Comentario
Del gran e solemne recibimiento que nos hizo el gran Montezuma a Cortés y a todos nosotros en la entrada de la gran ciudad de México
Luego otro día de mañana partimos de Iztapalapa muy acompañados de aquellos grandes caciques que atrás he dicho. íbamos por nuestra calzada delante, la cual es ancha de ocho pasos, y va tan derecha a la ciudad de México, que me parece que no se tuerce poco ni mucho; e puesto que es bien ancha, toda iba llena de aquellas gentes, que no cabían, unos que entraban en México y otros que salían, que nos venían a ver, que no nos podíamos rodear de tantos como vinieron, porque estaban llenas las torres y cues y en las canoas y de todas partes de la laguna; y no era cosa de maravillar, porque jamás habían visto caballos ni hombres como nosotros. Y de que vimos cosas tan admirables, no sabíamos qué nos decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que por una parte en tierra había grandes ciudades, y en la laguna otras muchas, e veíamoslo todo lleno de canoas, y en la calzada muchas puentes de trecho a trecho, y por delante estaba la gran ciudad de México, y nosotros aun no llegábamos a cuatrocientos cincuenta soldados, y teníamos muy bien en la memoria las pláticas e avisos que nos dieron los de Guaxocingo e Tlascala y Tamanalco, y con otros muchos consejos que nos habían dado para que nos guardásemos de entrar en México, que nos habían de matar cuando dentro nos tuviesen. Miren los curiosos lectores esto que escribo, si había bien que ponderar en ello; ¿qué hombres ha habido en el universo que tal atrevimiento tuviesen? Pasemos adelante, y vamos por nuestra calzada. Ya que llegábamos donde se aparta otra calzadilla que iba a Cuyoacan, que es otra ciudad adonde estaban unas como torres, que eran sus adoratorios, vinieron muchos principales y caciques con muy ricas mantas sobre sí, con galanía y libreas diferenciadas las de los unos caciques a los otros, y las calzadas llenas dellos, y aquellos grandes caciques enviaba el gran Montezuma delante a recibirnos; y así como llegaban delante de Cortés decían en sus lenguas que fuésemos bien venidos, y en señal de paz tocaban con la mano en el suelo y besaban la tierra con la misma mano. Así que estuvimos detenidos un buen rato, y desde allí se adelantaron el Cacamatzín, señor de Tezcuco, y el señor de Iztapalapa y el señor de Tacuba y el señor de Cuyoacan a encontrarse con el gran Montezuma, que venía cerca en ricas andas, acompañado de otros grandes señores, y caciques que tenían vasallos; e ya que llegábamos cerca de México, adonde estaban otras torrecillas, se apeó el gran Montezuma de las andas, y traíanle del brazo aquellos grandes caciques debajo de un palio muy riquísimo a maravilla, y la color de plumas verdes con grandes labores de oro, con mucha argentería y perlas y piedras chalchihuites, que colgaban de unas como bordaduras, que hubo mucho que mirar en ello; y el gran Montezuma venía muy ricamente ataviado, según su usanza, y traía calzados unos como cotaras, que así se dice lo que se calzan, las suelas de oro, y muy preciada pedrería encima de ellas; e los cuatro señores que le traían del brazo venían con rica manera de vestidos a su usanza, que parece ser se los tenían aparejados en el camino para entrar con su señor, que no traían los vestidos con que nos fueron a recibir; y venían, sin aquellos grandes señores, otros grandes caciques, que traían el palio sobre sus cabezas, y otros muchos señores que venían delante del gran Montezuma barriendo el suelo por donde había de pisar, y le ponían mantas porque no pisase la tierra. Todos estos señores ni por pensamiento le miraban a la cara, sino los ojos bajos e con mucho acato, excepto aquellos cuatro deudos y sobrinos suyos que le llevaban del brazo. E como Cortés vio y entendió e le dijeron que venía el gran Montezuma, se apeó del caballo, y desque llegó cerca de Montezuma, a una se hicieron grandes acatos; el Montezuma le dio el bien venido, e nuestro Cortés le respondió con doña Marina que él fuese el muy bien estado. E paréceme que el Cortés con la lengua doña Marina, que iba junto a Cortés, le daba la mano derecha, y el Montezuma no la quiso e se la dio a Cortés; y entonces sacó Cortés un collar que traía muy a mano de unas piedras de vidrio, que ya he dicho que se dicen margajitas, que tienen dentro muchos colores e diversidad de labores, y venía ensartado en unos cordones de oro con almizcle porque diesen buen olor, y se le echó al cuello al gran Montezuma; y cuando se lo puso le iba a abrazar, y aquellos grandes señores que iban con el Montezuma detuvieron el brazo a Cortés que no le abrazase, porque lo tenían por menosprecio; y luego Cortés con la lengua doña Marina le dijo que holgaba ahora su corazón en haber visto un tan gran príncipe, y que le tenía en gran merced la venida de su persona a le recibir y las mercedes que le hace a la continua. E entonces el Montezuma le dijo otras palabras de buen comedimiento, e mandó a dos de sus sobrinos de los que le traían del brazo, que era el señor de Tezcuco y el señor de Cuyoacan, que se fuesen con nosotros hasta aposentarnos; y el Montezuma con los otros dos sus parientes, Coadlabaca y el señor de Tacuba, que le acompañaban, se volvió a la ciudad, y también se volvieron con él todas aquellas grandes compañías de caciques y principales que le habían venido a acompañar; e cuando se volvían con su señor estábamos mirando cómo iban todos, los ojos puestos en tierra, sin mirarles y muy arrimados a la pared, y con gran acato le acompañaban; y así, tuvimos lugar nosotros de entrar por las calles de México sin tener tanto embarazo. ¿Quién podrá decir la multitud de hombres y mujeres y muchachos que estaban en las calles e azoteas y en canoas en aquellas acequias, que nos salían a mirar? Era cosa de notar, que ahora, que lo estoy escribiendo, se me respresenta todo delante de mis ojos como si ayer fuera cuando esto paso; y considerada la cosa y gran merced que nuestro señor Jesucristo nos hizo y fue servido de darnos gracias y esfuerzo para osar entrar en tal ciudad, e me haber guardado de muchos peligros de muerte, como adelante verán. Doyle muchas gracias por ello, que a tal tiempo me ha traído para poderlo escribir, e aunque no tan cumplidamente como convenía y se requiere; y dejemos palabras, pues las obras son buen testigo de lo que digo.
E volvamos a nuestra entrada en México, que nos llevaron a aposentar a unas grandes casas, donde había aposentos para todos nosotros, que habían sido de su padre del gran Montezuma, que se decía Axayaca, adonde en aquella sazón tenía el gran Montezuma sus grandes adoratorios de ídolos, e tenía una recámara muy secreta de piezas y joyas de oro, que era como tesoro de lo que había heredado de su padre Axayaca, que no tocaba en ello; y asimismo nos llevaron a aposentar a aquella casa por causa que como nos llamaban teules, e por tales nos tenían, que estuviésemos entre sus ídolos, como teules que allí tenía. Sea de una manera o de otra, allí nos llevaron, donde tenía hechos grandes estrados y salas muy entoldadas de paramentos de la tierra para nuestro capitán, y para cada uno de nosotros otras camas de esteras y unos toldillos encima, que no se da más cama por muy gran señor que sea, porque no las usan; y todos aquellos palacios muy lucidos y encalados y barridos y enramados. Y como llegamos y entramos en un gran patio, luego tomó por la mano el gran Montezuma a nuestro capitán, que allí lo estuvo esperando, y le metió en el aposento y sala donde había de posar, que la tenía muy ricamente aderazada para según su usanza, y tenía aparejado un muy rico collar de oro, de hechura de camarones, obra muy maravillosa; y el mismo Montezuma se lo echó al cuello a nuestro capitán Cortés, que tuvieron bien que admirar sus capitanes del gran favor que le dio; y cuando se lo hubo puesto, Cortés le dio las gracias con nuestras lenguas; e dijo Montezuma: "Malinche, en vuestra casa estáis vos y vuestros hermanos, descansad"; y luego se fue a sus palacios, que no estaban lejos; y nosotros repartimos nuestros aposentos por capitanías, e nuestra artillería asestada en parte conveniente, y muy platicada la orden que en todo hablamos de tener, y estar muy apercibidos, así los de a caballo como todos nuestros soldados; y nos tenían aparejada una muy suntuosa comida a su uso e costumbre, que luego comimos. Y fue esta nuestra venturosa e atrevida entrada en la gran ciudad de Tenustitlan, México, a 8 días del mes de noviembre, año de nuestro salvador Jesucristo de 1519 años. Gracias a nuestro señor Jesucristo por todo. E puesto que no vaya expresado otras cosas que había que decir, perdónenme, que no lo sé decir mejor por ahora hasta su tiempo. E dejemos de más pláticas, e volvamos a nuestra relación de lo que más nos avino; lo cual diré adelante.