Comentario
El 1 de febrero de 1431, fiel a los plazos establecidos, Martín V convocaba el concilio que habría de celebrarse en Basilea; confiaba su presidencia al cardenal Julián Cesarini, que venía actuando como legado en el Imperio, encargado de extirpar la revuelta husita, hasta el momento con escasos resultados. Se otorgaban al legado poderes para efectuar el traslado del concilio a otra ciudad; esta facultad, que podía ser considerada normal, fue pronto interpretada como una cautela que mostraba la desconfianza del Pontífice con respecto al concilio.
La bula de convocatoria señala los aspectos de máxima atención para el Concilio, los mismos que se fijará como objetivos el Concilio de Pavía-Siena y que definirá como tales el de Basilea: reforma, extirpación de la herejía, muy en particular la de Bohemia, paz entre los Reinos cristianos y unión con la Iglesia griega. La amenaza turca, una dramática realidad y no un mero supuesto teórico, era la gran preocupación que hacia imprescindible lograr el éxito en la mayor parte de los objetivos del concilio.
La paz entre las naciones cristianas se convierte en el gran objetivo del Concilio, lo que le confiere un aspecto muy particular, diferente de todas las demás asambleas conciliares. La necesidad de la paz hace que tengan tanta repercusión en el Concilio la guerra interna en Francia, los conflictos entre los Reinos hispánicos, la guerra entre Francia e Inglaterra, y la guerra de Bohemia, y que se otorgue tanto interés a las iniciativas de paz en cada uno de esos conflictos.
La amenaza turca, agobiante sobre el Imperio bizantino, hace que las autoridades griegas se muestren más dispuestas al diálogo con la Iglesia romana y que, aun separadas por diferencias extraordinarias, el acuerdo parezca más cercano que nunca y que sea posible vivir el fugaz espejismo de haber logrado la ansiada unión.
El ambiente en que se trata esa larga serie de problemas no es, sin embargo, el adecuado. El grave conflicto entre el Papa y el Concilio, situación a que inevitablemente aboca el conciliarismo, impide la necesaria tranquilidad de espíritu y sitúa a la Iglesia ante una nueva ruptura.
El fallecimiento de Martín V, ocurrido pocos días después de la convocatoria del concilio, añadía nuevos factores de incertidumbre. La elección de su sucesor, Eugenio IV, se desarrolló sin especiales dificultades; el elegido no es contrario al concilio, pero sus primeras medidas son de cautela: confirma la legación de Julián Cesarini, pero, en cuanto al Concilio, le solicita información sobre las decisiones a tomar.
Diversas circunstancias dificultaban su celebración en la fecha y lugar previstos: el enfrentamiento entre el duque de Borgoña y el de Austria; la cruzada contra Bohemia, objetivo esencial, en ese momento, del legado; las dificultades de Eugenio IV con los Colonna en el Patrimonio. Eran motivos suficientes para justificar un traslado, incluso un aplazamiento; a pesar de ello la apertura del concilio tuvo lugar el 23 de julio de 1431, con una asistencia, eso sí, exigua.
Entretanto, tenía lugar la nueva cruzada contra los husitas, cerrada con un estrepitoso fracaso, lo que convencía al legado de que la guerra era una solución inviable para el conflicto checo y de la necesidad de buscarla en el Concilio, cuya existencia había de ser revitalizada: para ello envió una embajada a Eugenio IV. Una serie de dramáticos malentendidos, y las dificultades de comunicación entre Basilea y Roma, van a provocar los primeros enfrentamientos entre Eugenio IV y el concilio.
El 12 de noviembre, una bula de Eugenio IV otorgaba poderes al legado para disolver la asamblea, si aún subsistía, y fijaba una nueva convocatoria en Bolonia, año y medio después. No puede decirse que el Papa sea hostil al Concilio; además de las razones aludidas, y de la aparente inviabilidad de la asamblea, las negociaciones en marcha con los griegos aconsejaban un plazo para que diesen resultado y, sobre todo, una ciudad conciliar más accesible para ellos.
Cuando el embajador pontificio llegó a Basilea, Cesarini había impulsado el concilio y había tenido lugar la primera sesión solemne en la que se habían reiterado los ya conocidos objetivos del concilio, excepción hecha de la unión con la Iglesia griega, silenciada, seguramente, por considerarla utópica.
La noticia de que el concilio, por su cuenta, había solicitado la presencia de los husitas ante la asamblea, para explicar su postura, llegaba, mientras tanto, a Roma; tenía lógica, pero causó alarma, porque parecía negociarse a espaldas del Pontífice. Eugenio IV no lo dudó ya y decretó, por sí mismo, la inmediata disolución del concilio.
A mediados de enero, el embajador pontificio hacía pública la disolución del concilio, tal como le autorizaban los poderes pontificios de dos meses antes, provocando una airada resistencia del concilio y la oposición del legado Cesarini. Concilio y legado enviaron embajadores a Roma tratando de disuadir al Pontífice de aquella resolución. La tensión estalló cuando, a comienzos de febrero, se conoció la disolución decretada por el Papa en diciembre.
El Concilio reaccionó duramente. Reafirmó la legitimidad de su constitución, dictó normas para garantizar su continuidad y negoció apoyos internacionales. Contaba con el apoyo de Alemania, Inglaterra, unida a la política alemana, los duques de Milán, Borgoña y Saboya, y, previsiblemente, con los de Navarra y Aragón; las incógnitas eran Francia y Castilla.
En las semanas siguientes el concilio fue afirmándose y, en abril, todavía en tono mesurado, requería al Pontífice para que se trasladara al concilio o, al menos, se hiciera representar en é; también se dirigió a los cardenales, utilizando en este caso un tono más contundente. A comienzos de mayo supo el concilio que contaba con el apoyo de Francia: su audacia se incrementó de modo notorio.
Dos hechos colaterales vinieron a elevar más la tensión. Uno de ellos fue la designación de vicario general en Aviñón, en contra de los aviñoneses, que apelaron al concilio; el segundo, era la no aceptación del cardenal Capranica en el cónclave del que salió elegido Eugenio IV, porque no había tomado entonces posesión de su capelo. Era un hecho que, al contradecir las disposiciones de Martín V, podía arrojar sombras, incluso, sobre la legitimidad de Eugenio IV.
A finales del verano de 1432 no son esas las cuestiones esenciales, a lo sumo elementos de presión, sino que el debate se mueve en el terreno de los principios: los representantes pontificios exponían la doctrine de la suprema autoridad del Pontificado, heredero del primado de Pedro, mientras el Concilio, sin negar la autoridad pontificia, se definía como infalible en cuestiones de reforma y dogma.
El acuerdo era muy difícil. El 6 de septiembre, a pesar de los esfuerzos de los embajadores papales por impedirlo, Eugenio IV fue acusado de contumacia; se estudió la misma propuesta respecto a los cardenales, de los que sólo seis no habían enviado disculpas o delegado su representación, es decir, se mantenían en plena fidelidad al Papa. En diciembre se le requería públicamente para anular la bula de disolución e incorporarse al concilio en el plazo de sesenta días.
En febrero, Eugenio IV aceptaba que el concilio prosiguiese sus tareas en Basilea y se dirigía a todos los prelados para que acudiesen al concilio. Trataba de controlar la asamblea con una incorporación masiva de moderados; así lo entendió el concilio cuando, más de un mes después, en medio de una gran tensión, conoció la decisión pontificia.