Comentario
Inocencio III gozaba de una excelente formación intelectual. Los primeros estudios en Roma fueron completados con los de teología en París y derecho canónico en Bolonia donde recibió lecciones de reputados maestros como Huguccio, Sicardo de Cremona y Juan de Faenza. De sus tiempos de cardenal es la redacción del "De contemptu mundi", una de las obras más populares de la espiritualidad europea a lo largo del Medievo: nunca de forma tan expresiva se había reprobado lo miserable de la condición humana.
Como Pontífice, Inocencio III proclamó su autoridad absoluta en la Iglesia y la superioridad incuestionable de su poder. Suponía la realización del viejo programa de los gregorianos hasta sus últimas consecuencias: la "plenitudo potestatis".
Desde el punto de vista estrictamente eclesiástico, el pasaje de San Mateo dedicado al primado petrino -sobre esta piedra edificaré mi iglesia- sirvió a Inocencio III para mostrar que la Iglesia de Pedro y sus sucesores era el fundamento de todas las demás. Otros textos evangélicos de menor calado servirían para remachar esta idea.
En relación con los poderes temporales, Inocencio III desarrolló su pensamiento en textos como la "Deliberatio" de finales de 1199 o la decretal "Venerabilem" de 1202.
Su ideal era el de una comunidad de pueblos cuyos príncipes habían de encargarse de promover la moral y la religión en armonía con un poder papal fuerte. De acuerdo con este principio, Inocencio III pensaba que emperadores y reyes coincidían, en cuestión de fines a perseguir, con el poder espiritual. Aquellos, sin embargo, tenían una dignidad menor ya que su actividad se limitaba a organizar materialmente a la sociedad para facilitarle el camino de la salvación. Tales consideraciones explican las distintas intervenciones de Inocencio III en el campo de política cuando a su juicio, las turbulencias del momento podían causar grave daño espiritual o ser motivo de pecado (ratione peccati).
Cara a la máxima autoridad política, el Imperio, el Papa dio una nueva orientación a las posiciones doctrinales de años atrás. Como institución histórica y ocasional, el Imperio tenía una dependencia del Papa "principaliter", es decir, en su origen; pero también "finaliter", es decir, en función de los fines a perseguir. En lugar preferente estaba la defensa de la causa cristiana, compromiso que el soberano adquiría en el momento de su coronación en Roma por el Pontífice. El poder del emperador, como cualquier otro, procedía de Dios, pero era la Iglesia quien interpretaba la voluntad divina en el momento de la consagración imperial. Inocencio III reconocía la libertad de los príncipes alemanes para elegir su rey, pero reservaba para la Santa Sede un derecho de examen a fin de saber si el elegido era digno de ostentar luego la corona imperial.
La firmeza que Inocencio III creía necesaria para ejercer la "auctoritas" pontificia se dejó sentir desde la toma de posesión de la cátedra de San Pedro. La Curia romana fue objeto de un severo proceso de saneamiento, la Cancillería fue reorganizada, el Colegio Cardenalicio fue reunido con regularidad y se castigó con energía todo tipo de corruptelas. Frente a los enemigos de la soberanía papal, Inocencio III no dudo en echar mano de un expediente hasta entonces usado de forma restringida: la Cruzada. No serían sólo los paganos del otro lado del Elba o los musulmanes de Oriente y Occidente -contra los que predicó sendas cruzadas- quienes conocieran la aplicación de estos expeditivos métodos. Serían también los "cismáticos" bizantinos (desviación de la Cuarta Cruzada) o los herejes del Mediodía de Francia. No hubo ningún rincón de la Cristiandad que no conociera las actividades diplomáticas de la Santa Sede o, agotados los recursos pacíficos, la fuerza de las armas en defensa de la ortodoxia.