Comentario
Hoy día son muchos los bamileke que emigran a la ciudad de Duala, y que contribuyen así a su crecimiento. Pero, desde el punto de vista de la tradición artística, se puede decir que cambian de país, porque precisamente en Duala comienza un ciclo cultural distinto: el de las culturas del Gabón, que ocupa la zona más amplia y artísticamente creativa de todo el sector ecuatorial de África. Por encima de las fronteras actuales, en ella se reúnen el sur del Camerún, el Gabón propiamente dicho, la Guinea Ecuatorial y la República del Congo, hasta alcanzar el curso bajo del Zaire.
No está de más recordar que, salvo nuestra antigua colonia española, todo el resto del territorio fue conquistado y administrado por Francia durante casi un siglo, porque ello explica que estos pueblos selváticos hayan alcanzado una gloria inesperada en el arte universal: en efecto, entre sus obras se hallan buena parte de las que fecundaron el arte europeo a principios de nuestro siglo. Desde fines del XIX, el Museo del Trocadero, en París (hoy Museo del Hombre), iba almacenando todo tipo de obras procedentes de las colonias galas, y, por tanto, serían las que, tuviesen más a mano los artistas de las primeras vanguardias para dejarse seducir: aparte de algunas máscaras y esculturas de la Costa de Marfil y de Malí, las piezas fang, kota o teke ocupaban un lugar preferente para quien quisiese extraerles su enseñanza.
Además, hay que tener en cuenta que, en el incipiente mercado parisino de objetos "exóticos" y de arte "salvaje", se repetía forzosamente este mismo esquema, y, sin darse cuenta, los primeros coleccionistas tendían a imaginarse todo el arte africano de la misma forma. Desde que, en 1905, Vlaminck, Matisse y Braque, inmediatamente seguidos por Derain y Picasso, empezaron a entusiasmarse por los objetos coloniales que adquirían, la suerte del arte africano en Europa quedaba asegurada para un par de décadas.
¿Qué vieron los artistas europeos en estas obras que, una generación antes, eran despreciadas por doquier? En palabras de J. L. Cortés López, "lo que más sorprendió del arte africano fue, sin duda alguna, su aspecto formal y la concepción geométrica de sus espacios que se disolvían en planos para configurar conjuntos de gran sencillez, pero de enorme transparencia para mostrar con el mínimo de rasgos posibles la idea de lo que se quería representar". No se trataba sólo de los colores puros y contrastados que gustaban a los fauves, sino, sobre todo, de la superación de cuanto Cézanne había investigado en el campo de la geometrización volumétrica; no puede extrañar que entre los primeros descubridores de sus posibilidades se hallasen los cubistas, con Picasso, Braque y Gris a la cabeza.
Unos años después, sin embargo, empezó a perfilarse una visión distinta: lo que interesaba ya -volvemos a citar a Cortés- era lo "que había detrás de estas formas o lo que ellas transmitían, que no era otra cosa que una nueva interpretación de cómo había que recrear el cosmos para presentarlo de un modo diferente y bajo otras perspectivas". Interesa lo oculto, lo salvaje, la bocanada de paganismo naturalista que se intuye detrás de las tallas africanas; no en vano la gran apoteosis del arte negro, para el gran público, fue, a principios de los años veinte, el ballet La creación del mundo, con decorados y figurines de Léger.
Sin embargo, este nuevo enfoque, acaso más rico en sugerencias que el primero, puesto que podía inspirar tanto a los expresionistas más exigentes como a los amplios sectores que ya empezaban a interesarse por el jazz, resultó fatal para la tendencia africanista: pronto descubrió el surrealismo que, en el plano de los contenidos, parecían más inquietantes, más surreales, las obras procedentes de la remota Oceanía, y la atención general se desplazó hacia ellas, abandonando, como si de una moda se hubiese tratado, la que antes fuera maestra indiscutible.
De todo aquel movimiento, nos han quedado numerosos e importantes testimonios artísticos: Picasso empezó acercándose al arte kota, y en sus Demoiselles d'Avignon se inspiró en variadas máscaras, tanto de la Costa de Marfil como del Congo; después, incluso hizo incursiones en el mundo fang y en las máscaras baga, a medida que acrecentaba su fastuosa colección. Matisse, por su parte, sintió más simpatía por las coloristas máscaras mpongwe. Fueron los primeros: tras ellos llegó la oleada, y los distintos pueblos africanos se repartieron las simpatías; entre los más imitados estuvieron los fang (Schmidt Rottluf, Epstein), los kota (Klee, Léger), los teke (Schmidt-Rottluf de nuevo), y, ya entre las etnias del África occidental, los dan (Pevsner, Julio González), los baule (Brancusi, Man Ray), los bamana (otra vez Brancusi), etc.
Por suerte o por desgracia, estas preferencias fueron simples afinidades afectivas, y, en la mayor parte de los casos, los propios artistas hubieran quedado sorprendidos si alguien les hubiese preguntado por los pueblos cuyas obras contemplaban con admiración. Las máscaras les interesaban por su expresividad, "ignoraban casi siempre su función y su origen -que les importaba bien poco, por cierto"- (Ch. Falgayrettes-Leveau), y, como en las novelas de Borroughs, concebían el "arte negro" como un todo indivisible e indiferenciado, al que bastaba acercarse con los ojos abiertos. Ni siquiera los que se planteaban el contenido espiritual de sus formas llegaron, según parece, a iniciar un estudio mínimamente documentado, que fuese más allá de la bella Antología negra publicada por B. Cendrars en 1921.