Comentario
Al período de tranquilidad en la Europa danubiana sucedieron en la segunda mitad del siglo nuevos movimientos de fronteras, propiciados por los cambios internos ocurridos en las distintas potencias de esta zona.
La debilidad de Polonia la convertirá en víctima propiciatoria de las renovadas apetencias expansionistas de otras potencias. A pesar de abarcar aún enormes territorios, su debilidad interna no sabrá defenderlos, cayendo presa de las ambiciones ajenas. Tras las cesiones territoriales de la paz de Oliwa, Polonia había renunciado al dominio del Báltico, y los enfrentamientos en Ucrania con Rusia no habían sido más afortunados. Las pérdidas aumentaron con la cesión a Rusia, por el Tratado de Andrusovo (1667), de la Ucrania oriental y parte de la Rusia blanca, con Smolensk. La elección como rey de Miguel Korybut Wisniowieski (1669-1673) no detuvo el fracaso de su política exterior. En 1672, por el Tratado de Bucacz, los turcos consiguieron de Polonia la cesión de Podolia y la Ucrania polaca hasta el Dniéper y un tributo anual. Sólo la elección del eficaz general Jan Sobiesky (1673-1697) como nuevo rey supuso un freno a las ambiciones extranjeras y aportó a la historia de Polonia un último momento de esplendor.
Por el contrario, el Imperio otomano vivió un nuevo resurgimiento debido a la política reformista de los grandes visires Köprülü, que permitió pasar del absoluto desgobierno al reforzamiento del poder interior y devolvió al ejército y la marina la eficacia perdida. Ello le permitió rematar con éxito la guerra pendiente con Venecia desde 1645 y tomar Creta (1669). En el Continente europeo, la insurrección de Transilvania dio lugar a una invasión turca, prolongada en 1663 a Hungría, Moravia y Silesia, aunque pudo ser detenida por el ejército del emperador Leopoldo I, con ayuda francesa, en la batalla de San Gotardo (1664). Los éxitos exteriores animaron a la Sublime Puerta a emprender una vez más el avance por territorio habsburgués, y en 1683 su ejército llegó a Viena. El emperador Leopoldo sólo pudo salvar la situación con la ayuda del rey polaco, Jan Sobiesky, que con su victoria de Kahlenberg obtuvo la retirada otomana. La derrota animó a Austria, Polonia y Venecia a formar una Liga Santa (1684), por iniciativa de Inocencio X, a la que se unió dos años más tarde Rusia, países todos ellos con intereses inmediatos sobre territorios otomanos. Los siguientes años fueron desastrosos para un imperio que había sido capaz de mantener de forma ficticia una apariencia de gran potencia militar. Polonia recuperó Podolia (1686), Venecia, Dalmacia, el Peloponeso y Atenas, y Austria conquistó Hungría (1687) e impuso al fin su soberanía sobre Transilvania (1690), situación que se mantendrá hasta el siglo XX.
El último de los Köprülü, Mustafá Zadé, consiguió una recuperación temporal en el sur de los Balcanes de 1689 a 1691, año en que muere en el campo de batalla. Desde entonces, la claudicación es inevitable. En 1699, el Tratado de Karlowitz obligó al sultán Mustafá II (1695-1703) a ceder los territorios que ya le habían ocupado Austria (toda Hungría y Transilvania, salvo el banato de Temesvar), Polonia (Podolia y Ucrania occidental) y Venecia (Dalmacia y el Peloponeso), más Azov, que en 1696 había conquistado Pedro I el Grande. Rusia conseguía así una importante salida al Mar Negro y por dos siglos las pretensiones de ambas potencias sobre esta zona serán permanente fuente de conflicto.
Los acuerdos de Karlowitz serán determinantes para los Habsburgo de Viena y para toda la historia europea posterior. Eliminadas desde Westfalia sus posibilidades como emperadores efectivos en el Sacro imperio, logran ahora convertirse en una gran potencia del sudeste europeo, donde son reconocidos definitivamente como reyes de Hungría y Transilvania. Con propiedad se podría empezar a hablar de Austria-Hungría, pues son estos Estados patrimoniales, junto con el Reino de Bohemia, los que le darán fuerza a partir de entonces y convertirán el conjunto en una de las grandes potencias del siglo XVIII. A ellos añadirán no mucho después, en la paz de Utrecht de 1713, además de los Países Bajos del Sur y Luxemburgo, la mayor parte de los territorios españoles en Italia: Milán, los presidios de Toscana, Nápoles y Cerdeña trocada a renglón seguido por Sicilia. Este enorme conjunto convertirá a Austria en una de las grandes potencias del siglo XVIII, aunque la yuxtaposición de tan variados territorios donde coexisten diversas etnias, lenguas y tradiciones sea campo propicio para el surgimiento de fuerzas centrífugas.