Comentario
Durante el período que nos ocupa, el mapa europeo de las religiones oficiales de los Estados no se modificó respecto al pasado más inmediato. Cuatro eran las confesiones principales: Católica, extendida por las penínsulas Ibérica e Italiana, Francia, Polonia, parte de Suiza, ciertos Estados alemanes y los territorios de los Habsburgo; Protestante (agrupa a luteranos, calvinistas y anglicanos), domina en el resto del Norte, Oeste y Centro del Continente; Ortodoxa, con centro en Rusia, e Islámica, en los Balcanes. Todas ellas muestran una intensa vinculación con las sociedades en que están implantadas, fruto no sólo de la comunión en la fe, sino también de las funciones educativas, asistenciales y económicas que cumplen. Todas ellas viven en estrecha unión con los poderes públicos, salvo que el culto de los gobernantes no coincidiera con la del pueblo, cosa que ocurría algunas veces. Dicha unión alcanza su expresión máxima en los principados eclesiásticos: Estados Pontificios, ciertos territorios del Imperio, o Montenegro, dirigido por el arzobispo ortodoxo. En los demás casos, los vínculos entre autoridades civiles y eclesiásticas se establecen en razón del mutuo soporte que se ofrecen al ser la religión instrumento definidor y demostrativo de lealtades.
Este hecho será, como lo ha sido anteriormente, fuente de peligrosos antagonismos entre los Estados y en el seno de ellos. A nivel internacional, porque lo frecuente es que entidades políticas distintas estén sostenidas por religiones diferentes. En el ámbito interno, los riesgos tienen una triple fuente. Por un lado, la falta de homogeneidad en este terreno de algunos Estados, bien porque la religión mayoritaria no es la de los gobernantes -Balcanes, Irlanda, el sureste de las Provincias Unidas o el Peloponeso-, bien por tolerarse o reconocerse varios cultos -Imperio, Transilvania-. En estos casos se vivía bajo el temor de conspiraciones domésticas y externas, dada la conciencia de ayuda al correligionario existente.
La segunda fuente interna de peligro era la existencia de minorías religiosas significativas en la mayor parte de Europa; minorías que intentaban cambiar las pretensiones monopolísticas de las Iglesias establecidas. La tercera fuente fue la actitud del pueblo, en cuya mente se encontraba todavía vivo el recuerdo de épocas pasadas abiertamente beligerantes.
El resultado es la aparición de un amplio tipo de tensiones que, sin manifestarse en forma de enfrentamientos armados, darán lugar a una clara forma de violencia organizada, sobre todo durante la primera mitad de siglo. Sus armas: el prejuicio, la legislación y la acción administrativa. Sus dimensiones, tan difíciles de calcular como las del alcance real de las discriminaciones que originan. Su objetivo, mantener a los miembros de las minorías legalmente alejados de los ámbitos de mayor resonancia: trabajo público, política, ejercicio de las profesiones liberales más prestigiosas -abogado, medicina...-, etc. Esto es lo que les sucede a los protestantes en Francia o Polonia, a los católicos en Irlanda o Provincias Unidas, a los no anglicanos en Inglaterra, a los judíos, por todas partes. A veces incluso se va más lejos, no permitiendo los matrimonios mixtos -caso de Rusia hasta 1721 e incluso entonces se obligaba a educar a los hijos en la religión ortodoxa- o, como sucede en Francia hasta 1770, no se reconoce la validez de las uniones no católicas y los hijos son declarados bastardos.
Las minorías respondieron a estas actitudes hostiles cerrándose sobre sí mismas y practicando una fuerte endogamia. En algunas ocasiones llegaron a protagonizar revueltas, como hicieron los protestantes en los dominios de los Habsburgo en la primera mitad de la centuria. En otras, prefirieron la emigración hacia Estados en los que su culto era el oficial. Así, los hugonotes franceses se dispersaron por las Provincias Unidas, Inglaterra y el Imperio; los católicos irlandeses, por España y Francia; los protestantes que vivían bajo los Habsburgo, por Prusia y Sajonia. Quienes permanecieron en sus lugares de origen, alentaron cierto grado de desafección política, dispuesta a expresarse en cualquier momento, y su exclusión de algunos oficios les llevó a recalar en otros, siendo su puerto de destino mayoritario el comercio.
La segunda mitad del siglo XVIII presenta una cierta relajación en las actitudes discriminatorias oficiales y un incremento de la tolerancia que se plasmó en cambios legislativos y administrativos en muchos Estados. Francia reconoció en 1770 que los protestantes no eran un peligro para su identidad y, además de dar validez a sus uniones, concedió en 1787 el status civil a sus hijos. Catalina II de Rusia declaró en 1773 que imitaría a Dios tolerando todas las fes, lenguas y credos, aunque ya desde el segundo año de su reinado -1764- venia adoptando medidas en favor de la comunidad islámica, que se vio libre de la Oficina del Converso, creada para su control, capacitada para acceder a ciertos cargos públicos (1766) y para construir mezquitas (1773). También se beneficiaron de esta actitud de la zarina los judíos, cuya igualdad civil se estableció en 1786, y los católicos, a quienes se les dio libertad de trabajo. En Austria, José II llevó a cabo una política similar, al garantizar la libertad religiosa (1781), abolir la Inquisición (1782) y levantar parte de las restricciones económico-legales que pesaban sobre los judíos, si bien nunca se les permitió construir sinagogas en Viena y pagaron las nuevas libertades con mayores impuestos.
¿Qué razones pudieron tener los monarcas ilustrados para ese cambio de actitud sobre la segregación de las minorías? No cabe duda de que el espíritu de tolerancia predicado por los ilustrados debió de influir en su estado de ánimo, pero asimismo lo hicieron, y con mayor peso específico, los conceptos de poder absoluto y de utilidad pública. Las medidas podrían considerarse un medio más de limitar la fuerza de las Iglesias oficiales, con las que los monarcas ilustrados sostenían una dura batalla por su control, y el camino hacia una integración social que les permitiría conseguir el apoyo, ahora sí, de toda la población. Con toda seguridad fueron también un importante instrumento en favor de sus objetivos de progreso económico. Las ideas de José. II son meridianamente clarificadoras al respecto. Consideraba que la hostilidad religiosa era un legado inútil del pasado porque privaba a la sociedad de personas útiles, y a la economía, de fuerzas productivas. Por otra parte, los riesgos que pudieran derivarse de las medidas igualitarias en el sentido de favorecer un robustecimiento de estas minorías quedaban anulados porque a cambio se les pedía, o se les imponía, un abandono de su autogobierno y costumbres.
Si esta política tolerante fue más beneficiosa que la anterior y cumplió los objetivos de sus inspiradores es algo que resulta difícil de medir. Al menos en el aspecto de la reconciliación social no parece que obtuviera demasiados éxitos, pues durante el período revolucionario con que termina el siglo hallamos un incremento de la violencia por motivos confesionales en distintas partes de Europa.