Época: Segunda Mitad II Mil
Inicio: Año 1314 A. C.
Fin: Año 1085 D.C.

Antecedente:
Imperio Nuevo Egipto
Siguientes:
Batalla de Qadesh



Comentario

En la última década del siglo XIV se consolida una nueva línea dinástica, cuyo primer representante, Ramsés I, no es de sangre real. Procede de una familia de militares oriunda del Delta oriental cercana al círculo de Horemheb. Cuando accede al trono es ya un anciano, por lo que se auxilia de su hijo cincuentón, quizá corregente durante los dos años de reinado de su padre. Durante el reinado de Sethi I, Egipto recupera su posición prevalente en Asia. El relato de las campañas, representadas en la sala hipóstila de Karnak, permite intuir el progreso hacia la Siria septentrional de los ejércitos egipcios, en perjuicio de los amoritas y de los hititas, con cuyo rey Muwatali firmará un tratado de paz. También los libios hubieron de soportar el expansionismo del nuevo monarca, cuyo referente y modelo parece haber sido Tutmosis III. Por lo que respecta a la política interior, su máxima preocupación es continuar la obra restauradora de Horemheb; destaca, en este sentido, su amplia actividad constructora de soberbia como se refleja en la sala hipóstila ya mencionada de Karnak, en el Gran templo de Osiris de Abidos o en su propia tumba, tal vez la más hermosa de cuantas se han descubierto en el Valle de los Reyes. Pero la conexión con el pasado preamárnico se expresa sutilmente en el deseo de vincularse a las dinastías precedentes, y en tal dirección ha de entenderse la extraordinaria lista real conservada en el templo de Abidos, en la que el propio monarca con su hijo, el futuro Ramsés II, rinde homenaje a los setenta y seis reyes precedentes, comenzando por Menes -hermoso ejemplo de la consciencia histórica del grupo dominante- pero en la que están ausentes Hatshepsut, Amenofis IV y Tutankhamon. Resulta evidente la conexión deseada por Sethi I, que se convierte en el verdadero artífice del estado ramésida. Su obra interna fue posible gracias a la afluencia de riquezas procedente de las campañas asiáticas, ya que el control del corredor sirio-palestino hará del Delta oriental el verdadero centro de flexión de la actividad económica egipcia que, hacia el sur, se prolonga por el eje tradicional nilótico.
No sabemos cuál es el año exacto del ascenso de Ramsés II al trono, pues los especialistas discuten fechas entre finales del siglo XIV y comienzos del XIII (1304 o 1279 según qué interpretación se confiera al dato sotíaco del Papiro Ebers). En cualquier caso, sabemos que había sido corregente durante varios años y que su propio gobierno se extenderá a lo largo de trece lustros. Una de las primeras medidas, que responde al peso específico de la región del Delta, fue la fundación de una nueva capital, Pi-Ramsés, junto a la vieja Avaris, cuya localización exacta parece corresponder a Qantir y Tell el-Daba. No existe ninguna razón que permita relacionar esta conducta con la de la fundación de Akhenatón. En este caso, se dejaba en Tebas al frente de los asuntos del Egipto septentrional al gran sacerdote de Amón, Nebunebef. Por otra parte, la intención no era romper con el pasado del estado, sino otorgarle una capital administrativa estratégicamente situada para actuar con la mayor celeridad posible sobre los asuntos que más preocupaban al faraón en el momento.

En efecto, la política asiática va a ocupar la atención del monarca, ya que desde los primeros años de su reinado el tratado de su padre con Muwatalli deja de ser respetado y, en el año cinco, Ramsés organiza una ambiciosa expedición con la intención de someter a su dominio todo el país de Amurru y situar en el Orontes medio, a la altura de Qadesh, el límite de sus territorios. El avance se realizó sin obstáculos, pero el ejército egipcio, dividido en cuatro cuerpos, Amón, Re, Ptah y Seth, fue víctima de una emboscada en las proximidades de Qadesh, gracias al engaño del que fue objeto el faraón por unos mensajeros hititas atrapados. El propio Ramsés corrió peligro, pero el combate debió de quedar en tablas según intuimos por los resultados. No obstante, la corte faraónica celebró como un gran triunfo la estéril campaña asiática, que fue objeto de una composición, el "Poema de Pentaur", reproducido hasta la saciedad en los fastuosos monumentos erigidos por el megalomaníaco faraón, como por ejemplo el Rameseum o Abu Simbel, además de ser copiado en otros edificios, como los templos de Abidos, Luxor, Karnak, etc. Allí los relieves ilustran con tal suerte de detalles la campaña descrita que no ahorra ocasión de alabar el valor del rey, cuyo arrojo al frente de la columna de Amón salvó del desastre a la totalidad del ejército egipcio. Las campañas posteriores no tuvieron tanto alcance ni resonancia, ya que no tenían como misión más que consolidar la hegemonía egipcia en la zona palestina y en el sur de Siria.

Al mismo tiempo, las tropas egipcias tenían que hacer frente a las continuas escaramuzas que los libios realizaban en la frontera occidental del país. Ello distraería parcialmente la atención de Ramsés, que hubo de volver también sus ojos al sur. Allí el control sobre Nubia, incorporado en gran medida el reino de Kush al estado egipcio, era una realidad casi incontestada y para eliminar cualquier sombra de duda el faraón mandó construir uno de los santuarios más altivos de su reinado: los dos templos de Abu Simbel. El programa iconográfico del templo grande demuestra, mediante las relajadas figuras sedentes, la seguridad con la que se controla el territorio que tantas campañas había costado a los reyes anteriores; por obra parte, en la distribución de las imágenes hay un dramatismo creciente, pues se exhibe primero el poder del faraón con prisioneros de todos los pueblos vencidos, por otra parte se narra el gran triunfo militar del reinado: la dudosa batalla de Qadesh. Posteriormente la sala de las ofrendas, en la que Ramsés hace entrega de sus botines y tributos a los dioses y, por último, en el espacio más sagrado del templo, el faraón aparece como un igual entre los dioses, puesto que Ramsés se presenta ofrendas a sí mismo como dios, sublimación del carácter divino del monarca, discutido por algunos especialistas.

La atención a aquellos otros asuntos dio un cierto respiro a Muwatalli -o quizá a la inversa fuera más correcta la secuencia- que iba teniendo cada vez más problemas con su vecino sudoriental, Asiria, ya que el monarca Adadninari I había sometido el territorio independiente de Hanigalbat, espacio residual en el corazón del antiguo imperio de Mitanni, y con su política expansionista comenzaba a poner en peligro la integridad territorial hitita. No obstante, esta difícil situación para Hatti fue aprovechada por Ramsés que extendió su dominio por la costa siria hasta el norte de Biblos. La muerte del monarca hitita no facilitó las cosas, pero tras el conflicto sucesorio sube al trono Hattusil III que intenta poner en orden los asuntos internacionales de Hatti. Es precisamente en esas circunstancias cuando las dos grandes potencias deciden firmar un tratado de paz, que se lleva a cabo en el año veintiuno del reinado de Ramsés. Conservamos el texto en dos versiones, circunstancia insólita: dos copias egipcias (en la cara externa de uno de los muros de la sala hipóstila de Karnak y en una copia muy deteriorada del Rameseum) y una versión hitita hallada casualmente en las excavaciones de Bogazkoy inscrita con caracteres cuneiformes en una tablilla de arcilla. Las dos partes aceptan una paz basada en el respeto territorial por el que se garantiza a Egipto el control de Palestina, mientras que Hatti conserva el control de Siria septentrional. Ambos firmantes se comprometen a defender la legítima línea dinástica del otro reino y se establecen pautas de cooperación en las que destaca la regulación de las extradiciones. Una década más tarde Ramsés contrae matrimonio con una princesa hitita: el intercambio de dones entre las dos cortes se efectúa con gran boato en Damasco. Más tarde otra princesa de la corte de Hattusa será asimismo esposa de Ramsés y, al parecer tanto Hattusil como su heredero Tudhaliya visitarán Egipto, prueba todo ello de las inmejorables relaciones de los dos grandes imperios del momento.

Las campañas militares, la explotación del Sinaí y de Nubia y la producción agrícola en Egipto proporcionaron abundantes recursos que fueron parcialmente invertidos en la construcción de abundantes monumentos como testimonio del reinado, coronado con una descendencia que se cifra en mas de cien hijos. No obstante, a partir de Ramsés II se aprecia la compartimentación administrativa entre el Alto Egipto, con capital en Tebas, y el Bajo Egipto, al que hay que añadir las posesiones asiáticas. El resurgimiento de fuerzas centrífugas hará de esta articulación un punto de arranque para la debilidad del poder faraónico.

El casi centenario Ramsés había enterrado a sus doce primeros hijos cuando le llegó a él el turno de pesar su corazón ante Osiris. El heredero fue Merneptah, un príncipe de avanzada edad, pero que aún tendría un reinado de más de diez años. Con él comienza la decadencia de la dinastía XIX, según suele afirmarse, por los problemas a los que tiene que hacer frente. Sin embargo, la situación interna no aparece especialmente en declive; de hecho, se envía suministro de trigo a Hatti, donde las malas cosechas obligan a solicitar ayuda del exterior, lo que demuestra la buena situación de Egipto. Pero lo más destacable del reinado es el rechazo, en el año quinto, del ataque procedente de Libia en el que intervienen diferentes pueblos y entre ellos varios que volverán a ser mencionados en el relato de Ramsés III y que se agrupan bajo el rótulo de Pueblos del Mar. Los invasores habían logrado superar las defensas establecidas por Ramsés II y sólo tras una encarnizada contienda son expulsados de Egipto. Merneptah celebra ampliamente su victoria, al igual que los triunfos obtenidos en sus campañas asiáticas, conmemoradas en una estela en la que por vez primera aparece el nombre de Israel. Tal vez en su reinado se produjera el éxodo, que otros sitúan bajo Ramsés II.

A la muerte de Merneptah se abre una crisis sucesoria, que muchos autores atribuyen al prolongado reinado de Ramsés II (razón para muchos asimismo de la crisis dinástica). Sin duda son razones de otra índole las causantes de la situación venidera, ya que no tiene por qué existir relación directa entre reinado longevo y crisis. Sea como fuere, seguramente tres reyes y la reina Tausret sucedieron a Merneptah en un relativamente breve espacio de tiempo. Poco sabemos del período en cuestión, que los monarcas de la dinastía XX, tanto en el Papiro Harris como en la estela de Elefantina, calificaron intencionadamente de anárquico, para justificar mejor su advenimiento al poder y subrayar así la legitimidad y calidad de su gobierno. El restaurador, Setnakht, solamente estuvo al frente del estado durante dos años y acompañado por su hijo Ramsés III, que será el último de los grandes faraones. Su largo reinado de más de treinta años se convierte en el referente de la XX dinastía, compuesta por faraones llamados todos Ramsés, hasta el que lleva el número XI. Por su parte, Ramsés II parece haber sido el modelo deseado por su primer homónimo de la vigésima dinastía. Su trascendencia histórica reside en el hecho de que fue capaz de rechazar en el octavo año una invasión compuesta por contingentes procedentes del mundo micénico, Anatolia occidental y de la región costera de Siria que, entremezclados, buscaban un nuevo hogar, ya que la mayor parte de los estados de la Edad del Bronce había sucumbido como consecuencia de los improvisados ataques de gentes de diversos orígenes que se habían puesto en movimiento por circunstancias ignoradas, pero sin duda en relación con la inestabilidad generalizada de la que la caída de Troya no es más que un episodio emblemático. Si en última instancia fueron desplazados por otros pueblos que procedieran del ámbito centroeuropeo es algo que no sabemos, pero resultaría sorprendente la coincidencia de que poco después se produzca la llegada de los Campos de Urnas (o sus variantes locales) a la Península Ibérica y a la Itálica, la hipotética invasión doria en Grecia Continental y la constatación de la presencia de los futuros medos y persas en el Irán. En cualquier caso, si se trata de un movimiento de largo o corto alcance es algo que no revelan las fuentes antiguas, en las que la sinonimia mencionada resulta, por lo general, bastante familiar en el entorno del Mediterráneo oriental a lo largo de la segunda mitad del II Milenio. El templo funerario en Medinet Habu recoge con toda suerte de detalles en el texto y en el relieve la campaña de Ramsés III contra los Pueblos del Mar.

Por lo que respecta a la política interna, la más detallada información procede del Gran Papiro Harris, redactado presumiblemente el mismo año de la muerte del faraón. En él se afirma la voluntad real de acabar con los desórdenes y la inseguridad, además de contener una rica documentación sobre propiedades de los templos. Sin embargo, las dificultades económicas se ponen de relieve en la insólita huelga de los trabajadores de Deir el-Medina que no recibían su correspondiente ración. Quizá relacionado con la mala coyuntura económica se encuentre el complot, descubierto a tiempo por el monarca, en el que participaban destacadas personalidades de la corte y del ejército. Entre los acusados, según el relato judicial del Papiro de Turín, se encontraba la propia reina. Un tribunal compuesto por doce jueces -entre ellos cuatro extranjeros- dictó sentencia condenatoria contra algunos de los acusados: unos fueron ejecutados, a otros se les amputó la nariz o las orejas. Algunos quedaron absueltos, pero ignoramos qué suerte corrió la reina.

La muerte del faraón durante estos acontecimientos o poco después abre un periodo de declive que dura unos setenta años. Prácticamente nada sabemos de los ocho ramésidas siguientes, aunque como rasgos más destacados hay que señalar el deterioro de las condiciones internas de vida, la progresiva pérdida de los dominios asiáticos y la corrupción en la función pública, que se expresa dramáticamente en la profanación de las tumbas reales durante el reinado de los tres últimos Ramsés. Muchos autores han querido ver en el famoso cuento de Uenamón, correspondiente a la época de Ramsés XI, el mal estado de las relaciones internacionales de Egipto, ya que el príncipe de Biblos no quiere entregar la madera para la construcción de la barca de Amón; pero en realidad, lo que se pone de manifiesto es la interrupción de la economía del don y el contradón propia de la Edad del Bronce, ya que Uenamón no lleva el regalo de contraprestación pues se lo han arrebatado los tjekker, uno de los pueblos que habían atacado a Ramsés III y que ahora encontramos asentados en la costa, al norte de los peleset, que darían su nombre a Palestina.

En cualquier caso, los escándalos en la administración no fueron peores que las luchas intestinas o que el acceso de los militares a los bienes de Amón, síntomas todos ellos de una inestabilidad social propia de un período de crisis. Quizá los acontecimientos vinculados al gran sacerdote Amenofis, que incluyen su propio secuestro, deban ser interpretados no tanto como un conflicto militar con el virrey de Kush, sino como los efectos de una revuelta social que acabaría con el advenimiento de Herihor en su lugar. El procedimiento no está claro, pero se denomina golpe de estado del año 19. A partir de entonces, Ramsés XI es un faraón nominal que conserva la más alta dignidad bajo la tutela del clero amonita. Se encuentra, pues, circunstancialmente al frente de un régimen teocrático, liderado por elementos ajenos al propio faraón. El sur está bajo control del gran sacerdote de Amón y jefe militar, Herihor, mientras que el norte está gobernado por Smendes, un administrador teóricamente dependiente del clero de Amón pero que goza de total autonomía en su residencia de Pi-Ramsés. La separación de las dos regiones es un hecho y las dificultades políticas repercuten en el deterioro económico, del que -a su vez- eran fruto. Se abre así un nuevo período intermedio en un Egipto abandonado por Maat, es decir, sometido al quebranto de la línea dinástica, parámetro ideológico para asumir el desorden, el caos.