda la península italiana.