Comentario
La prematura muerte de Enrique VII abre una nueva etapa de dificultades para el Imperio; primero un interregno de más de un año, y, después, una doble elección que recae, por una parte, en Federico, hijo de Alberto I de Habsburgo, y, por otra, en Luis de Baviera. La prolongada vacante del Pontificado, a la muerte de Clemente V, es una dificultad añadida a la obtención de una posible salida al conflicto: durante bastante tiempo Alemania conocería frecuentes enfrentamientos y devastaciones.
Elegido Juan XXII, los dos candidatos acudieron al Pontífice reclamando el reconocimiento. La ocasión era propicia para afirmar el poder pontificio y enderezar la situación política en Italia. Ratificó el nombramiento de Roberto de Anjou como vicario imperial para Italia, que hiciera Clemente V, y, reconociendo por igual a los dos candidatos al Imperio como electos, se dispuso a derribar todos los gobiernos no güelfos del norte de Italia.
La ausencia alemana en el norte de Italia tiene como efecto el desarrollo de numerosas señorías locales, de corte gibelino, con el peligro añadido de su posible acción común bajo la dirección de Mateo Visconti, de Milán. Por su parte, Roberto de Anjou pretendía aprovechar la doble elección para desmembrar el Imperio en tres partes, Alemania, Borgoña, que caería en la órbita francesa, y Lombardia y Toscana, que deberían ir a parar a sus manos, y unidas a su Reino napolitano, formar su reino de Italia.
En esa situación, Juan XXII nombraba dos legados en Italia con la misión de restablecer una paz imposible entre güelfos y gibelinos; la respuesta de los gibelinos al legado pontificio, en especial, la de Mateo Visconti, de Milán, y la de Can Grande della Scala, de Verona, dejaron muy claro que el entendimiento con los gibelinos era imposible.
Es probable que Juan XXII hubiese supuesto que los acontecimientos se desarrollarían de esa forma, lo que justificaba la intervención armada en Italia. La doble elección imperial facilitaba la acción, pero en ella se enterrarían gran parte de los fondos obtenidos por la eficaz administración pontificia y se enfrentaría a amplios sectores de opinión italianos, que consideraron la guerra como una intolerable irrupción del Papado en la esfera de lo puramente temporal.
En junio de 1319, Juan XXII nombraba a Bertrand de Pouget nuevo legado en Italia, aunque su misión se demoraría todavía un año. Se trataba de imponer por la fuerza un orden en el norte de Italia, contando con la colaboración del rey de Nápoles y con la no muy entusiasta del de Francia, que quedó de manifiesto en una pronta retirada francesa. El legado quedó inmerso en la compleja política del norte de Italia, sin lograr imponer el apetecido orden.
En septiembre de 1322, Luis de Baviera vencía a Federico de Austria, su rival en la lucha por el trono alemán, en la batalla de Müldorf; este éxito iba a moverle a intentar hacer efectivos sus derechos sobre el norte de Italia, puestos de manifiesto inmediatamente con el nombramiento de un legado imperial. Con apoyo alemán pudieron los gibelinos obligar a las tropas del legado a levantar el cerco de Milán, un acontecimiento que liquidaba las pocas posibilidades de éxito de la legación.
No es extraño que el Papa respondiera citando (octubre de 1323) al emperador ante su presencia y enredándole en un proceso canónico cuyo objetivo era forzarle a renunciar a la realeza bajo pena de entredicho, acusado de apoyar a los Visconti y, en particular, a Mateo Visconti, que había fallecido recientemente incurso en sentencia de herejía por su pertinaz desprecio a la sentencia de excomunión.
Luis de Baviera fue excomulgado en marzo de 1324, tras el fracaso de sucesivos intentos negociadores; su respuesta, el manifiesto de Sachsenhausen, de mayo de ese año, constituye un salto cualitativo en el nuevo enfrentamiento entre Pontificado e Imperio, que acababa de producirse. Inspirada por los importantes círculos de espirituales refugiados en Alemania, en ella se hacia abierta apelación al concilio general para juzgar a un falso Papa, incurso en herejía, como dejó claro su conflicto con los espirituales, al que se hacía una larga memoria de sus acciones contrarias a la paz, la justicia y a los derechos del emperador. Respondió Juan XXII con una nueva excomunión y declarando a Luis de Baviera privado de sus dignidades: durante meses Alemania se ve agitada por contrapuestos intereses de casi todas las potencias europeas.
El conflicto adquiere su total magnitud con la entrada en la Corte bávara de dos maestros parisinos, Marsilio de Padua y Juan Jandún, que acababan de elaborar el "Defensor pacis", un escrito en el que se recogían todas las ideas contrarias al Pontificado y se exaltaba la potestad imperial. Era un instrumento peligroso, cuyo uso asustó a Luis de Baviera, pero al que se decidió ante la magnitud del enfrentamiento.
Según el "Defensor pacis", el poder civil tiene su fundamento en la necesidad de asegurar la paz entre los hombres; su origen se halla en el consentimiento universal, manifestado en la elección imperial. El Papado no es una institución de derecho divino, sino humano, que ha usurpado la autoridad del sacerdocio; además, su autoridad procede del pueblo que le elige, de tal forma que corresponde al Concilio de la Iglesia universal la potestad última. Una potestad únicamente espiritual, que debe estar sometida al Imperio en todo lo temporal.
El 31 de mayo de 1327, Luis de Baviera era coronado en Milán con la corona de hierro; después de hacerse con tropas y dinero marchó hacia Roma, donde entró en enero de 1328 venciendo la resistencia que le opuso Roberto de Anjou. Durante esos meses Juan XXII hizo conocer sus deseos de volver a Roma, a los que daría curso instalándose inicialmente en Bolonia, que su legado acababa de conquistar; el grandioso proyecto no se llevó, desde luego, a la práctica.
El 17 de enero de 1328, Luis de Baviera era coronado emperador en Roma. Su condición de excomulgado hizo imposible hallar un prelado que le coronase; tampoco fue necesario: aplicando las doctrinas del "Defensor pacis", cuatro síndicos de Roma, entre ellos Sciarra Colonna, uno de los protagonistas del "atentado de Anagni", en representación del pueblo, coronaba al nuevo emperador.
El infatigable Juan XXII declaró nula tan revolucionaria coronación (31 de marzo), confiscó todos los feudos de Luis de Baviera, al que citaba a Aviñón para escuchar su sentencia (3 de abril), le declaró incurso en herejía por apoyar a los espirituales y aprobar la difusión del "Defensor pacis", que era condenado (23 de octubre), y levantó una liga contra él en Italia, llamando a la cruzada a todos los güelfos de Italia.
Luis de Baviera, apoyado por los autores del "Defensor pacis", y por los espirituales, en particular Ubertino de Casale, convocó un irregular parlamento romano (18 de abril de 1328), que procesó a Juan XXII, al que denominaban Giacomo de Cahors, que fue depuesto por hereje y por el delito de lesa majestad, cometido al deponer al emperador. Un mes después se aclamaba como Papa a un franciscano espiritual, Pietro Rainolluci, que adoptaba el nombre de Nicolás V y declaraba la sede apostólica residente en Roma.
El nuevo Papa debía ser la personificación del ideal de pobreza, pero para intentar regir la nueva Iglesia hubo de crear un engranaje económico similar al que funcionaba en Aviñón; pese al entusiasmo de su panegiristas, se presentaron dificultades insalvables para constituir un rudimentario colegio cardenalicio. Sometido enteramente al poder político que le había elevado, Pietro Rainobuci hubo de abandonar Roma cuando el emperador, falto de dinero, salió de la ciudad en agosto de 1328, dejando tras de sí una situación violentamente antialemana.
El retorno a Alemania de Luis de Baviera, en la primavera de 1330, dejó a Nicolás V, que había iniciado negociaciones con el Papa, carente de todo apoyo y rápidamente abandonado de todos sus partidarios. Pudo obtener de Juan XXII el perdón, que le fue otorgado a cambio de la abjuración y de la reclusión del cismático en Aviñón, a donde llegó en agosto de 1330, y donde moriría, ignorado, tres años después.
El gravísimo peligro de cisma quedó conjurado con mayor facilidad de lo previsible; sin embargo, no consiguió Juan XXII promover una sublevación en Alemania, que Luis conjuró con unos complicados proyectos de renuncia a la dignidad imperial, tratados en unas negociaciones sin salida. No había una solución política de repuesto: las aspiraciones de Francia de alejar definitivamente a los emperadores de Italia no satisfacían al Pontífice, que temía sustituir una amenaza por otra.
Tampoco resultó viable el proyecto de crear un dominio en la Italia del Norte para el rey de Bohemia, Juan, un descendiente de Enrique VII de Luxemburgo; la finalidad de este Reino consistiría en la eliminación de todas las fuerzas gibelinas, como sucediera con la instalación de los Anjou en el Reino de Sicilia. El proyecto hizo que los güelfos se sintieran traicionados y que, unidos a los gibelinos, expulsaran de Italia a Juan de Bohemia (octubre de 1333): en la primavera del año siguiente concluía en fracaso la legación de Bertrand de Pouget.
Esa situación parece animar a Luis de Baviera a una nueva acción contra el Papa; la noticia de la muerte de Juan XXII, sucedida el 4 de diciembre de 1334, paralizó toda hipotética acción. El ultimo conflicto entre el Papa y el Imperio concluía con un gran desgaste para ambos: Luis de Baviera había hundido su prestigio; el Papado había enterrado gran parte de sus recursos económicos y levantaba nuevos obstáculos para su vuelta a Italia.