Comentario
Hablar de relaciones internacionales para la época a la que nos estamos refiriendo no es una expresión del todo adecuada. Para hablar de política exterior en este periodo se han puesto en circulación otros conceptos como relaciones intermonárquicas e incluso (en expresión de Esther Pascua) relaciones interfeudales. Los monarcas, en efecto, a la hora de relacionarse con sus vecinos lo hacen en su condición de señores feudales supremos. Los diversos enfrentamientos entre la casa Capeto y la Plantagenet son, evidentemente, menos confrontaciones entre Estados que pugnas de carácter feudal.
De la diplomacia cabría decirse algo similar. Los niveles bajo los que ésta se desenvuelve entre los siglos XI y XIII son aún muy artesanales. Se trata, como ha recordado R. Fedou, de una cuestión generalmente de familia. Ello no fue obstáculo para que, especialmente desde el siglo XII, fueran proliferando en el Occidente importantes acuerdos de paz que contribuyeron a hacer mas nítidas las líneas fronterizas entre las distintas entidades políticas.
La autoridad política y moral que fueron ganando los reyes iba haciendo de ellos los garantes de la paz. El Pleno Medievo conocería así el paso de la paz de Dios (impuesta, o aconsejada al menos, por las instancias eclesiásticas) a la paz del Rey.
Reverso de la paz era la guerra, endémica a lo largo del periodo, y para cuya conducción la sociedad medieval reconocía la existencia de toda una categoría social: los "bellatores", "pugnatores" o "defensores" encargados de velar por la seguridad de todos.
¿Que papel cabía aquí a los monarcas?
El Sacro Imperio, expresión del Estado teóricamente más poderoso, gozaba fama de disponer de las fuerzas armadas más numerosas y temibles. En expresión de san Bernardo, Alemania era la "tierra fecunda en hombres valerosos". Sin embargo, las frecuentes contradicciones políticas del Imperio limitaron considerablemente este poderío. Como en otros campos, las monarquías feudales del Occidente fueron las beneficiarias de esta debilidad.
Bajo las monarquías germánicas en los primeros siglos del Medievo, la política militar se desenvolvió bajo las pautas de unos ejércitos nacionales: todo hombre libre era un soldado y la base de las fuerzas armadas lo constituían bandas agrupadas en torno a jefes de reconocido prestigio. En la Inglaterra anterior a la conquista normanda se conocía bajo el nombre de "fyrd" la leva en masa de los hombres libres para la defensa del condado, del burgo o de la costa. El "fyrd" restringido suponía una recluta más selectiva: un hombre por cada cinco pequeños propietarios. Un procedimiento similar al seguido en el mundo carolingio.
Hablar de monarquías feudales supone hablar de feudalidades como sociedades armadas. Aunque con los debidos matices podría admitirse una triple ecuación: combatiente = soldado de caballería = caballero = noble. Los feudos considerados nobles son aquellos que implican un servicio militar a caballo. Entre los compromisos feudales está, en lugar destacado, la ayuda militar que el vasallo debe al señor con su equipo completo durante un tiempo fijo. Jerarquía militar y jerarquía feudal acaban imbricándose: en la cima esta el rey, como "suzerano" supremo; en la base están los valvasores (vassi vassorum) que no tienen ningún guerrero bajo su dependencia.
La complejidad de fidelidades feudales, muchas veces solapadas, era el talón de Aquiles de estas fuerzas armadas. Conscientes de ello, los monarcas fueron dando importantes pasos para conseguir una mayor operatividad. Algunas disposiciones pueden ser ilustrativas. Así, el "Assise" de 1181 promulgado por Enrique II Plantagenet, en donde se especifica el armamento del que tenían que estar provistas las distintas categorías sociales que habían de guardar fidelidad al rey: caballeros, hombres libres laicos en función del nivel de riqueza que tuvieran (se toman las referencias de 16 y de 10 marcos de renta) y burgueses de las distintas comunidades. Otro importante paso para la creación de un autentico ejercito real se da en la Francia de Felipe Augusto con la "Prisie des sergens" de 1204. Tal disposición permitía a la realeza la recluta en abadías, villas y comunas, de un contingente estable de casi ocho mil hombres cuyo servicio era de tres meses al año.
Ni compromisos feudales ni reclutas selectivas cierran el cuadro de lo que fue la política militar en este periodo. Los mayores recursos de los príncipes y los rescates pagados por personas -nobles o simples libres- obligados a prestaciones militares, permitieron a los monarcas la recluta de personal mercenario. A nivel de guardia personal será utilizado por distintos soberanos. En operaciones militares cobrarían relieve los arqueros montados sarracenos de Lucera, utilizados por Federico II en sus campañas italianas; los ballesteros pisanos y ligures; los peones de Gascuña o "esos aragoneses, vascos, brabanzones, triaverdinos y cotarelos" contra los que se lanza un duro anatema en el III Concilio de Letrán.
El renacimiento de la vida urbana proveyó a los reyes de ciertos contingentes de "hombres libres y honorables" que se integraban en las filas del incipiente ejercito real. Pero, además, muchas ciudades disponían de su propia organización armada. Los vecinos se agrupaban militarmente por barrios, oficios o nivel de fortuna con obligación de construir, mantener o defender las fortificaciones de la ciudad. Las milicias de las ciudades-frontera de la Extremadura y la Transierra castellano-leonesa cargaron en numerosas ocasiones con el peso de la defensa del reino y de la represalia contra los musulmanes. Las ciudades lombardas organizadas militarmente serían capaces incluso de inflingir graves derrotas a los soberanos alemanes: a Federico I en Legnano (1176) y a su nieto Federico en Parma (1248).
Por último, al calor de las operaciones contra el Islam, surgieron institutos mitad religiosos, mitad guerreros, aunque será esta segunda condición la que acabe prevaleciendo: las Ordenes Militares. Dos de las surgidas en Oriente -Templarios y Hospitalarios- desempeñarían un papel capital en la defensa de Tierra Santa. Los Teutónicos (Domus hospitalis sanctae Mariae Teutonicorum) aunque también nacidos en Palestina, forjarían su fortuna en el Báltico tras recibir en 1237 el aporte de otra milicia: los Portaespada. Defensa y organización/colonización del espacio conquistado a los musulmanes serían acciones capitales de las milicias de cuño hispánico: fundamentalmente Santiago, Calatrava y Alcántara surgidas desde mediados del siglo XII.
¿Cómo se conducía la guerra?
Contra lo que comúnmente se admite, la Edad Media no fue pródiga en grandes batallas campales, aunque algunas de ellas hayan ingresado por merito propio en la mitología militar. "La batalla, dice Georges Duby, no es la guerra y puede uno atreverse a decir que es todo lo contrario: es un procedimiento de paz" en el que, de un solo golpe (como si se tratara de un juicio de Dios) se desea liquidar un contencioso. La guerra es, sobre todo, operación de depredación, castigo y pillaje de la que, pese a las admoniciones de Paz y Tregua, no se ven libres ni tan siquiera los establecimientos eclesiásticos. De ahí las reiteradas condenas de la Iglesia contra los que habían hecho de la profesión de las armas algo ajeno a esa idílica visión del "miles Christi" que pone su fuerza al servicio de los débiles y las causes justas. Nadie, sin embargo, quedó al margen de ejercer este tipo de operaciones: desde los contingentes hispano-cristianos que estacionalmente razziaban el territorio enemigo, a los propios monarcas sedicientes defensores de la paz y el orden. Así, la principal empresa de Luis VI a lo largo de su reinado fue una serie de operaciones de castigo (devastaciones, toma y destrucción de castillos) contra los señores locales (los tiranos) asentados en el dominio real y renuentes en muchas ocasiones a aceptar la autoridad del soberano.
En ultimo lugar, la fuerza de un monarca no estaba sólo en su capacidad de movilización de efectivos humanos para presentar batalla a campo abierto o depredar las sierras del enemigo. Estaba también en la acumulación del mayor número posible de puntos fortificados. La concentración de poder trajo un incremento en la cifra de fortalezas poseídas. El caso Capeto puede resultar paradigmático: tras las grandes conquistas que Felipe Augusto culmina en 1214, la realeza francesa pasa a controlar más de un centenar de castillos a los que había que añadir los de vasallos comprometidos a entregarlos al rey en caso de necesidad.