Comentario
Los últimos siglos del Medievo fueron un período de grandes innovaciones, tanto desde el punto de vista político como desde el bélico. A partir del siglo XIV se produjo en toda Europa una progresiva expansión de ciertas entidades territoriales, que al mismo tiempo se consolidaron hasta alcanzar estructuras de Estado. Este fenómeno se produjo a gran escala en Francia y en Inglaterra, donde ambos reinos se refuerzan notablemente y extienden sus fronteras. En Italia, el mismo proceso produjo una situación más articulada y fragmentada, traducida en el nacimiento de numerosos señoríos, en lugar de un Estado nacional. Los señoríos más fuertes recogieron parte de la herencia de las viejas comunas y se expandieron hasta alcanzar dimensiones y poderes considerables, como sucedió en los casos de Milán, Florencia, Siena o Venecia.
Para alcanzar estos resultados, para ganar territorios y afirmarse a expensas de sus adversarios, reyes y señores se enzarzaron en una interminable serie de guerras. Para tener idea cabal sobre el fenómeno, recuérdense: la Guerra de los Cien Años, que enfrentó a Francia e Inglaterra entre 1337 y 1453, o la Guerra de las Dos Rosas, que enlutó a las casas de Lancaster y de York entre 1455 y 1487.
En el ámbito de la sociedad occidental, la guerra era omnipresente en la vida cotidiana, pero algo cambió en la composición de los ejércitos: entraron en escena las compañías de mercenarios, grupos de soldados profesionales formados para responder las grandes necesidades de la guerra de la época. En realidad, los mercenarios habían existido desde la Antigüedad, pero las nuevas condiciones políticas estimularon su crecimiento y difusión por toda Europa. En Italia, por ejemplo, se recurrió cada vez con mayor frecuencia a las tropas mercenarias guiadas por un condottiero, un jefe que firmaba con las autoridades un contrato de naturaleza militar.
El arte de la guerra se profesionalizó cada vez más y, a finales de este período, nacieron ya los primeros ejemplos de ejércitos permanentes financiados y mantenidos por los Estados, incluso en los períodos de paz. Estos ejércitos, controlados por el aparato estatal, fueron la respuesta a las no siempre fiables compañías de mercenarios, dando seguridad y solidez a los nacientes Estados de Europa.
La nueva época también afectó al equipamiento de las tropas, sobre todo en lo referido al armamento defensivo: fue en este momento cuando nació y se desarrolló la armadura de láminas metálicas, que cubría por entero el cuerpo del soldado.
El proceso que transformó la cota de malla en coraza duró cerca de dos siglos. Inicialmente las láminas metálicas estaban cubiertas de piel o de tela y solamente a partir de los primeros decenios del siglo XV se las dejó a la vista. Las armaduras se componían de numerosos elementos que, en la práctica, no dejaban ninguna parte del cuerpo al descubierto. El tórax quedaba defendido por el peto -un gran caparazón metálico- complementado por el espaldar y el guardarrenes, que protegían la espalda, los riñones y las posaderas; hombros, brazos y manos estaban cubiertos de piezas de hierro articuladas: hombreras, brazales, guanteletes; muslos, piernas y pies también estaban blindados: faldar, quijote, greba, escarpe... La protección de la cabeza quedaba confiada a un yelmo, muy envolvente, combinado con el bacinete (elemento usado desde el siglo XII, que protegía de modo especial a la parte alta de la cabeza).
La ballesta ocupaba todavía un puesto destacado entre las armas ofensivas; en su uso destacaron, muy especialmente, los soldados de la marina genovesa, que llegaron a convertirse en uno de los tipos de mercenarios más solicitados, especialmente en Francia. También se continuó utilizando, fundamentalmente por parte de los ingleses, el arco largo, arma que tuvo un destacado papel en las batallas de Crécy y Anzicourt (1346 y 1415, respectivamente), en el curso de la Guerra de los Cien Años, en las que las flechas inglesas segaron a la caballería francesa.
La espada siguió siendo utilizada, pero acompañada por armas blancas de grandes dimensiones: la alabarda y la pica. La primera se componía de un mástil de unos dos metros de longitud rematado por una parte metálica en forma de hacha. Comienza a usarse en el siglo XIV por las tropas suizas, para posteriormente extenderse con gran rapidez. La pica estaba formada por un mástil de entre cuatro y siete metros, terminado en un elemento metálico puntiagudo, semejante al de la lanza tradicional. También este arma fue originariamente adoptada por los suizos, pero fue después utilizada por los soldados de buena parte de Europa, al menos hasta el siglo XVIII.
La caballería continuó desempeñando el papel dorsal de muchos ejércitos. El combate a caballo era el más practicado, favorecido por los nuevos añadidos que se habían hecho a la armadura, como el ristre, un pequeño perno metálico que se añadía al peto, con la finalidad de sujetar la lanza con menor esfuerzo para el jinete.