Época: Sociedad Feudal
Inicio: Año 1275
Fin: Año 1350

Antecedente:
Madurez de la sociedad feudal



Comentario

A finales del siglo XIII, Europa occidental y buena parte de la periferia habían llegado al limite de la expansión y el crecimiento ininterrumpido que habría que matizar, no obstante, a niveles regionales. La propia evolución económica había desarrollado formas de producción con lazos estrechos de dependencia y promovido concentraciones campesinas y urbanas que serian proclives a inevitables conflictos y enfrentamientos.
Entre las áreas más desarrolladas económicamente, Flandes ofrecía una gran producción dirigida sobre todo a la exportación, Inglaterra presentaba un estado avanzado de la revolución económica que conoció más tarde y en el resto los efectos del desarrollo habían beneficiado desigualmente a unos y otros países. El norte de Italia, por su parte, seguía manteniendo un buen nivel desde el despegue de sus ciudades-estado, que había sido pionero en la producción y el comercio internacional.

En el campo, sin embargo, la brecha abierta entre campesinos y señores se fue haciendo cada vez más profunda. Un ejemplo puede ser significativo.

En Picardía, una de las regiones agrícolas más prósperas, se dieron una serie de cambios sociales desde el siglo XIII motivados por el progreso de las técnicas; perceptible en la multiplicación de molinos y arados, diferenciación de cultivos y extensión de una rotación regular. Cambios que distanciaron a quienes fueron capaces de acudir a los nuevos instrumentos y técnicas (consiguiendo aumentar los rendimientos, recuperar corveas y mejorar los cultivos) de los que no supieron o no pudieron hacerlo, convirtiéndose la posesión de un tiro de labor en la línea de fractura porque su carencia hacia más difícil las tareas, se remuneraban peor y eran limitadas.

Estos cambios afectaron también a los señores, y no es suficiente con enfrentarlos simplemente a los campesinos de los que también les fue aislando la dedicación militar y los hábitos de clase. Porque debieron adaptarse al progreso tecnológico, a la contestación de los campesinos sobre las estructuras señoriales que empezaban a ser cuestionadas y a la obligada división sucesiva de la propiedad por el fuerte desarrollo demográfico que perjudicó a los campesinos y facilitó, en muchos casos, la absorción por señoríos potentes de carácter feudalizante.

En la región picarda, estudiada por Fossier, hacia 1300, sobre unos cien señoríos con alrededor de trescientas a cuatrocientas aldeas, unos treinta o treinta y cinco eran del rey, los infantes o la Iglesia, quince de los grandes linajes vinculados a familias condales, otras diez a diversos agrupamientos y el 40 por 100 restante se repartía entre varias centenas de familias señoriales.

En las ciudades, el desarrollo económico, la progresiva organización del mundo del trabajo y la preocupación por la presión financiera propició asimismo un cambio de situación desde el siglo XIII. Las agrupaciones de artesanos se habían ido consolidando desde el XIII, sufriendo diversos avatares al ser presionadas y desaparecer algunas de ellas; a pesar de lo cual fueron en aumento, reforzando su solidaridad y adquiriendo los medios y estrategias necesarias para contrarrestar el predominio patricio.

Pero cuanto más crecía una ciudad mayor era el volumen de las cargas comunes, sobre todo si se trataba de una ciudad de peso en las finanzas del Estado; el cual se organizaba sobre una mayor distribución y control fiscal, entre otros medios conducentes a un mejor gobierno y atención a las urgencias del gasto publico que debía satisfacer el tesoro. Los municipios fueron aumentando los impuestos, y si dicho crecimiento era consecuencia de la expansión, también significó un elemento revelador de las contradicciones y distanciamientos sociales, pues en el desigual reparto de las cargas financieras se crearon tensiones y se manifestaron privilegios y abusos.

A todo ello hay que añadir el endeudamiento cada vez mayor tanto en el campo como en la ciudad y que, con frecuencia, era un signo de empobrecimiento, de retroceso y de necesidad. En las regiones y lugares en los que se había llevado a cabo una expansión acusada, tras el esfuerzo que suponía adquirir el equipamiento y mejorar los cultivos o la producción artesana, una buena parte de sus protagonistas comenzaba a verse arrastrada por la carga de las rentas constituidas por los préstamos, porque los solicitantes de dichos préstamos se presentaban como vendedores de renta y, a cambio de una suma de dinero que recibían de inmediato, se comprometían a pagar a su comprador una renta que llegaba a ser perpetua.

Así pues, en la medida en que el agravamiento de las obligaciones sociales surge como consecuencia de la expansión, el desarrollo del crédito al consumo puede considerarse como un efecto indirecto. Se utilizan los préstamos para lo necesario, lo superfluo y también para pagar los impuestos; aumentándose la dificultad en el reembolso posterior. El paso del endeudamiento por la creciente inviabilidad para enjugarlo sería fuente de discordia, y no sólo contra los judíos, pues no eran los únicos prestamistas. En definitiva, las consecuencias sociales de la expansión y las contradicciones del sistema económico comenzaban a pasar factura. El contraste entre los más ricos y los más pobres se acentuaba al ser cada vez más real y tangible, no sólo teórico o ideológico. Y las deudas contraídas recaerían con mayor atosigamiento en los grupos medios e inferiores. No debe sorprendernos, además, que en aquellas zonas más desarrolladas, como Italia del norte, precoces en el desarrollo urbano y comunitario, los contrastes fueran aún mayores, y los poderosos se opusieran al progreso del común por defender sus privilegios y negocios. Es decir, nuevos tiempos, nuevos problemas como el del abastecimiento, los monopolios comerciales y las contribuciones.

El mismo vocabulario utilizado para descalificar los movimientos urbanos de las clases bajas es sintomático del menosprecio que encerraba, en el fondo, prevención: conjuración, conspiración, conventículo, confederación; aparte de la psicosis que dichos movimientos provocaron entre quienes eran objeto directo de los ataques: magistrados, maestros, patricios, etc. Sin embargo, las alianzas ocasionales entre unos grupos y otros, que luego se deshacían para reconvertirlas en otras de diferente composición, fue la única del siglo XIII.

La diferente dimensión de las fortunas, por otro lado, es uno de los cambios sustanciales en las estructuras de la sociedad rural durante la última fase de la expansión agraria (el siglo XIII), y si anteriormente la jerarquía se basaba en los privilegios y garantías jurídicas heredadas o adquiridas, diferenciando también los distintos grados de libertad o dependencia, ahora las diferencias eran de disponibilidad económica.

En las regiones en las cuales no había desaparecido del todo la barrera entre libertad y servidumbre en las mentes confundidas ahora por los cambios de los tiempos, no se establecía tan radicalmente la diferencia por la fortuna que sí operaba en el medio urbano, pero la situación económica determinaba el estatuto jurídico personal y la reconversión en moneda de muchas rentas en especie obligaría finalmente a los campesinos a vender sus excedentes a precios más bajos si eran apremiados en las tasas señoriales.

Pero este es un tema controvertido. Se ha escrito y defendido que la ruina de muchos señoríos advino cuando comenzaron a predominar las rentas obtenidas de los campesinos en moneda y disminuyeron las de especie. La razón aducida es que, mientras los productos entregados podían venderse después en el mercado según los precios de cada momento, la moneda, devaluada con frecuencia a partir del siglo XIII, empobreció a aquellos señores que habían acordado una renta fija en metálico al margen de sus oscilaciones. Pero este proceso fue lento, irregular y tardío, al menos para antes del 1300. Y eso porque la crisis de la feudalidad se puede entender de muchas maneras y desde diferentes perspectivas, sin que ello sirva pare atestiguar la desaparición del sistema. Nada más lejos, el feudalismo sufrió una primera crisis a finales del siglo XIII y comienzos del XIV pero ni desapareció ni en todos los casos se debilitó, porque la reconversión, la adaptación y la resistencia fueron otras salidas que los siglos bajomedievales propiamente dichos conocieron.

Para Le Goff; por ejemplo, la crisis de la feudalidad se presintió en cada uno de los sectores productivos. El hambre que volvió a Europa a partir de 1270, las devaluaciones monetarias, la crisis textil y los demás contratiempos no pesaron de igual forma sobre todos los sectores, pero afectó a todos ellos en mayor o menor medida. Las variaciones de la moneda empobrecieron a quienes dependían de una renta fija o de un salario. A este respecto son sintomáticos los movimientos de las ciudades con industria pañera desde 1260 (Brujas, Douai, Tournai, Provins, Caen, Orleans, etc.), como lo es también la decadencia de las ferias de Champaña, síntoma de los cambios en las orientaciones comerciales vigentes hasta entonces.

Las ciudades de mayor o menor rango no fueron, por tanto, el único escenario de la contestación y la protesta. Las primeras revueltas campesinas asoman en el horizonte de Francia, pionera en ello también como lo fue Italia en otras facetas (1251 es el inicio). Además, con frecuencia, los movimientos campesinos o urbanos de carácter más popular tendrán un componente religioso y hasta herético (como el de los pastorelos). Grupos de adolescentes pululan por este país dedicándose a la mendicidad y acabando por engrosar los grupos de begardos y beguinos. Pero lo más destacado de esta crisis económico-social es que, si por un lado estos movimientos representan el contrapunto laico a las órdenes mendicantes, siendo condenados en 1311 por la Iglesia, por otro la crisis afectará particularmente a la aristocracia militar y rural, es decir, a la nobleza.

La disminución real de las rentas fijadas en moneda o en especie no proporcional a la cosecha, el alza de los precios agrarios estancada, cuando no empezando a retroceder, y el esfuerzo por mantener el rango militar que definía su función y justificaba su preeminencia, frente al ascenso de grupos sociales inclinados al favor de los príncipes, atosigó a los señores. Pero, ante todo, la incapacidad pare reconvertir sus dominios a favor de los nuevos vientos, terminó de sentenciar la debilidad de muchos señoríos que se extinguieron a la vez que lo hacían algunos linajes por causas diversas: falta de descendencia, empobrecimiento y caída en desgracia o degeneración biológica a causa de la práctica endogámica.

La crisis de la feudalidad se acelerará desde finales del siglo XIII porque, y ésta puede ser otra visión, no podía haber una completa integración económica del sistema feudal: de hecho -nos dice A. Guerreau en su análisis del sistema feudal como ecosistema-, esa integración supondría una dominación de los comerciantes que sería contradictoria con las bases del sistema feudal; y por la misma razón, esa dominación por parte de una clase no feudal fue una condición previa (y no consecuencia) de la puesta en marcha de un nuevo sistema económico.

Pero aún podrían esbozarse otras razones pare entender en su globalidad la crisis de la feudalidad desde el siglo XIII. Dejando aparte las conquistas exteriores, la mayor parte de las cuales estaban ligadas a una lógica cristiana y eclesiástica (Reconquista, Cruzadas, etc.), la dinámica de las guerras internas mantenía viva la llama de la caballería. Porque la guerra era el principal elemento de cohesión del sistema feudal. Las expediciones militares o las correrías eran los mejores medios pare hacer efectivos los vínculos feudales y actualizarlos jerárquica y horizontalmente. Los resultados de estas incursiones militares eran habitualmente la ampliación de la tierra con la conquista y del linaje con los matrimonios.

En resumen, la guerra, ya fuera externa o interna, lejana o próxima, concertada o espontánea, suponía la dominación sobre tierras, hombres y propiedades, el prestigio y el poder; lo que representaba capacidad económica y social, junto con virtualidad jurídica, pare intervenir entre los dependientes al aumentarles o disminuirles su libertad. Pero también aportaba la guerra vínculos matrimoniales suplementarios que reforzaban las redes de parentesco fundadas con anterioridad.

Con lo cual, la guerra, aparte de un factor económico importante por lo que sus resultados provocaban (movilización de riquezas, ampliación de recursos, incorporación de dominios), servía para reactualizar la superioridad feudal, la fijación de su categoría dominical y la solidaridad de clase encumbrada entre los integrantes de las familias de la aristocracia.

Todo lo que atentaba contra dicha superioridad significaba un asomo de crisis para la clase feudal, y cualquier amenaza del resto de la sociedad, aun la más alejada y ajena al sistema, significaba una agresión al orden establecido que la monarquía, los príncipes y la misma Iglesia no estaban dispuestas a consentir; porque la monarquía, los príncipes y los eclesiásticos formaban parte del cuerpo social de la feudalidad, y tras el derrumbe del sistema podían caer ellos mismos después.

La crisis del feudalismo, que no acabó con él sino que lo empezó a transformar y adaptar a las nuevas realidades a partir del siglo XIII, hay que situarla, por tanto, en el contexto de las transformaciones y mutaciones europeas producidas desde entonces. Dichas transformaciones no fueron consecuencia exclusivamente de los cambios producidos en el seno de los diversos grupos sociales predominantes en la sociedad del siglo XIII, porque también influyeron enormemente los reajustes económicos derivados del inicio de la recesión en ese siglo XIII bifronte que nos ofrece una primera mitad de final de la larga etapa de la prosperidad y otra segunda con avisos de dificultades y parálisis del crecimiento, como apunta Le Goff al analizar concretamente los años 1270-1330.

Hasta ese momento, durante los siglos del crecimiento ininterrumpido, la producción se había mantenido ligada estrechamente al consumo, de manera que la especulación y la especialización quedaron reducidas a los productos suntuarios y de sobreabastecimiento. El hombre constituía la fuerza económica esencial y la acumulación de capital de forma indiscriminada era interpuesta todavía por las doctrinas sobre el lucro y la usura por parte de la Iglesia; aunque, al menos hasta el siglo XIII, la proporción de numerario que se fue introduciendo en los intercambios mercantiles y negocios financieros no fue lo suficiente como para favorecer la simple especulación, y tanto los señores como los campesinos acomodados tendieron a guardar sin reinversión o a gastar sin control.

Fue poco después cuando los pilares de la economía tradicional, que hasta entonces no habían requerido ajustes ni reconversiones, comenzaron a desmoronarse y la búsqueda consciente y permanente de la ganancia, así como la apropiación y explotación de la plusvalía iban a estar en el fondo de las transformaciones sociales desde la centuria del 1200, arrumbando a los sectores más inmovilistas y facilitando el lanzamiento de los más arriesgados y dinámicos en la inversión y los negocios.

Buena parte de la masa campesina desasistida y desocupada, dispersa y acosada por el hambre, la coacción y la necesidad, y que empezó a proliferar con la crisis, pudo verse integrada en las nuevas explotaciones dependientes de los medios ciudadanos, los cuales, aun en momentos de dificultad y disminución de la mano de obra, no dudaron en aplicar nuevos procedimientos y mejoras en las explotaciones rurales, al igual que lo hicieron en los talleres y obradores artesanales; aunque, a la larga, la desigual distribución de los beneficios en general originase el antagonismo y los conflictos de clase.

El afán de lucro y la disponibilidad dineraria permitió superar algunas barreras en las ganancias controladas y disparar la búsqueda efectiva de la obtención de beneficios de manera ininterrumpida, la inversión de parte de los mismos para sostener el crecimiento y la dedicación del resto a la mejora de la calidad de vida y la ostentación pública y privada. Con todo lo cual se acentuó la distancia entre superiores e inferiores a medida que las crisis se iban asentando en el panorama europeo de finales del XIII.

Por otro lado, los príncipes y gobernantes necesitaron apostar por el dinero, su multiplicación y disposición temporal para atender las múltiples inversiones necesarias para el funcionamiento del Estado. Lo cual significó también un motor para el desarrollo de muchos negocios burgueses que se apoyaron en la intromisión en el sistema de financiación de dicho Estado a través del arrendamiento de los impuestos, al adelantar al rey o al gobernante el importe de aquellos recobrando con creces dicho importe y obteniendo beneficios para su disfrute posterior.

Cada vez más el justo precio de la plena Edad Media se fue sustituyendo por el juego de la oferta y la demanda, y las fluctuaciones en los precios y salarios generaron desajustes monetarios que redundaron en distorsiones sociales dentro de los círculos artesano-industriales, mercantiles o financieros de la Europa más desarrollada: Flandes, Inglaterra, norte de Francia e Italia o el Mediterráneo aragonés.

En este nuevo juego de la oferta y la demanda, de la monetalización y la búsqueda del beneficio absoluto, la guerra se asumió como actividad económica destinada a aumentar el capital disponible y potenciar o quebrar mercados y rutas comerciales; se acrecentó la avaricia de los Estados y de sus regidores por aumentar los impuestos de continuo, introduciendo con frecuencia los de carácter extraordinario, y se provocó la pauperización de los sectores dependientes exclusivamente de rentas fijas reconvertidas en moneda al ir quedando devaluadas con la depreciación del cambio monetario y las fluctuaciones de los precios en general.

Por todo lo cual la pregunta se acentúa al hacerla, finalmente, en el siguiente sentido: ¿crisis del feudalismo o transformación y preparación para la nueva situación bajo-medieval que se anunciaba ya a partir de la segunda mitad del siglo XIII?