Comentario
Concluido este primer asalto, el Archiduque convocó un consejo de guerra en el que se discutió si a continuación los tercios debían proseguir su marcha para, a las pocas horas, destruir al resto de los enemigos, o bien descansar, rehacerse de las fatigas y al día siguiente, reforzados por hombres y el grueso de la artillería, que "algo retrasado traía don Luis de Velasco". No se escapaba a los reunidos que Mauricio de Nassau les estaba esperando en la mejor situación que había podido hallar y que las tropas españolas estaban cansadas de la marcha matutina y del combate; además debía tenerse en cuenta que muchos soldados hispanos habían quedado en los fuertes reconquistados por Alberto, de manera que por entonces el ejército católico contaba con menos de 8.000 hombres y apenas mil caballos.
A las opiniones que aconsejaban prudencia se impuso el exceso de optimismo por la reciente victoria, el viejo dicho de "cuanto más herejes, tanto más ganancia" y el temor a que el "desmoralizado" enemigo embarcara y huyera. Así Alberto adoptó la arriesgada decisión de enfrentar sus tercios con las descansadas y hábilmente distribuidas fuerzas de Mauricio de Nassau, que esperaban la agresión en número de 1.600 caballos y más de 10.000 infantes, bien atrincherados, y con sus cañones emplazados sobre plataformas de madera en lo alto de varias dunas. El campo de batalla sería el terreno cenagoso, la arenosa playa y las dunas tan características en esa región de Flandes.
A las 2,00 de la tarde, el Archiduque dio la señal de avanzar. Atacó primero la caballería mandada por don Francisco de Mendoza, pero tuvo que retirarse porque la artillería enemiga diezmaba sus filas. Los infantes hispanos, a pesar del terrible fuego de sus contrarios, avanzaron impetuosamente. Asaltaron la primera línea del enemigo defendida por ingleses y holandeses, hiriendo gravemente al coronel Francis Vere y, tras arrollarla, Alberto lanzó sus últimas reservas cuando los hispanos emprendían la acometida contra la segunda línea enemiga. "Descargadas las armas de fuego, vínose entre británicos, holandeses, españoles, flamencos, italianos, franceses, valones y alemanes a una más estrecha y densa pelea, con el manejo de las picas y de las espadas. Pero grande era la desigualdad de la parte católica". Efectivamente, su artillería semienterrada en la arena prácticamente era inservible. Por su desventajosa situación, el sol y la arena que arrastraba el viento en aquella calurosa tarde de julio cegaban los ojos de los combatientes, en los que, a pesar de tantas contrariedades, su valor se imponía hasta el punto en que por un momento en que los rebeldes iniciaron la retirada y los españoles cantaban victoria.
Pero un ataque de la caballería española, rechazado por la más numerosa de Gunther Nassau, tuvo efectos desastrosos entre los hispanos, porque al retirarse, los caballos cayeron sobre la propia infantería y esta circunstancia -unida a que, debido a la subida de la marea, parte de las fuerzas del Archiduque tuvo que cambiar desordenadamente de posición- causó una gran confusión en el ejército católico. Aprovechando estas dificultades, Mauricio de Nassau lanzó al campo de batalla sus reservas de infantes y caballería, lo que ocasionó la dispersión de gran parte de los hispanos y los que sostenían sus posiciones, faltos de apoyo, no tuvieron más remedio que abandonarlas dejando el campo de batalla, después de tres horas de lucha, cubierto de cadáveres.
El archiduque Alberto, que tan torpemente condujo a sus hombres, se comportó sin embargo valientemente y, "herido de un golpe de alabarda en la cabeza, hacia la oreja de la derecha", luchó denodadamente para reunir recoger a sus dispersos soldados y refugiarse en Gante.