Comentario
De lo que nos acaeció en Cingapacinga, y cómo a la vuelta que volvimos por Cempoal les derrocamos sus ídolos, otras cosas que pasaron
Como ya los siete hombres que se querían volver a Cuba estaban pacíficos, luego partimos con los soldados de infantería ya por mí nombrados, y fuimos a dormir al pueblo de Cempoal, y tenían aparejado para salir con nosotros dos mil indios de guerra en cuatro capitanías; y el primero día caminamos cinco leguas con buen concierto, y otro día a poco más de vísperas llegamos a las estancias que estaban junto al pueblo de Cingapacinga, e los naturales de él tuvieron noticia cómo íbamos; e ya que comenzábamos a subir por la fortaleza y casas, que estaban entre grandes riscos y peñascos, salieron de paz a nosotros ocho indios principales y papas, y dicen a Cortés llorando que por qué los quiere matar y destruir no habiendo hecho por qué, pues teníamos fama que a todos hacíamos bien y desagraviábamos a los que estaban robados, y habíamos prendido a los recaudadores de Montezuma; y que aquellos indios de guerra de Cempoal que allí iban con nosotros estaban mal con ellos de enemistades viejas que habían tenido sobre tierras e términos, y que con nuestro favor les venían a matar y robar; y que es verdad que mexicanos solían estar en guarnición en aquel pueblo, y que pocos días había se habían ido a sus tierras cuando supieron que habíamos preso a otros recaudadores; y que le ruegan que no pase más adelante la cosa y les favorezca. Y como Cortés lo hubo muy bien entendido con nuestras lenguas doña Marina e Aguilar, luego con mucha brevedad mandó al capitán Pedro de Alvarado y al maestre de campo, que era Cristóbal de Olí, y a todos nosotros los compañeros que con él íbamos, que detuviésemos a los indios de Cempoal que no pasasen más adelante; y así lo hicimos. Y por presto que fuimos a detenerlos, ya estaban robando en las estancias; de lo cual hubo Cortés gran enojo, y mandó que viniesen luego los capitanes que traían a cargo aquellos guerreros de Cempoal, y con palabras de muy enojado y de grandes amenazas les dijo que luego les trajesen los indios e indias y mantas y gallinas que habían robado en las estancias, y que no entre ninguno dellos en aquel pueblo; y que porque le habían mentido y venían a sacrificar y robar a sus vecinos con nuestro favor, eran dignos de muerte, y que nuestro rey y señor, cuyos vasallos somos, no nos envió a estas partes y tierras para que hiciesen aquellas maldades, y que abriesen bien los ojos no les aconteciese otra como aquella, porque no había que quedar hombre dellos a vida; y luego los caciques y capitanes de Cempoal trajeron a Cortés todo lo que habían robado, así indios como indias y gallinas, y se los entregó a los dueños cuyo era, y con semblante muy furioso les tornó a mandar que se saliesen a dormir al campo, y así lo hicieron. Y desque los caciques y papas de aquel pueblo y otros comarcanos vieron que tan justificados éramos, y las palabras amorosas que les decía Cortés con nuestras lenguas, y también las cosas tocantes a nuestra santa fe, como la teníamos de costumbre, y que dejasen el sacrificio y de se robar unos a otros, y las suciedades de sodomías, y que no adorasen sus malditos ídolos, y se les dijo otras muchas cosas buenas, tomáronnos de buena voluntad, que luego fueron a llamar a otros pueblos comarcanos, y todos dieron la obediencia a su majestad. Y allí luego dieron muchas quejas de Montezuma, como las pasadas que habían dado los de Cempoal cuando estábamos en el pueblo de Quiahuistlán. Y otro día por la mañana Cortés mandó llamar a los capitanes y caciques de Cempoal, que estaban en el campo aguardando para ver lo que les mandábamos, y aun muy temerosos de Cortés por lo que habían hecho en haberle mentido; y venidos delante, hizo amistades entre ellos y los de aquel pueblo, que nunca faltó por ninguno dellos. Y luego partimos para Cempoal por otro camino, y pasamos por dos pueblos amigos de los de Cingapacinga; y estábamos descansando, porque hacía recio sol y veníamos muy cansados con las armas a cuestas; y un soldado que se decía Fulano de Mora, natural de Ciudad-Rodrigo, tomó dos gallinas de una casa de indios de aquel pueblo, y Cortés, que lo acertó a ver, hubo tanto enojo de lo que delante de él hizo aquel soldado en los pueblos de paz en tomar las gallinas, que luego le mandó echar una soga a la garganta, y le tenían ahorcado si Pedro de Alvarado, que se halló junto a Cortés, no le cortara la soga con la espada, y medio muerto quedó el pobre soldado. He querido traer esto aquí a la memoria para que vean los curiosos lectores y aun los sacerdotes que ahora tienen cargo de administrar los santos sacramentos y doctrina a los naturales de estas partes, que porque aquel soldado tomó dos gallinas en un pueblo de paz, aína le costara la vida, y para que vean ahora ellos de qué manera se han de haber con los indios, e no tomarles sus haciendas. Después murió este soldado en una guerra en la provincia de Guatemala sobre un peñol. Volvamos a nuestra relación: que, como salimos de aquellos pueblos que dejamos de paz, yendo para Cempoal, estaba el cacique gordo, con otros principales, aguardándonos en unas chozas con comida; que, aunque son indios, vieron y entendieron que la justicia es santa y buena, y que las palabras que Cortés les había dicho, que veníamos a desagraviar y quitar tiranías, conformaban con lo que pasó en aquella entrada, y tuviéronnos en mucho más que de antes, y allí dormimos en aquellas chozas, y todos los caciques nos llevaron acompañando hasta los aposentos de su pueblo; y verdaderamente quisieran que no saliéramos de su tierra, porque se temían de Montezuma no enviase su gente de guerra contra ellos. Y dijeron a Cortés, pues éramos ya sus amigos, que nos quieren tener por hermanos, que será bien que tomásemos de sus hijas e parientas para hacer generación; y que para que más fijas sean las amistades trajeron ocho indias, todas hijas de caciques, y dieron a Cortés una de aquellas cacicas, y era sobrina del mismo cacique gordo, y otra dieron a Alonso Hernández Puertocarrero, y era hija de otro gran cacique que se decía Cuesco en su lengua; y traíanlas vestidas a todas ocho con ricas camisas de la tierra, y bien ataviadas a su usanza, y cada una dellas un collar de oro al cuello, y en las orejas zarcillos de oro, y venían acompañadas de otras indias para se servir dellas; y cuando el cacique gordo las presentó, dijo a Cortés: "Tecle (que quiere decir en su lengua señor), estas siete mujeres son para los capitanes que tienes, y esta, que es mi sobrina, es para ti, que es señora de pueblos y vasallos." Cortés las recibió con alegre semblante, y les dijo que se lo tenían en merced; mas para tomarlas, como dice que seamos hermanos, que hay necesidad que no tengan aquellos ídolos en que creen y adoran, que los traen engañados y que como él vea aquellas cosas malísimas en el suelo y que no sacrifiquen, que luego tendrán con nosotros muy más fija la hermandad; y que aquellas mujeres que se volverán cristianas primero que las recibamos, y que también habían de ser limpios de sodomías, porque tenían muchachos vestidos en hábito de mujeres que andaban a ganar en aquel maldito oficio; y cada día sacrificaban delante de nosotros tres o cuatro o cinco indios, y los corazones ofrecían a sus ídolos y la sangre pegaban por las paredes, y cortábanles las piernas y brazos y muslos, y los comían como vaca que se trae de las carnicerías en nuestra tierra, y aun tengo creído que lo vendían por menudo en los tiangues, que son mercados; y que como estas maldades se quiten y que no lo usen, que no solamente les seremos amigos, mas que les hará que sean señores de otras provincias. Y todos los caciques, papas y principales respondieron que no les estaba bien de dejar sus ídolos y sacrificios, y que aquellos sus dioses les daban salud y buenas sementeras y todo lo que habían menester; y que en cuanto a lo de las sodomías, que pondrán resistencia en ello para que no se use más. Y como Cortés y todos nosotros vimos aquella respuesta tan desacatada y habíamos visto tantas crueldades y torpedades, ya por mí otra vez dichas, no las pudimos sufrir; y entonces nos habló Cortés sobre ello y nos trajo a la memoria unas santas y buenas doctrinas, y que ¿cómo podíamos hacer ninguna cosa buena si no volvíamos por la honra de Dios y en quitar los sacrificios que hacían a los ídolos? Y que estuviésemos muy apercibidos para pelear si nos lo viniesen a defender que no se los derrocásemos, y que, aunque nos costase las vidas, en aquel día habían de venir al suelo. Y puestos que estábamos todos muy a punto con nuestras armas, como lo teníamos de costumbre para pelear, les dijo Cortés a los caciques que los habían de derrocar. Y cuando aquello vieron, luego mandó el cacique gordo a otros sus capitanes que se apercibiesen muchos guerreros en defensa de sus ídolos; y cuando vio que queríamos subir en un alto cu, que es su adoratorio, que estaba alto y había muchas gradas, que ya no se me acuerda que tantas había, vimos al cacique gordo con otros principales muy alborotados y sañudos, y dijeron a Cortés que por qué les queríamos destruir. Y que si les hacíamos deshonor a sus dioses o se los quitábamos, que ellos perecerían, y aun nosotros con ellos. Y Cortés les respondió muy enojado que otra vez les ha dicho que no sacrifiquen a aquellas malas figuras, porque no les traigan más engañados, y que a esta causa veníamos a quitar de allí, e que luego a la hora los quitasen ellos, si no, que luego los echaríamos a rodar por las gradas abajo; y les dijo que no los tendríamos por amigos, sino por enemigos mortales, pues que les daba buen consejo y no le querían creer; y porque habían visto que habían venido sus capitanes puestos en armas de guerreros, que está enojado con ellos y que se lo pagarán con quitarles las vidas. Y como vieron a Cortés que les decía aquellas amenazas, y nuestra lengua doña Marina que se lo sabía muy bien dar a entender y aun los amenazaba con los poderes de Montezuma, que cada día los aguardaba, por temor desto dijeron que ellos no eran dignos de llegar a sus dioses, y que si nosotros los queríamos derrocar, que no era con su consentimiento, que se los derrocásemos e hiciésemos lo que quisiésemos. Y no lo hubo bien dicho, cuando subimos sobre cincuenta soldados y los derrocamos, y venían rodando aquellos sus ídolos hechos pedazos, y eran de manera de dragones espantables, tan grandes como becerros, y otras figuras de manera de medio hombre, y de perros grandes y de malas semejanzas; y cuando así los vieron hechos pedazos, los caciques y papas que con ellos estaban lloraban y tapaban los ojos, y en su lengua totonaque les decían que les perdonasen y que no era más en su mano ni tenían culpa, sino estos teules que les derruecan, e que por temor de los mexicanos no nos daban guerra. Y cuando aquello pasó, comenzaban las capitanías de los indios guerreros, que he dicho que venían a nos dar guerra, a querer flechar; y cuando aquello vimos, echamos mano al cacique gordo y a seis papas y a otros principales, y les dijo Cortés que si hacían algún descomedimiento de guerra que habían de morir todos ellos; y luego el cacique gordo mandó a sus gentes que se fuesen delante de nosotros y que no hiciesen guerra; y como Cortés los vio sosegados, les hizo un parlamento, lo cual diré adelante, y así se apaciguó todo; y esta de Cingapacinga fue la primera entrada que hizo Cortés en la Nueva-España, y fue de harto provecho. Y no como dice el cronista Gómara, que matamos y prendimos y asolamos tantos millares de hombres en lo de Cingapacinga; y miren los curiosos que esto leyeren cuánto va del uno al otro, por muy buen estilo que lo dice en su Crónica, pues en todo lo que escribe no pasa como dice.