Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
CONQUISTA Y DESCUBRIMIENTO DEL NUEVO REINO DE GRANADA



Comentario

En que se cuenta lo sucedido durante el gobierno del doctor Francisco Guillén Chaparro. Cómo un indio puso fuego a la Caja Real por roballa. Lo sucedido a Salazar y Peralta, y al visitador Orellana en Castilla. La venida del doctor Antonio González, del Consejo Real de las Indias, por presidente a este Reino, y la muerte del señor Arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas, y los que se proveyeron en su lugar, que no vinieron


Luego que el doctor Francisco Guillén Chaparro tomó a su cargo el gobierno de este Reino, dentro de breve tiempo llegó a la Real Audiencia el licenciado Bernardino de Albornoz, que vino por fiscal, que fue por fin de dicho año de 1584. Pues en esta sazón y tiempo, un clérigo, que se llamaba el Padre Reales, fue a la caja real, a fundir y ensayar una partida de oro que había traído de la gobernación. Llevó consigo un indio que lo servía, que lo había traído del Pirú; al cual traía tan bien tratado, que lo traía vestido de seda y con espada y daga. Traía este indio de ordinario un tocado blanco atado a la cabeza, que le tapaba hasta las orejas.

Pues estando quintando el oro, estaba el indio sentado sobre un poyo de la ventana de la caja, cuya pared era de ladrillo. Pues allí sentado, consideró su fuerza y la que la real caja tenía de llaves, y la noche siguiente volvió a la ventana, y por la parte de afuera le hizo gran agujero, que pudo entrar. Allegó a la caja y hallóla con su llaves; pues visto que por allí no podía hacer lance, volvió a salir y fue en busca de candela, y volviéndose a la caja, le puso fuego por la cabecera donde estaban los papeles, que si acierta a ponerlo por donde estaba aprestando el dinero para enviar a Castilla.

Por el agujero que hizo metió la mano, por donde puso el fuego y alcanzó algunos pedacitos de oro de lo que se había quintado aquellos días; y con ellos y con los que habían quedado en la bacinilla sobre la mesa, se salió llevándose la sobremesa, que era de paño, y la bacinilla. Por entre los papeles quedó algún fuego, con el cual se iba quemando toda la caja.

Amaneció el día; era muy grande la humareda. Acudió la gente, diciendo: "¡Que se queman las casas reales!". Hicieron abrir las puertas y luego echaron de ver que el humo salía de la caja real. Acudieron a llamar a los oficiales reales, los cuales acudieron al punto, abrieron las puertas, mataron el fuego, aunque no se pudieron favorecer los muchos papeles y escripturas que se quemaron, por haber sido el principio del fuego por aquella parte. Halláronse presentes el oidor y el fiscal; de allí se fueron al Acuerdo, mandaron prender la gente sospechosa y vagamunda, tomáronse los caminos, no dejaban entrar ni salir persona alguna. Hiciéronse otras muchas diligencias, y no se hallaba rastro ninguno, aunque estaban las cárceles llenas de hombres.

El contador jerónimo de Tuesta, el tesorero Gabriel de Limpias Y el factor Rodrigo Pardo hacían en sus casas muy apretadas diligencias con sus esclavos, que acudían a la caja a marcar el oro; y lo propio hizo Hernando Arias Torero, a cuyo cargo estaba la fundición, y Gaspar Núñez, el ensayador, y no hallaron cosa de sospecha. Fuese enfriando el negocio, y soltando presos. Al cabo de algunos días, el indio que hizo el hurto se fue a jugar con un muchacho de Hernando Arias, el cual le ganó seis panecillos de oro, los más chicos; con ellos se levantó del juego y se vino a la tienda de Martínez, el tratante, a comprarle una camiseta patacuzma del Pirú, que había días que trataba de comprársela. El indio ladrón le dio al muchacho otro pedacillo de oro diferente, diciéndole: "Compra esto de colación, y jugaremos, que aquí tengo más oro". Con esto se apartaron, aunque el ladrón siempre le vino siguiendo y se puso a acecharle a la esquina de Santo Domingo. Llamábase el muchacho Juan Viejo. Díjole al Martínez:

--"Yo vengo, señor, a comprar la patacuzma, que aquí traigo oro".

Díjole el Martínez:

--"Da acá, Juan, veamos cuánto traes".

El muchacho le sacó dos pedacillos de oro. En tomándolos el Martínez en las manos, conoció que era oro de quintos, porque no tenía más que la ley, sin otra marca. Díjole al muchacho:

--"¿Tienes más oro de este? Dalo acá, darete la camiseta, y lo demás te daré en oro corriente, que tú no sabes lo que vale esto".

Entonces le sacó el muchacho los otros cuatro pedacillos que le quedaban. El Martínez le dio la camiseta y le dijo:

--"Espérame aquí, cuídame la tienda, que voy por oro corriente para darte".

Fuese luego a casa de Hernando Arias, amo del Juan Viejo, mostróle el oro y díjole cómo su muchacho lo traía. Alborotóse el Hernando Arias al ver que en persona de su casa se hubiese hallado principio del hurto de la real caja. Sosegóse, y para se enterar mejor fuese con el Martínez a su tienda, trajeron al muchacho y de él supieron lo que pasaba.

El indio ladrón, que desde donde estaba acechando vio llegar al Juan Viejo y conoció a su amo, sospechó lo que podía ser. Salióse de la ciudad y fuese metiendo por los pajonales y arcabuquillos, que por aquellos tiempos había por debajo de la iglesia de Nuestra Señora de las Nieves. El Hernando Arias con el muchacho y con el Martínez fueron a casa del doctor Chaparro, que presidía, y diéronle cuenta del caso.

Al punto mandó el oidor salir gente de pie y a caballo en busca del indio, el cual era muy conocido por andar, como tengo dicho, vestido de seda. Fuéronle siguiendo por la legua que tomaron de él y por donde le habían visto pasar; salieron al campo en su seguimiento. Era ya muy tarde cuando se hizo esta diligencia; cogióles la noche y un grande aguacero, con que se volvieron sin hacer cosa alguna.

Otro día fue un negro de Francisco Ortega, que llamaban Xarife, a hacer yerba para los caballos de su amo, y andándola cogiendo por entre aquellos pajonales, topó con el ladrón. Diole voces, diciéndole: "¡Ah ladrón, ah ladrón!". Fue tras él y rindiósele; maniatólo fuertemente, y rabiatado a la cola de un caballo de los que traía cargados de hierba, lo metió en esta ciudad. Lleváronlo a la cárcel, tomáronle la confesión, confesó el hurto de la real caja, de llano. Estándole tomando la confesión, le quitaron el tocado que traía ordinariamente puesto en la cabeza, y halláronle ambas orejas cortadas, por la cual razón le pusieron a cuestión de tormento. Confesó célebres hurtos hechos en el Pirú y en la Gobernación de Popayán, y entre ellos confesó uno miraculoso que había hecho en esta ciudad, en la santa iglesia Catedral, que aunque pareció la propia mañana que se hizo, nunca se supo quién fuese el autor de él hasta este punto, que pasó así:

El sacristán Clavijo tenía la costumbre de cerrar, en siendo honra, la puerta principal de la iglesia, y luego subía al campanario a tocar la oración del Ave María, lo cual hecho cerraba su sacristía, y por la segunda puerta, que tenía postigo, se iba a cenar a casa de su hermano Diego Clavijo, a donde se detenía hasta las nueve o diez horas de la noche. El ladrón le tenía muy bien contados los pasos. Entróse en la iglesia como que iba a hacer oración, aguardó a que subiese al campanario, y al punto se metió debajo de la tumba que estaba en la iglesia. El sacristán cerró sus puertas y fuese a cenar; el ladrón salió de la tumba, fuese al altar mayor, quitóle a la imagen de Nuestra Señora la corona y una madeja de perlas que tenía al cuello, descolgó la lámpara de la Virgen, que era grande, y apagó la del Santísimo; lo cual hecho aguardó al sacristán; el cual habiendo venido, como entró a la iglesia y vio la lámpara apagada, tomó un cabo de vela y salió a buscar lumbre por aquellas tiendas, dejando el postigo abierto.

A este tiempo salió el ladrón con el hurto encaminándose a su casa, que estaba a tres cuadras de la iglesia, en las casas de María de Ávila, encomendera de Síquima y Tocarema, a donde el clérigo su amo era doctrinero. Pues de ninguna manera el ladrón pudo acertar con la puerta de su casa; pasó hasta el río de San Francisco, a donde lavó la lámpara; fue a la puente, y de ella a la calle real hasta la iglesia, y de ella fue otra vez hacia su casa, y tampoco pudo topar con la puerta. Volvió al río y a la puente, y viniendo por la calle real, ya cerca de la iglesia, comenzaron a cantar los pajaritos. Entonces allegó a la puerta de la iglesia por donde había salido, y soltó la lámpara, corona y madeja, y fuese a su casa, y entonces topó con la puerta de ella, donde se entró.

El sacristán Clavijo volvió con la lumbre, encendió la lámpara y fuese a acostar. Muy de mañana se levantó a aderezar el altar mayor, y estándolo componiendo alzó la cabeza y vio la imagen sin corona y madeja; echó de menos también la lámpara grande. Fue corriendo, abrió la puerta; iba tan desatinado que hasta que tropezó con la lámpara no la echó de ver. Llamó a algunas personas que andaban ya levantadas para que viesen lo sucedido; y como no faltó nada, no le hizo ninguna diligencia, ni se supo hasta que este ladrón lo confesó; al cual, sustanciada la causa, le condenaron a muerte de fuego, y se ejecutó la sentencia en esta plaza pública.

He querido decir todo esto para que se entienda que los indios no hay maldad que no intenten, y matan a los hombres para roballos. En el pueblo de Pasca, mataron a uno por roballe la hacienda, y después de muerto pusieron fuego al bohío donde dormía, y dijeron que se había quemado. Autos se han hecho sobre esto, que no se han podido substanciar; y sin esto, otras muertes y casos que han hecho. Dígolo para que no se descuiden con ellos.





* * *

El visitador Juan Prieto de Orellana abrevió con su visita, recogió gran suma de oro, y con ello y los presos oidores y el secretario de la Real Audiencia, Francisco Velásquez, y otras personas que iban afianzadas, salimos de esta ciudad para ir a los reinos de España, por mayo de 1585. Iban de compañía el licenciado Salazar y el secretario Francisco Velásquez, porque Peralta, como sintió a Salazar tan pobre, hizo rancho de por sí. Habíasele muerto a Salazar la mujer en esta ciudad. Estos gastos y las condenaciones del visitador le empobrecieron de tal manera, que no hubo con qué llevar sustento en el viaje para él y sus hijos y los que servíamos, que si el secretario Velásquez no llevara tan valiente bastimento como metió, pasáramos mucho trabajo. Fue en tanto grado el sustento, que llegados a Castilla hubo el secretario de enviar en aquella flota que venía a Indias a Juan Camacho, un pariente suyo, para que le llevase dineros y otros recaudos, y le dio de los matalotajes que habían sobrado, y después afirmó el Juan Camacho que había metido bizcocho, quesos y jamones en esta ciudad, de los que se habían llevado de ella a Castilla, y llevamos en el viaje de esta ciudad hasta la de Cartagena.

Fueron muchos los enfados y disgustos que tuvieron con el visitador, porque tenía por gloria afligir a los que llevaba presos; y en Cartagena intentó, al tiempo del embarcar, llevallos presos en la Capitana, donde él se había embarcado, lo cual sintieron mucho. Procuraron el remedio por vía del gobernador. Respondió:

--"Que no tenía jurisdisción, pero que hablaría con el general, para ver el orden que claba".

El cual respondió:

--"Que se metiesen en el agua, que en ella mandaría él lo que se había de hacer".

Llegó el día de la embarcación; iban el oidor y el secretario y los demás de su servicio en un batel. Yendo navegando hacia los navíos, nos alcanzó una chalupa, en la que venían el alguacil del visitador y el secretario Mármol. Preguntaron si iba en el batel el licenciado Salazar y el secretario Velásquez. Respondieron que sí iban. Dijo el alguacil:

--"Pues gobernad hacia la Capitana".

Ya teníamos a este tiempo visto que había partido de ella la chalupa, con la bandera, y enderezaba a nosotros. Luego que llegó preguntaron:

--"¿Va en ese batel el licenciado Salazar y el secretario Velásquez?".

Respondieron que sí. Dijo el escribano de la Capitana:

--"¿Qué nao tienen fletada?".

Respondieron:

--"La Almiranta vieja".

Dijo el alguacil de la Capitana:

--"Pues gobernad a la Almiranta vieja".

Aquí fueron los toques y respuestas entre las dos chalupas y los que venían en ellas. En conclusión, el escribano de la Capitana respondió al secretario Mármol, diciéndole:

--"Váyase en buena hora, o en esotra, que si el visitador manda en tierra, aquí manda el general; gobernad timones a la Almiranta vieja y venid tras mí".

Tomó la delantera, seguímosle y aquí acabó Prieto de Orellana con sus enfados, aunque después los tuvo en Corte muy grandes, porque le probaron que había llevado de este Reino más de 150.000 pesos de cohechos* y lo prendieron y murió en la prisión, pobre y comido de piojos, que así se dijo. Salieron a pedir limosna para enterrallo, llegaron a un corrillo a donde estaba el secretario Francisco Velásquez, a pedilla. Preguntó quién era el muerto, respondiéronle que el licenciado Juan Prieto de Orellana, visitador del Nuevo Reino, que había muerto en la cárcel. Respondió el secretario:

--"Pues no pidan limosna, que yo le enterraré".

Y le hizo muy honrado entierro, que esta caridad le valió después mucho con la majestad de Philipo II, pues mandó que todos los negocios del secretario Francisco Velásquez se cometiesen al doctor Antonio González, del Consejo Real de las indias, que venía a este gobierno, y así se hizo.

Viéronse los autos de los oidores Salazar y Peralta en el Real Consejo; hubo quien ponderase mucho las muertes de Bolaños y Sayabedra, y quien apretase a Peralta en la muerte de Ontanera y otras cosas. El Real Consejo declaró haber hecho justicia, dándolos por buenos jueces y restituyéndolos a sus plazas.

El licenciado Gaspar de Peralta volvió a ella en tiempo del doctor Antonio González. El licenciado Salazar se excusó con Su Majestad y quedóse en España. Sucedióle, pues, que como estaba tan pobre, tomó capa de letrado y fuese a abogar a la Sala del Consejo. El presidente reparó en él y preguntóle:

--"¿No sois vos el licenciado Alonso Pérez de Salazar?".

Respondióle:

--"Sí soy, señor".

Dijo el presidente:

--"¿Pues no gobernasteis el Nuevo Reino de Granada como oidor más antiguo?".

Respondióle que sí. Preguntóle:

--"¿Pues qué habéis hecho de la ropa que os dio Su Majestad?".

Respondió que "no la podía sustentar". Replicó:

--"¿Pues no os dio renta Su Majestad?".

Respondió que "sí, pero que toda se había gastado en la muerte de su mujer y en las encomendaciones del visitador Orellana". Díjole el presidente:

--"Idos a vuestra casa y tomad la ropa que os dio Su Majestad, que aquí se tendrá cuenta con vuestra persona".

Con esto se salió de la sala y se fue a su casa, sin volver más al Consejo. Pasados algunos días, sucedió que entre Su Majestad y una duquesa extranjera había pleito sobre ciertos pueblos y tierras de su Estado. Estaba ese pleito comprometido a un juez árbitro en una consulta. Dio la duquesa memorial a Su Majestad. Preguntó el rey en qué estado estaba aquella causa. Respondiéronle que estaba comprometida. Dijo:

--"¿Pues no hay un juez o persona que la determine?".

A este tiempo se acordó el presidente del Consejo de indias de licenciado Alonso Pérez de Salazar, y díjole al rey:

--"Aquí está, señor, el licenciado Alonso Pérez de Salazar, que gobernó el Nuevo Reino de Granada, mándelo Vuestra Majestad, se le comprometerá".

Dijo el rey:

--"Comprométasele".

En esta conformidad le llevaron los autos, y habiéndolos visto muy bien, los sentenció en favor de la duquesa. Enviólos algo tarde al secretario donde pendían, y aquella noche se fue a Valcarnero, de donde era natural. La duquesa, que sintió la sentencia en su favor, en otra consulta dio memorial a Su Majestad. Preguntó qué había resultado. Dijéronle que había salido en favor de la parte contraria. Dijo el rey: "Sería justicia"; sin replicar más palabra, ni se trató más de este pleito.

He querido decir todo esto para que se vea qué tal era este juez en materia de hacer justicia, y por pagarle algo de lo que deseó hacer por mí. Mas fue otra la voluntad de Dios, que sabe lo mejor.

Al cabo de más de seis meses murió el fiscal del Consejo de indias; fue la consulta de Su Majestad y copia de los consulados. Tomó el rey la pluma, y por bajo de los nombrados dijo: "El licenciado Alonso Pérez de Salazar, fiscal del Consejo de Indias". Con lo cual se hizo muy gran diligencia en buscarle, y no le hallaron ni sabían de él, ni quien de él diese razón; con lo cual en otra consulta que llevaron los propios consulados y por bajo de ellos dijeron:

--"El licenciado Alonso Pérez de Salazar no parece".

Volvió el rey a tomar la pluma, y dijo:

--"El licenciado Alonso Pérez de Salazar, fiscal del Consejo de Indias, en Valcarnero le hallarán".

Sabía el rey dónde estaba, y todos los consejeros, porque a Philipo II, por especial gracia, no se le escondía cosa. Trajéronle a su plaza, y dentro de poco tiempo ascendió a ser oidor del consejo, y dentro de seis meses, poco más o menos, murió, quedando yo hijo de oidor muerto, con que lo digo todo. Pobre y en tierra ajena y extraña, con que me hube de volver a indias.

Durante el gobierno del doctor Francisco Guillén Chaparro, que gobernó solo con el fiscal Albornoz, casi cinco años, manteniendo todo este Reino en paz y justicia, sin que de él hubiese quejas. En este tiempo, sucedió que en la ciudad de Tocaima, don García de Vargas mató a su mujer, sin tener culpa ni merecerlo, y fue el caso: en esta ciudad había un mestizo, sordo y mudo de naturaleza, hijo de Francisco Sanz, maestro de armas. Este mudo tenía por costumbre, todas las veces que quería, tomar entre las piernas un pedazo de caña, que le servía de caballo, y de esta ciudad a la de Tocaima, de sol a sol, en un día entraba en ella, con haber catorce leguas de camino. Pues fue en esta sazón a ella, que no debiera ir.

Habían traído a la casa grande de Juan Díaz un poco de ganado para de él matar un novillo; desjarretáronlo, era bravo y tuvieron con él un rato de entretenimiento. El mudo se halló en la fiesta. Muy grande era la posada de don García, y a donde tenía su mujer y suegra. Cuando mataron el novillo estaba el don García en la plaza. Pues viniendo hacia su casa topó al mudo en la calle, que iba de ella. Preguntóle por señas de dónde venía; el mudo le respondió por señas poniendo ambas manos en la cabeza, a manera de cuernos; con lo cual el don García fue a su casa revestido del demonio y de los celos con las señas del mudo, topó a la mujer en las escaleras de la casa, y diole de estocadas. Salió la madre a defender a la hija, y también la hirió muy mal. Acudió la justicia, prendieron al don García, fuese haciendo la información y no se halló culpa contra la mujer, ni más indicio que lo que el don García confesó de las señas del mudo, con lo cual todos sirvieron el hecho por horrendo y feo. Sin embargo, sus amigos le sacaron una noche de la cárcel y lo llevaron a una montañuela, donde le dieron armas y caballos, y le aconsejaron que se fuese, con lo cual se volvieron a sus casas.

Lo que el don García hizo fue que, olvidados todos los consejos que le habían dado, se volvió a la ciudad y amaneció asentado a la puerta de la cárcel. Permisión divina, para que pagase su pecado. Volviéronlo a meter en ella, y de allí lo trajeron a esta Corte, a donde también intentó librarse fingiéndose loco; Pero no le valió, porque al fin lo degollaron y pagó su culpa. He puesto esto para ejemplo y para que los hombres miren bien lo que hacen en semejantes casos.





* * *

Informado el rey, nuestro señor, de las revueltas de este Reino, y cuán entregado había quedado con los visitadores Monzón y Prieto de Orellana, acordó de enviar un consejero que remediase las cosas de él, y así envió al doctor Antonio González, de su Real Consejo de las Indias, con bastantes poderes y cédulas en blanco para lo que se ofreciese. Partió de España al principio del año de 1589, pasada ya la jornada que el duque de Medina hizo a Inglaterra, de que no surtió cosa importante, antes bien mucha pérdida, como se verá en la crónica que de ella trata.

Y por haberme yo hallado en estas ocasiones en Castilla, deme licencia el lector para que yo diga un poquito de lo que vide en Castilla el tiempo que en ella estuve, que yo seré breve.

Había quedado gobernando en este Nuevo Reino, como tengo dicho, el doctor Francisco Guillén Chaparro, en compañía del fiscal Hernando de Albornoz, los cuales lo mantuvieron en paz y justicia más tiempo de cuatro años, porque eran personas de celo cristiano y caritativas; sólo tuvo por contrapeso el enviar los socorros a Cartagena cuando el corsario Francisco Drake infestaba sus costas, y finalmente la tomó y saqueó; y lo propio hizo de la ciudad de Santo Domingo en la isla española, como es notorio.

Esto pasaba en Indias, y de ellas el año de 1587 se fue de España, a donde intentó también saquear la ciudad de Cádiz. Entró el corsario sólo con su Capitana en la bahía, que no le pudo seguir su armada por el riguroso tiempo y gran tormenta que andaba sobre la costa, y así andaba dando vueltas de un borde a otro, que todos se admiraban de que se pudiesen sustentar sin hundirse o dar al través. En la costa entró de noche y surgió entre otros navíos que estaban en la bahía, aunque apartado de ellos; y es muy cierto que si su armada entrara antes que fuese de día, saqueara a Cádiz. En esta sazón estaban las galeras de España despalmando en el puerto de Santa María, y su general estaba en Cádiz, don Pedro de Acuña, que después fue gobernador de Cartagena, que en aquella sazón era cuatralbo de aquella armada; despalmada y aderezada la Patrona, atravesó en ella la bahía a saber de su general lo que ordenaba, el cual juntamente con el corregidor de la ciudad se andaban paseando sobre un pretil junto a la marina; como vio su Capitana, diole de mano con un pañizuelo, llegó el don Pedro de Acuña donde estaba el general, el cual le preguntó si había reconocido aquel navío que estaba surto, desviado de los otros navíos; díjole que no. Mandóle el general que fuese y lo reconociese, porque le parecía extranjero. Partió al punto don Pedro a hacer lo que se le mandaba.

El inglés, que reconoció el intento que traía la Generala, con presteza levantó el ferro y recibióla con un tiro de artillería que le llevó un banco con tres forzados. Respondióle la Generala con los dos tiros de crujía, largó el paño el inglés a su Capitana y enderezóla a la puente Suazo, llave de la ciudad de Cádiz y puerta para toda España. íbanse las dos capitanas bombardeando y escaramuzando; la de España, que tenía mejores alas, con toda presteza se metió debajo de la puente Suazo, a donde y desde donde las dos capitanas se estuvieron bombardeando dos días con sus noches.

En el uno de ellos se vio la armada enemiga a una vista, pero no pudo tomar puerto por el recio tiempo, porque la mar mandaba por los cielos, y la bahía bramaba que ponía temor a los de tierra; pero a las dos capitanas no les estorbaba el pelear, porque era mayor el fuego de la cólera, la una por el interés de romper la puente, que era el intento del inglés para que no le entrase socorro a Cádiz y podella saquear, y don Pedro de Acuña por defenderla y repararla de este daño.

La gente de la ciudad en un fuerte escuadrón había salido a la defensa de la puente, pero no podía llegar a ella porque los desviaba el inglés con su artillería. Había corrido la fama por lo más cercano de la tierra y los postas habían ido a pedir socorro. El que allegó primero fue el de San Lúcar y Santa María del Puerto; al otro día llegó la caballería de Jerez, con su infantería.

Halléme yo en esta sazón en Sevilla; que el jueves antes que llegase el aviso del socorro, se había enterrado el Corso, cuyo entierro fue considerable por la mucha gente que le acompañó y los muchos pobres que vistió dándoles lutos y un cirio de cera con que acompañasen su cuerpo. Acudió toda la gente de sus pueblos al entierro con sus lutos y cera, y todo ello fue digno de ver. Lleváronle a San Francisco y depositáronle en una capilla de las del claustro, por no estar acabada la suya.

El viernes siguiente, después de mediodía, entró el correo a pedir el socorro para Cádiz. Alborotóse la ciudad con la nueva y con el bando que se echó por ella. Andaban las justicias de Sevilla, asistentes a audiencia, alcaldes de la cuadra y todas las demás, que de día ni de noche no paraban.

El lunes siguiente en el campo de Tablada se contaron cinco mil infantes, con sus capitanes y oficiales, y más de mil hombres de a caballo, entre los cuales iban don Juan Vicentelo, hijo del Corso, y el conde de Gelves, su cuñado, cargados de luto hasta los pies de los caballos. Acompañólos mucha gente de la suya, con el mismo hábito, que hacía un escuadrón vistoso entre las demás armas; estuvo este día el campo de Tablada para ver, por el mucho número de mujeres que en él había, a donde mostró muy bien Sevilla lo que encerraba en sí, que había muchas piñas de mujeres, que si sobre ellas derramaran mostaza no llegara un grano al suelo.

Partió el socorro para Cádiz, unos por tierra, otros por el agua; y no fui yo de los postreros, porque me arrojé en un barco de los de la vez, de un amigo mío, y fuimos de los primeros que llegamos a San Lúcar, y de ella por tierra al puerto de Santa María, desde donde se veía la bahía de Cádiz y lo que en ella pasaba. Fue de ver que dentro de cuatro días se hallasen al socorro de Cádiz más de treinta mil infantes armados, y más de diez mil hombres de a caballo; y no fueron los de Córdoba los postreros, porque de ella vino muy lucida caballería y mucha infantería muy bien armada. Fue muy de ver estas gentes y el haber venido tan presto. La armada del enemigo andaba cerca de tierra, de una vuelta y otra, sin poder entrar en el puerto. Las galeras de España no los podían ofender, porque estaban desapercibidas despalmando, y el tiempo era muy recio para galeras.

El corsario Drake, visto que no podía salir con lo que había intentado, y que su armada no le podía dar ayuda, fue saliendo del puerto; y no quiso salir sin hacer algún daño en lo que pudiese. Estaba surto en la bahía aquel galeón San Felipe, famosa capitana del marqués de Santa Cruz; pasó por junto a él, que estaba sin gente ni artillería, y diole dos balazos a la lengua del agua, con que lo echó a fondo. Más adelante estaba una nao aragonesa del rey, cargada de trigo, y también la echó a fondo, y con esto se salió a la mar y se juntó con su armada. Habiendo abonanzado el tiempo, revolvió sobre San Lúcar de Barrameda dentro de diez días. Aquella barra es peligrosa, porque se entra a ella por Contadero. Envió un patache con una bandera de par y un recado al duque de Medina, suplicando le socorriese con bastimentos, de que estaba muy falto, y se moría la gente; y que de él se había de valer, como amigo antiguo y tan gran caballero.

Platicóse entonces que este don Francisco Drake había sido paje del emperador Carlos V, que se lo había dado Philipo II, su hijo, cuando volvió de Inglaterra, muerta la reina María, su mujer, y que por ser muy agudo se lo había dado al emperador su padre para que le sirviese, y que era muy aespañolado y sabia muy bien las cosas de Castilla, y que de allí nacía la conocencia y amistad con el duque de Medina, el cual le envió bastimento y regalos para su persona, enviándole a decir que le esperase, que le quería ir a ver cuando allegase la gente que le había de acompañar, Respondióle el inglés, que él no había de reñir ni pelear con un tan gran caballero y que con tanta largueza había socorrido su necesidad, porque más lo quería para amigo que no para enemigo; con lo cual se hizo a la vela, y nunca más pareció por aquellas costas, porque se volvió a Indias, donde murió.





* * *

El año siguiente de 1590 murió en esta ciudad el señor arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas, a 24 de enero de dicho año. Originóse su muerte de la caza, a que era aficionado. Contaré este caso como lo platicaban los que fueron con él.

Salió Su Señoría a cazar a Pasquilla la vieja (tres leguas de esta ciudad, poco más o menos) donde otras veces había ido al propio efecto, acompañado de sus criados y parientes y de algunos clérigos y seglares. Hízose una ramada grande en aquel sitio; convocáronse los indios de Ubaque y Chipaque, Usme y otros de aquella comarca. Fue Su Señoría a hacer noche a la ramada. Desde las cumbres de aquel páramo, la mesma noche los indios con trompetas, fotutos y otros instrumentos dieron a entender cómo estaban allí. Amaneció el día, claro y alegre; púsose Su Señoría a caballo, tomó un perro de la laja; a don Fulgencio de Cárdenas, su sobrino, y a Gutiérrez de Cárdenas mandó tomar otros, y puso las paradas de su amo quedándose a vista de todos. Comenzó a calentar el sol, y de aquellas quebradas y honduras se comenzaron a levantar unas nieblas; espesáronse de tal manera que no se veía un hombre a otro.

Acertó a venir un venado por donde estaba el arzobispo; largóle el perro y fuelo siguiendo sin que nadie le viese. La perra que tenía de laja don Fulgencio sintió el ruido; fuésele de la mano y de la laja, y fue tras el venado. Duró la niebla hasta las cuatro de la tarde; matáronse muchos venados, y con esta cudicia ninguno se acordaba del arzobispo, porque entendían que estaba en su puesto, el cual siguiendo al venado que se alargó fue a caer a las vertientes de Fusagasugá, a la parte de Bosa, a donde mató el venado, y le cogió la noche sin que nadie supiese de él.

Los que le eharon menos fueron los más cercanos, y dieron aviso a los demás. Hicieron grandes diligencias en buscarlo por todo aquello, y no parecía. Venía cerrando la noche, los indios se iban retirando. Pues andando de cerro en cerro y de quebrada en quebrada, oyeron en el caedizo de un cerro ladrar un perro. Esta era la perra que se le fue a don Fulgencio de Cárdenas, de la laja, que habiendo muerto el venado volvía en busca de otro galgo con quien estaba aquerenciada. Fueron en demanda de ella, teniendo por muy cierto que hacia aquella parte estaba el arzobispo, y no se engañaron, porque antes que llegasen a tomar la perra, ella, como si tuviese instinto de razón, tomó la delantera y fue guiando hacia donde estaba Su Señoría, el cual oía el vocear y gritar que andaba por los cerros.

Era ya de noche; traía el arzobispo una corneta de plata al cuello. A las voces tocóla, respondieron con voces y grita, con lo cual Su Señoría perseveró en tocar la corneta, con lo cual fue Dios servido que la gente allegase a donde estaba. Halláronle al pie de una peña, a donde con frailejones y su capa tenía aliñada la cama para pasar la noche. Fue muy grande la alegría que se tuvo en haberle hallado, y Su Señoría abrazaba a todos con ella. En fin, allí trenzaron una hamaca en que le metieron, y clérigos y seglares cargaron con él, que fue otro rato de gusto, por los dichos y chistes que pasaban. También llevaron el venado que tenía muerto junto a sí. Allegaron a la ramada, a donde le estaba aderezada una regalada cena, la cual cenó con mucho gusto y contando lo que le había pasado con el venado; acabó de cenar y fuese a acostar. A rato que estuvo en la cama le comenzaron a dar unos calofríos, que hacía temblar toda la cama. El licenciado Álvaro de Auñón, médico que estaba con él, le aplicó algunos remedios, y el uno de ellos fue metello en una sábana mojada en vino y muy caliente, con lo cual Su Señoría se sosegó y durmió un rato. En siendo de día se bajó a Usme, y andándose paseando junto a la iglesia entró el Padre Pedro Roldán en ella, que era cura de aquel pueblo. Díjole el Padre Pedro Roldán en ella, que era cura de aquel pueblo. Díjole que les diese misa, la cual oída se volvió a pasear. Llamó a don Fulgencio, su sobrino, y diole la corneta de plata que traía al cuello y una laja de seda que traía en el brazo, diciéndole que tomase tales y tales perros para él, y repartió lo demás con Gutiérrez de Cárdenas y los demás, diciendo que se despedía de la caza; con lo cual se vino a esta ciudad, a donde le acometió el achaque de que murió.

Téngale Dios en su santa gloria, que sí tendrá, pues era cristianísimo príncipe y padre de pobres. No dejó nada a esta santa iglesia, porque sus parientes le empobrecieron de manera que no tuvo qué dejar. Sólo dejó una capellanía de tres misas en cada un año, que sirven los prebendados. Adelante diré los arzobispos que le sucedieron y no vinieron a esta silla arzobispal.

El año antes de 1589, a 28 de marzo del dicho año, había entrado en esta ciudad el cuarto presidente, que fue el doctor Antonio González, del Consejo Real de las Indias. En el siguiente trataré de su gobierno, que este capítulo ha sido largo y estará el lector cansado, y yo también de escribirlo.